Me desarmaste.

Tuviste el descaro de jugar a quererme.

Admito que, ante lo de desconocido de lidiar con un corazón roto, sucumbí de la forma más cruel.

Tuve que drenar, de a una, cada maldita lágrima que te tomó como origen.

De verdad esperaba más de nosotros. No sé, tal vez terminar de gustarnos y aceptar completamente nuestras formas de ser. O ir más allá y aterrizar en la piel el deseo mutuo, conocernos por completo y empezar a amarnos.

También estaba el poder vernos de frente, mirarnos cada parte del cuerpo, sentir arder la emoción mezclada con nerviosismo y atreverse a abrir la boca para simplemente llenar nuestro aire compartido de palabras honestas. Pero nada de eso pudo suceder. No te llegó el valor necesario para enfrentarte a mí, la mentira que te llevó tantos días gestar, no tuviste manera de guardarme el tiempo ideal para no ser efímeros.

Hubiese preferido oír de ti la realidad; escuchar de tu boca su nombre y esa razón específica del porque el amor sabía mejor con ella que conmigo. Dar por terminado el placer de estar juntos, y dejarte marchar hacia nuevos labios.

No era mucho pedir un poco de honestidad. Te quería lo suficiente para no aferrarme a ti, para ser sensata y agradecer cada instante invertido en mis locuras, para controlar cada impulso irracional, para dar la bienvenida al dolor y al vacío temporal que representaba tu ausencia y, finalmente, para dejarte partir.