...La preocupación empieza a carcomerme el espíritu, ya es de tarde y han pasado más de las ocho horas prometidas. Quizá el doctor tiene mucho trabajo, digo tratando de consolarme. Mamá se mueve débilmente y la sábana que apenas la cubre está a punto de desplomarse al suelo. Me pide que le dé un poco de agua, mientras su voz de a pocos va menguando, hasta terminar en un gemido tardío. E instintivamente recuerdo algo que me dijo la abuela cuando aún entonces vivía con nosotros: “Los moribundos siempre tienen sed”. “Cuando te la pidan nunca se la niegues”, pero yo me resistía a creer que mamá se estaba muriendo; y entonces, como un desahogo profundo de mis cavilaciones, empecé a llorar desenfrenadamente besando con dulzura sus hermosas manos…
De pronto, la puerta se abre disparada y Verónica y su hijo se apartan para dar paso a un hombre alargado, de tez oscura, con un mandil de pana blanca y unos lentes de una montura gruesa. Me hace preguntas del estado de mamá, y de vez en cuando mueve la cabeza como no dando solución alguna, rebusca el pequeño maletín que trajo, extrae aparatos extraños y hace ciertas revisiones al cuerpo. Mamá está como desmayada, el doctor le toma la muñeca y nuevamente mueve negativamente la cabeza. Se extrae las prolongaciones de antenas que taconeaban sus oídos y poniéndome una mano en el hombro me dice la frase más fea que puede pronunciar un médico: “Tienes que ser fuerte”.
Es en esos momentos en los cuales el espíritu se te encoge en un puñal, y te desgarra sin piedad alguna el corazón. Las lágrimas caen muertas, explosionan en el piso gritando mil dolores. Mamá ha muerto. Pero pienso que es domingo, como la pascua de resurrección, porque no he ido a la escuela….
Fin. |