En la esquina de los lácteos
Mi carro de supermercado chocó con otro en la esquina de los lácteos.
Fue una colisión leve que me hizo levantar la mirada para ver a mi distraído oponente. Sorprendida encontré un rostro que conocía muy bien y que en esos momentos, al igual que yo, gritaba sorpresa. Luego de un pestañeo, sus ojos brillaron de esa manera que yo conocía muy bien y finalmente con un toque de burla en su voz le escuché decir: ….que manera de encontrarnos de nuevo….
Intenté cambiar la expresión que se había pintado en mi rostro por una más formal y responder con un típico e irónico: tú siempre tan estrellero, pero me fue imposible. A su lado una rubia con aires de posesión, enseñando un maquillaje casi teatral para esa hora de la mañana y un cuerpo embutido en un ajustado vestido que revelaba su exuberante pecho tocado por las sabias manos de un cirujano que abusó de la silicona para destacarlo, me miraba como a un bicho raro. Al verla debo haber puesto tal cara, que casi pude escuchar su risa como cuando en el pasado me contaba sus aventuras con el sexo opuesto.
Con ese hacer tan típico de su personalidad extrovertida, hizo a un lado su carro y luego el mío, se olvidó de la rubia con visos, mechas de colores, silicona y cirugía estética en más de alguna curva, y allí, al lado de los lácteos, me abrazó sin contemplación. Sin estar plenamente repuesta de la sorpresa del encuentro, me sentí apretada a su pecho y percibí cómo su mano derecha, tontamente subía lentamente por mi espalda para perderse en mi cuello. Lo hizo consciente y a sabiendas que ese roce me produciría todo un cosquilleo y que obligadamente me recordaría otros momentos pasados juntos.
Era esa su forma característica de saludarme. Le daba igual dónde nos encontráramos o con quién estuviéramos, siempre hacía lo mismo; me abrazaba y su mano automáticamente buscaba mi nuca con una caricia que él prolongaba hasta lo indecible, porque sabía que ella enloquecería mi piel. Disfrutaba intensamente haciéndolo, y luego con cara de niño que no ha cometido pecado alguno, me preguntaba – en la misma forma cómo lo hacía ahora: cómo estás…y las respuestas se iban de la mano con las preguntas.
Por sólo unos instantes nos olvidamos que estábamos en un supermercado, que lo acompañaba alguien que no me presentó y que me miraba con furia y yo no podía dejar de reír ni de repetir: no vas a cambiar nunca.
Fiel a su estilo me interrogó sin respiro sobre lo que estaba haciendo, lo que había hecho y lo que haría a futuro. Todo de golpe. Le miré intentando decirle que no era momento para confidencias ni para recuerdos, pero insistía en saberlo todo en pocos segundos. Volví a sonreír y estoy segura que mis ojos me delataron, porque los suyos preguntaban, indagaban e investigaban en mi retina y una pequeña luz le contaba lo que yo ocultaba.
En otro lugar, otro momento y sin público que nos espiara, posiblemente le habría relatado un loco encuentro pasional, cuyas huellas aún latían en mi piel. No podía ni quería entrar en detalles; había pasado mucha agua bajo los puentes desde la última vez en que nos habíamos confidenciado aventuras, desventuras, éxitos y fracasos. Siempre ocurría igual, me sometía a un interrogatorio a la par que me relataba lo suyo y finalmente sus manos comenzaban a actuar con ese quehacer increíble que me hacía olvidar todo, salvo su voz diciendo: no sé qué tienes, pero no puedo dejar de tocarte...
Esta vez no ocurriría nada de eso, yo no sabría ni quería saber qué le unía a la rubia y pintarrajeada mujer que le acompañaba, y él no se enteraría en detalle de que yo guardaba celosamente unas horas increíbles, pasadas junto a alguien tan especial, que estaba segura nunca se repetirían ni volvería a vivir, y que ni siquiera él, con toda su creatividad, podría inspirar o realizar.
Recuperé el carro y mi lista de compras librándome de sus hábiles manos. Su mirada besó la mía con un alegre y nostálgico hasta una próxima vez. La rubia caminó pegada a su lado, ondulando las caderas como si estuvieran en el lecho y yo continué colocando diversas cosas en el carro, mientras mi mente y mis sensaciones retrocedían unas cuantas horas en el tiempo. No pude evitarlo, suspiré, sonreí y recordé aquello de que quién solo se ríe…de sus pecados se acuerda!
Al llegar a casa descubrí casi maravillada que el pasado vivido junto a él y lo ocurrido hacía unas horas se había confabulado para que olvidara prácticamente la mitad de la lista de cosas que necesitaba comprar…
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