Hay un punto que quiero aclarar debidamente. Yo no asesiné a ese indigno miserable de Alejandro Peral, en todo caso, se trató de un accidente involuntario, de una fatalidad.
Es cierto que yo le estaba apuntando con mi revólver Smith & Wesson calibre 38, que él lloriqueaba rogando que no lo matara, cosa que porque negarlo, me producía una agradable sensación de poder. Pero de allí a asesinarlo fría y deliberadamente hay una gran distancia. Como decía, él balbuceaba disculpas entre sollozos, arrodillado ante mí, mientras yo lo insultaba, apuntándole directamente a la cabeza entre los ojos.
Pero realmente no tenía intención de disparar, simplemente estaba disfrutando el juego de la venganza y me regodeaba viéndolo hecho una piltrafa a mis pies. En un momento se había puesto a rezar. Recuerdo que le grité, -¡No reces maldito, que igual te vas a pudrir en el infierno! Si todavía no te maté es porque estoy alargando la satisfacción del momento.
Él, estaba a punto de desmayarse, el sudor que brotaba a mares de su cara desencajada salpicaba la prolija camisa blanca de seda con monograma. El caso fue, que el patetismo de su figura aterrorizada hizo que mi furia cediera paso al humor, ese humor pesado y corrosivo que practico desde siempre.
Entonces, se me ocurrió la idea de marcarle una oreja de un tiro, nada más que eso, apenas una pequeña broma. Pero el muy cobarde, presa del pánico más incontrolable e intuyendo mi intención de disparar, movió la cabeza imprevistamente, justo cuando yo apretaba el gatillo con la sola intención, repito, de rasguñarle una oreja. Bueno, le puse una bala justo en la sien derecha con orificio de salida y grandes salpicaduras de sangre y masa encefálica. Un verdadero asco.
Cuando lo vi tirado en medio del charco de sangre, con los ojos muy abiertos como un carnero degollado, se insinuó en mí un leve sentimiento de piedad. Pero inmediatamente lo superé diciéndome que después de todo era una verdadera basura que merecía morir sin derecho a apelación. Pero más allá de los enconos personales, insisto, no se trató más que de un imprevisto accidente, y no digo lamentable, porque no lo lamento en absoluto.
Pero claro, usted inteligente lector, ya se habrá percatado de la conclusión a la que arribé cuando me puse a analizar la situación con tranquilidad. Nadie me creería. Todo el entorno familiar y de amistades, conocían mi mala relación con el energúmeno, también mi carácter agresivo, violento. Sin duda mis antecedentes policiales por riñas reiteradas, tampoco me ayudarían. Además, ¿que se puede esperar de la justicia en éste país...?
Pensándolo fríamente, tenía varias cosas a mi favor, el suceso había tenido lugar en mi casa, donde vivo solo. Los vecinos que podrían haber escuchado algo, estaban de vacaciones, por último, el ajusticiado también vivía solo y tenía fama de farrista y mujeriego, por lo que nadie se preocuparía inmediatamente por él.
Así que decidí hacer desaparecer el cadáver sin dejar rastros, porque sin cuerpo del delito no hay culpable. Ante la denuncia de la familia, la causa sería caratulada como desaparición de persona y en realidad nadie tendría la seguridad de estar ante una muerte dudosa, o ante una simple fuga por asuntos de juego o mujeres. Aunque alguien sospechara algo, porque nunca falta algún maldito intuitivo que adivina la verdad, jamás podría probarlo. El único problema real, preocupante, que afrontaba en ese momento, era como liberarme de la repugnante bazofia, sin dejar huellas.
No es mi intención resultar tedioso con un relato pormenorizado de todo lo actuado, pero quiero que usted, amable lector, tenga una idea cabal de mi extraordinaria sagacidad e inteligencia para solucionar éste problema. Si se quiere menor, pero bastante incómodo y desagradable, que no cualquier persona, hubiera podido resolver con eficiencia.
Opté en principio, por ir descartando las soluciones poco prácticas o riesgosas. Provisto de papel y lápiz, fui anotando las diversas posibilidades que se me iban ocurriendo, con sus pro y sus contras. Para que mi relato sea fidedigno transcribiré, casi textualmente, las anotaciones que realicé en las últimas hojas de un viejo cuaderno de cuando iba a quinto grado del primario.
1) Descuartizamiento. Trozar el cadáver en no menos de dieciséis partes, poner las mismas en bolsas de polietileno reforzadas con varias envolturas del mismo material, luego embalar todo en cajas perfectamente cerradas y lacradas y despachar las mismas por tren a algún lugar lejano, La Quiaca o Tierra del Fuego, por ejemplo. Previamente habría que desfigurar la cabeza con un soplete y enterrarla a cierta profundidad en los bosques de Ezeiza. Además debería borrar las impresiones digitales con ácido. Este plan tiene la gran ventaja que me proporciona mucho tiempo. Las encomiendas llevarían destinatarios con direcciones inexistentes y seguramente quedarían en depósito hasta que la fetidez de la descomposición venciera la resistencia de las varias envolturas de plástico sellado. Una vez descubiertas, la policía se abocaría a la identificación de la persona, todo ése proceso llevaría semanas, o meses, y ya se sabe lo que es la burocracia del correo, de la policía, y de los organismos judiciales.
Las desventajas: es muy sucio, requiere cierta habilidad para el manejo del cuchillo o el serrucho, (yo nunca pude siquiera trozar un pollo correctamente), debería hacer los despachos de encomiendas en forma personal, algún empleado memorioso podría reconocerme al cabo del tiempo y testificar en mi contra. Conclusión. Muy trabajoso y arriesgado.
