Revolviendo la cucharita
Introduzco la cucharilla en el pocillo que contiene el café, saco desde su interior el polvo oscuro con un leve balanceo y lo vacío en el interior de la pequeña taza, a sabiendas que a la menor desaplicación caerá sobre el mantel. Ya me ocurrió con el azúcar, un pequeño error de cálculo llevó parte de su contenido hasta la mesa y me dio el primer indicio de que más accidentes me ocurrirían sí dejaba que mis pensamientos jugaran a evadirse.
Dos o tres cucharaditas se detienen en el fondo húmedo de la taza. Allí esperan la llegada del amante líquido, que se apresura en fundirse en un loco y ardiente abrazo, transformando la infusión en un aromático y humeante brebaje oscuro en el interior de la taza. La alzo hasta besarla con el borde de los labios y unas gotas de su contenido se deslizan por mi garganta, dándome una sensación de tibieza que de pronto hace casi vívido el recuerdo que me ronda. Doy vueltas la cucharilla y se me hacen presente los artículos de un amigo periodista de la ciudad de San Juan, su columna lleva ese nombre: revolviendo la cucharita y él, en cada vuelta ventila asuntos públicos que levantan tormentas o densas polvaredas. En cambio yo sólo hago un movimiento automático y circular y mientras duran mis pensamientos incontroladamente se escapan de mi entorno y vuelan hasta otro día, otra hora y otro lugar.
Tal vez fue uno de esos días que están expresamente marcados en el calendario y que uno no los reconoce hasta que resultan ser diferentes a tantos otros, “Te espero en el restorán”, me dijo por teléfono y agregó: “encontrémonos a las dos”.
Ambos cumplimos cabal y puntualmente la cita y las horas se hicieron lentas; posiblemente por ello, por lo que hablamos y por lo que no dijimos resultaron tremendamente gratas. El mozo que nos atendió trajo sólo una taza de café aquél día, entonces pensé: debe ser miope o deficiente mental, los comensales somos dos. No sé si lo miré extrañada, o si ambos lo miramos de esa forma, lo único que recuerdo es que dándose cuenta de su error rehizo el camino hasta la cocina del restorán con pasos cortos y al compás de la música ambiental. Se tomó su tiempo, tanto que tuve dudas sobre la existencia de más cucharillas y tazas pequeñas en el local; para cuando regresó el agua del cacharro metálico estaba tibia y yo hice como cualquier artista mi rutina: café en el fondo, sobre él la azúcar y luego el agua inundándolo todo, con una diferencia en esos momentos: el aroma y el sabor dulzón no me interesaba, sólo deseaba prolongar el tiempo bajo la mirada verde, que lograba desnudar mis pensamientos haciéndome sentir diferente.
El vuelo irracional de mis pensamientos impide que escuche la pregunta, respondo en forma automática con un monosílabo que más que una palabra es un sonido gutural; puede ser tomado como una aceptación o una negación y el café me sabe horrible. Vuelvo a hacer girar la cucharilla en el interior de la taza y me aferro a ella como a la tabla de salvación que me permite continuar con los recuerdos de aquel día.
El mozo retiró los cubiertos y los platos desde la mesa con tal torpeza que me hizo pensar: nunca llegará a ser maitre de algún hotel importante, se pasará la vida en este restorán de playa, sin más pretensión que una buena propina. Las carpetas sobre la mesa le deben haber dicho que, aprovechamos la hora de almuerzo para seguir trabajando. ¡Qué equivocado estaba! Aquél no era un almuerzo donde junto a las migas de pan sobre el mantel se tejen proyectos laborales; era sólo el preámbulo de otras horas lejos de cualquier mirada. A sabiendas de su falta de destreza, el mozo enmendó errores ofreciendo un bajativo que no fue incluido en la cuenta final y divertida pensé: con una sola gota más de alcohol en las venas, le imploraré que duerma entre mis brazos.
Habíamos iniciado el almuerzo con un aperitivo, aquél clásico brebaje que siempre tomamos desde que nos conocimos, el mismo que una vez me subió a un avión deseando quedarme en tierra junto a mi otra piel. La cucharilla se me escapó de las manos y la tácita tiembla como lo hago yo con los recuerdos, es una luz de advertencia, mis pensamientos se han abrazado a esos otros momentos y vuelan demasiado alto, debo aterrizarlos sobre el mantel de lino. Como un experimentado piloto bajo el tren de aterrizaje de mi nave enamorada y toco tierra en la realidad de un comedor vacío, con un café intomable y frío que me devuelve a la realidad. Miro la colección de tazas que alguna vez inicié y que terminaron colgadas del muro para que no se quebraran y me doy cuenta que estoy tan sola como ellas lo están en la pared y aterrada me pregunto ¿ qué fue lo que respondí, una afirmación o una negación? y no encuentro la respuesta en mi memoria, que insiste en volver una y otra vez a la mesa que miraba el mar; y siento que una lágrima se me escapa para caer en el interior de la taza formando argollas concéntricas que quiebran el embrujo de los recuerdos.
Me levanto. Camino en dirección a la cocina, mientras equilibro la taza en la diminuta bandeja del café. Sacudo la cabeza intentando borrar lo que nadie jamás podrá quitarme, apago luces, enciendo otras y me enfrento a una torre de platos, que esperan ser lavados. La realidad me abofetea, el lavaplatos está impaciente por verse libre de su contenido, ya no tiene más cupo y tampoco quiere recuerdos ni sueños prohibidos. El sabe lo que ocurre cuando ellos están presentes, la loza se escapa de las manos, nada se salva. Cruelmente me enfrenta al presente, obligándome a dejar el ayer en un rincón de la memoria para saborear la amargura de su ausencia en mi vida cotidiana. Entonces experimento el deseo de gritar su nombre; sin embargo callo y la loza estila en el fregadero sana y salva.
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