Como era habitual me dirigía a por el periódico, tras recorrer los 33 escalones de mármol que separaban las baldosas de mi hogar del asfalto, salí a mi usual encuentro con el hedor a combustible quemado (la calle). Era temprano, la mañana era fría y oscura, el aire en movimiento atrapaba en harapos los pasos que la recorrían. Mi mente pensaba en el largo trayecto que había desde mi calle hasta la tienda donde el periódico me esperaba.
Mi autobús cumplió su retraso habitual, el habitáculo escondía una mezcla de perfumes que indicaba los litros de sangre que había en su interior. En una de las paradas entró un anciano desvalido con un bastón, se negaba a pagar el coste del viaje, su intención era informar al conductor de la perdida de liquido de frenos que marcaba la carretera tras su paso. Ninguno notó que su lenguaje se limitaba a gesticular con las manos, era mudo, entre gemidos nadie le entendía, lo tomamos por loco. El conductor le acompañó de nuevo a la calzada y continuó sin saber lo que sus gemidos intentaban decir.
Como era habitual el autobús frenaría en cada parada solicitada, cada cual elegía donde bajar, pero nadie se bajó. En el siguiente cruce el semáforo se encontraba en rojo, el conductor alarmado comprobó que los frenos no funcionaban, cuando quiso parar, el semáforo se le echó encima, provocando una colisión que volcó el autobús. Entre una nube de chispas y cristales rotos, la colisión acabó con la vida de doce personas dejándome a mí como uno de los supervivientes.
Al siguiente día los cristales inundarían la portada del periódico.
Todavía recuerdo los gemidos de aquel anciano que nadie escuchó, sería el salvavidas de un naufrago que la corriente llevó.
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