2) Disolución del cuerpo en una batea con ácido. Bueno, aquí entraría a jugar la química, materia que siempre me llevé previa. Para efectuar ésta tarea tendría que informarme bien sobre cual es el ácido más conveniente para el fin propuesto, el muriático tal vez. Averiguar que pasa con los huesos, finalmente considerar como desprenderme de toda esa sopa. Porque podría, como posibilidad, irla tirando de a poquito por el inodoro, pero si el ácido produjera corrosión en los caños cloacales, bien pudiera suceder que originara un serio problema sanitario en el barrio con consecuencias no deseadas para mí. Por otra parte, seguramente impregnaría la casa de un fuerte olor, muy desagradable y difícil de erradicar. La ventaja es que se trata de un trabajo limpio que no deja ninguna posibilidad de identificación del cuerpo. La desventaja reside en que informarme me llevaría demasiado tiempo, y los cadáveres son impacientes, no esperan. O mejor dicho, se pudren de esperar. Conclusión: demasiado complicado.
.
3) Entierro liso y llano. Ponerme a cavar una fosa en el jardín es sumamente peligroso. El barrio tiene miles de ojos y alguien me vería cavando, un hombre solo cavando, siempre es sospechoso. Además tendría que sacar al muerto de noche, meterlo en la fosa y rellenarla con tierra, luego allí crecerían una cantidad inusual de plantas. No va. Si lo entierro, tiene que ser en la cocina. Levanto la cerámica, aprovechando que no están los vecinos, con un pico rompo la losa de material, llego a la tierra, cavo la fosa, meto el cadáver y lo cubro con cal viva. Relleno nuevamente con tierra, con cemento y arena hago una mezcla y remiendo la losa. Me voy a un corralón de Juan B. Justo, compro unas cerámicas iguales a las que había y las coloco. Limpio todo, meto los escombros en bolsas y las voy a tirar lejos con el auto. ¡Genial, simple, verdaderamente genial!
Demás está decir que elegí y llevé a cabo, a la perfección, el plan número tres. Todo salió como la había planeado, sin el menor inconveniente. Levantar el piso fue una pavada, romper la losa me costó tres horas de trabajo, dos más cavar una buena fosa amplia y confortable. Metí al desgraciado, lo cubrí con cal, después rellené la fosa con la tierra. Con tres bolsas de cemento, dos de arena, preparé una mezcla como no la hubiera hecho el mejor albañil, y reconstruí la losa. Me fui a Blaisten, en la avenida Juan B. Justo, conseguí exactamente el mismo modelo de cerámicas que había roto, las coloqué de pared a pared. Cuando me deshice de los escombros y del revólver, limpié todo cuidadosamente, operación que repetí varias veces. Ni yo podía creer que realmente en mi casa hubiera sucedido algo anormal.
Convengamos amigo lector, que mas allá de las consideraciones, éticas o morales, a las que Ud. pueda estar atado, merezco un crédito por mi inteligencia, capacidad de análisis, creatividad, y por supuesto, el reconocimiento de que el trabajo realizado fue una pequeña obra de arte.
Como inevitablemente sucede, la historia continuó. Al cabo de un par de meses, los familiares directos del insecto, justamente eliminado, decidieron radicar una denuncia por desaparición de persona. La policía, lentamente, comenzó a moverse interrogando a todos aquellos que hubieran tenido alguna relación con el desaparecido.
Un día en el que mi madre había venido a visitarme y tomábamos té con tostadas recordando viejos tiempos, sonó el timbre de la puerta de calle. Era un señor de mediana edad, aspecto agradable, trajeado como al descuido, que se identificó como el Inspector Carlos Suárez de la Policía Federal. Sin inmutarme, lo hice pasar y le serví una taza de té.
Mirándome fijamente, era obvio que sabía todo sobre mi persona, con amabilidad, me hizo saber que había razones para suponer que el sujeto de marras en realidad estaba muerto, comenzó a hacerme un sinfín de preguntas sobre mis relaciones con el mismo. Yo imperturbable, frío como un témpano de hielo, se las respondí una a una, con total seguridad. Mi madre, de tanto en tanto, metía la cuchara para decir cosas tales como:
-Pero señor oficial, usted no estará insinuando que mi nene tiene algo que ver con esta desagradable situación, yo que soy la madre y que lo conozco mejor que nadie, le digo que es un santo...
Y tanto las decía, que ya un poco nervioso, le pedí que se fuera a recostar un rato, porque tenía cara de cansada. Bastante ofendida, así lo hizo. Luego de una hora de interrogatorio, al polizonte se le terminaron las preguntas, satisfecho con las respuestas recibidas, e impresionado por mi entera seguridad, aceptó otra taza de té y pasamos a hablar un poco de fútbol, finalmente se levantó para retirarse. Ya en la puerta de calle, yo le grité a mi madre que se hallaba en el dormitorio, -Mamá, el señor oficial se retira...
Ella apareció sonriendo con algo en la mano, mientras decía muy orgullosa, -Ay, señor oficial, para que vea que clase de persona es mi hijo, mire lo que encontré, fíjese que prolijidad... y le alcanzó mi cuaderno de quinto grado.
Como bien había supuesto desde un principio, ni yo ni el excelente abogado que me representó, pudimos convencer al Juez, ni a nadie, de mi inocencia, de que en realidad se trató de un accidente ocasional, de un acto de justicia divina para terminar con la existencia de un ser execrable e indigno de vivir.
|