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Los añosos edificios de la Comandancia General de Ejército ocupan una amplia zona de nueve a diez hectáreas, incluido un campo deportivo de grandes dimensiones y viviendas para oficiales superiores con residencia a término. Recostada a una de las bandas del perímetro se extiende una amplia avenida de tránsito rápido que como un parte aguas, separa las instalaciones castrenses de un área tan amplia como aquélla. Zona residencial por excelencia, ocupada por viviendas opulentas y jardines de exuberante diseño reservada a familias de altísimo poder adquisitivo restringidas al entorno enrejado de un barrio exclusivo. Coches suntuosos, señoras sofisticadas, ejecutivos de alto vuelo, niños rubios y atolondrados, perros dignos de un titán, sirvientas de cofia y otras trivialidades ligadas a cierta ostentación de dudoso mérito. Numeroso personal de seguridad vigila las noches intranquilas.
Sobre la sinuosa vereda pública, palmeras y árboles en abundante variedad alternan con canteros de impecable césped cruzados por entradas de garaje de granito lustrado.
Amanece. La luz natural es aún difusa pero la claridad en ascenso permite soslayar la iluminación artificial de los focos nocturnos en trance de apagarse automáticamente. Para muchos comienza el fatigoso y rutinario trajín del día, para otros finaliza la estulta extravagancia.
La sorprendida mirada se detiene en la silueta de una mujer proyectada por detrás del enorme ventanal del piso superior de un dúplex cercano. Descorre con movimientos seguros el pesado juego de cortinas previo elevar la gran persiana amarilla a una altura razonable. Con la cabeza echada hacia atrás, el cabello sujeto con ambas manos y el cuerpo cuasi desnudo goza lánguidamente de los primeros rayos del sol. Lleva descubierta la parte delantera de la combinación de seda, indiferente y distante del mundo que en ese instante de intensa delicia, domina y la desea.
Un majestuoso perro negro completa sus vueltas, lentas y acechantes en torno de un as de canteros del jardín frontal repleto de rosas y gladiolos.
Quedó estupefacto.
Tras un lapso prolongado la mujer abandona la residencia conduciendo marcha atrás un auto de gran calado. La reja se cierra lentamente. Una vez en la acera el coche sale disparado rumbo al centro comercial.
El inusitado espectáculo se repetía regularmente. Decidió esconder en la chaqueta unos prismáticos de alta visibilidad. La ansiedad lo consume hasta que ella hace su aparición y a través del adminículo le es posible observar detalladamente la turgencia estremecedora de aquellos senos impúdicamente expuestos. El pelo rubio y ensortijado desborda exultante como una neblina de oro esfumada sobre la piel de los hombros, metáfora de una construcción mitológica.
Puede imaginar el acre olor de las axilas o detenerse morosamente en la vaguedad astracanada del pubis. Saborear, definitivamente obseso por el deseo cautivo, los jugos tibios de la vagina y el sudor nocturno emanado de ese cuerpo destinado a ser amado con furia. Eleva la nariz como un perdiguero venteando inútilmente el suave perfume de lavanda que a su paso ha de alojarse en el aire. Fija en su mente febril lo que sería la escrupulosa rutina diaria de la hembra frente al espejo, los consabidos tironeos del cuello de la blusa, la abotonadura del tailleur y el último suspiro lascivo de las ligas, sujetas con premura a las medias de seda que le rozarían suavemente los muslos como la cola de un gato.
Cierto día la persiana se levantó como de costumbre pero sin que esta vez se descorriesen las cortinas. Más bien se movían caóticamente como si alguien desde dentro las sacudiese sin un objetivo claro. En cierto momento la mujer hizo una fugaz aparición tratando de dar término a la habitual tarea con evidente dificultad. Un individuo la tiene tomada por detrás apretándole con furia los pechos al tiempo que le besa apasionadamente la nuca y el cuello.
Ajusta al milímetro las lentes. La transpiración le baña el rostro. Observa como es arrastrada y sujeta brutalmente contra una de las paredes de la estancia. Ella lo deja hacer abrochado a su espalda como un felino presto a devorar su presa. Se vuelve, ambos retuercen y anudan sus cuerpos como dos culebras en lucha desesperada. La cama los recibe ovillados lujuriosamente. Los rayos del sol proyectan la sombra del amor salvaje sobre los muebles y las paredes de la estancia. Tras un tiempo de dicha infinita se sientan sobre sus talones tomados de la mano amorosamente satisfechos. Se besan dulcemente prodigándose caricias magnetizadas por el placer reciente. Ella llora y él le enjuga las lágrimas con una sonrisa de comprensión y besos suaves sobre los arroyuelos. Se oye un campanario lejano.
La bala de fusil apenas astilla el vidrio; entra por la nuca del amante y se aloja definitivamente en el cráneo de la mujer.
………………………
- Pero infeliz: Cómo se te pudo ocurrir semejante barbaridad…
- Y…vio mi Teniente, son esas cosas raras que le pasan a uno…


LUIS ALBERTO GONTADE ORSINI
Derechos reservados.

Texto agregado el 16-04-2010, y leído por 92 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-04-2010 Buen cuento. Me gustó. josesur
 
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