EL DENTISTA

Odio ir al dentista. Es algo que no puedo superar; no soporto estar boquiabierta y que me trajinen las muelas o los dientes; me duele todo y tengo la sensación de que me trepanan el cerebro. Debe ser un problema que viene desde tiempos remotos, cuando el viejo señor Palma me hacía sufrir con sus taladraciones, y yo evitaba por todos los medios a mi alcance cumplir con la revisión anual. Por esos días lloraba, pataleaba y gemía como una Magdalena en el maldito sillón… Hoy día estoy obligada a guardar compostura... se supone que una adulta no hace esas cosas.
En una oportunidad le confesé esta debilidad incontrolable a un amigo y sabiamente me aconsejó concentrarme en otra cosa y me quedó dando vueltas la idea y decidí ponerla en práctica a la primera oportunidad. Este año he debido asistir semanalmente al suplicio del sillón dental, claro está que en una consulta con música ambiental, linda vista a la avda. Apoquindo y con un profesional de muchos galardones, que ha intentado arreglar en varias piezas el daño que me hice comiendo almendras confitadas; entonces cada martes a eso de las 5:30 me desplomo resignada en su moderno y anatómico sillón, que sube y baja silenciosamente, mientras me culpo mentalmente de mi afición a los caramelos.
No bien termino de reclinar la cabeza, cierro los ojos y obligo a mi mente a divagar. En una de las últimas sesiones me acordé del consejo de mi amigo y centré mis pensamientos en la figura de un hombre que me trastorna, tiene pelo entrecano, manos hermosas, piernas largas, bonito rostro, elegantes bigotes, y lo he visto un par de veces muy serio y pensativo sentado en un sofá de color amarillo de la antesala de mi abogado. Me pregunto de qué color serán sus ojos, entonces los dibujo en mi memoria, casi sonrientes, casi claros, casi obscuros. Elijo finalmente un color verde botella porque creo que le darían un aire diferente y distinguido. Su boca me resulta un misterio, quisiera saber cómo serían sus labios sonriendo, pero más que eso, me gustaría tocarlos y conocerlos con los míos. Sus sienes también me atraen y en especial todo su rostro, hasta el punto que juguetearía con mis labios en su barbilla firme, y le permitiría a su boca que se engolosinara con la mía, hasta ver como se endulza su mirada. No puedo negar que mis manos anhelan atrevidamente trajinar bajo su bien planchada camisa y recorrer su tórax hasta descubrir todos sus rincones.
Le he visto tan serio y pensativo en ese sillón amarillo, que ahora experimento un deseo incontrolable de sentarme en sus rodillas y desordenar su bien peinado cabello, mientras mis manos intrusas y hambrientas de su temperatura trajinaban dichosas bajo su chaqueta hasta obligarlo a abandonarse a mis eróticos juegos.
Creo percibir un quejido escapando de sus labios cuando mis manos hacen caminos en su piel, hurgando y acariciando con movimientos lentos y acompasados. Otro quejido me indica, junto con un leve movimiento corporal, casi de acomodo, casi de extensión, que él responde apasionadamente a mi juego, enreda sus manos en mi pelo en una caricia loca, casi enajenada, y luego las aventura por mi espalda con movimiento de ascensor. Gime guturalmente en un abrazo fieramente pasional.
De pronto, el hombre pensativo y serio del sillón amarillo, me abraza con tal fuerza que me hace sentir frágil y en un solo movimiento me lleva hasta la alfombra de la antesala de mi abogado, donde quedamos tendidos sobre su suave superficie, que resulta ser testigo mudo de su magnífica invasión.
Sus labios sobre los míos ahogan prácticamente el gemido que se me escapa. Abro los ojos… la música ambiental penetra fuertemente en mis oídos, a la par escucho una voz que me llega desde lejos:
- Espero que no le haya dolido mucho, la anestesia durará todavía por un par de horas... La veré la próxima semana….