FLORES CARMESI
Era uno de esos extraños atardeceres que como una predicción, parecen un baño de fuego y de sangre. Más que un camino era una simple huella de tierra y piedras, donde golpeaban con fiereza las herraduras nuevas de su caballo. Había perdido virtualmente dos horas en el poblado anterior, el herrero se tomó su tiempo con el yunque y la fragua; sentía la garganta seca y la frente mojada bajo el ala de su sombrero. Era una tarde con la clásica temperatura ambiente de la pre-cordillera, el calor lo aplastaba y lo hacía maldecir sin miramientos la soledad de la quebrada. Le era posible escuchar el balido de las cabras de una majada, aislada y casi colgada entre el cerro y el valle. El andar cansino de la bestia lo hacía despotricar por el ganado dejado en la veranada, y no encontró mejor forma de desahogar sus molestias que maldiciendo también al fuerte sol que quemaba sus antebrazos al descubierto. Pero, no sólo lo hacía con el astro rey. También lo hacía con su vida de baqueano errante, vagabundo sin hogar ni lecho tibio donde dormir, por toda propiedad su montura, la manta, una choca, la bestia y una bolsa de víveres secos. Se le vino a la memoria, de pronto, el recuerdo de cuándo le ofrecieron un trabajo en la ciudad, dio tumbos por ella durante un largo tiempo. Le cansó su gente y ese andar agitado, siempre de prisa, que tienen como pegado en el alma, y decidió volver a lo de siempre: las quebradas, los cerros, la cordillera, los pastos altos y sus animales. Se sentía mejor arreando ganado, pero en su fuero interno echaba de menos a la Matilde; la había conocido en la casa del abogado que lo sacó del lío de la quinta de recreo, esa vez en que se peleó a combos y con cuchillo con un futre de la capital. El tipo se creía muy macho y con derecho a todo y ninguno de los presentes salió en defensa de la niña que servía a las mesas: el futre en cuestión la tenía acorralada contra la barra y la manoseaba como sí estuviera en su derecho. Entonces él, que no conocía a ninguno de los dos, intervino porque a su entender a las mujeres hay que ganarlas con palabras bonitas, algún engañito y muchas atenciones, pero jamás forzarlas. Cruzó palabras con el abusivo y éste lo encaró pegando primero y lo envió con toda su humanidad al suelo de tierra del local; se levantó como pudo y devolvió al capitalino un revés que lo hizo pasar por arriba de una mesa y dar vuelta una ponchera, dos sillas y también a sus ocupantes. Los parroquianos se hicieron a un lado, para que hubiera " cancha libre ": era la hora del espectáculo gratis y comenzaron a avivarle la cueca. Los golpes intercambiados fueron incontables, dio y recibió trompadas que le dejaron la cara bañada en sangre. De pronto el capitalino sacó una navaja y él para no ser menos peló su cuchillo de monte, el mismo que ahora lleva atravesado en la faja y que sirve para comer y para descuerar animales. De la pelea sacó varias conclusiones: la primera es que todos los que estaban presentes se hicieron humo cuando llegaron los de la ley; la segunda, que no había forma de borrar el tajo que le cruzaba el pecho y la tercera, la más cara de todas las conclusiones, que pasó tres meses tras las rejas y allí conoció al patrón de la flaca.
El abogado era un gallo chico y mandón. Según decían adentro, tenía más influencias que el mismo juez de la causa; la cuestión es que lo sacó libre de polvo y paja. Del futre capitalino nunca más se supo, pero en el juzgado escuchó que había estado casi el mismo tiempo que él estuvo tras las rejas, metido en una cama y forrado en vendas. No era para menos, se llevó la peor parte: una oreja que a las largas o a las cortas le iba a dar el apodo de " el taza "; nunca más comería choclos, puesto que le había sacado los dientes delanteros con el primer chopazo. Las cosas de la vida, se dijo. El patrón de la Matilde no le cobró ni un peso por defenderlo, pero él no era hombre de deudas, así es que se consiguió su dirección y le llevó unos quesos de cabra, como muestra de su agradecimiento y al ver a la flaca, pensó que tenía que pagar muy de a poco, algo así como en cuotas; de ahí en adelante, sagradamente cada semana llegó hasta la casona y con dos sonoros golpes a la mano extraña que colgaba en el centro de la puerta, llamaba. Aparecía la Matilde y a él, automáticamente, se le secaba la boca, casi tanto como la sentía ahora. La flaca al principio lo miraba con desconfianza, pero, un día en que él andaba rondando las cercanías, llegó el abogado con su señora, lo miró fijamente y le dijo:
- Mira, hombre, ¿no eres tú el de la pelea en la Quinta de Recreo?
- Sí patrón, le había respondido.
- Muchas gracias por los quesos que me trajiste, pero no tenías porqué molestarte...
- Es que usted me sacó de la cárcel, estoy en deuda, patrón.
- Nada de eso, a mí no me debes nada.
Efectivamente era así: él no tenía nada que pagarle, lo había hecho el futre de la navaja, para que no se supiera de sus manos largas y de sus andanzas en las Quintas de Recreo. La flaca le había contado eso tiempo atrás. Lo escuchó en una comida en la que don Gustavo relató todo el bochinche a sus elegantes invitados que deseaban saber hasta el último detalle de la monumental pelea que había sostenido defendiendo a la niña que servía las mesas. Cuando la flaca le contó lo que se habló en la reunión social, él se quedó pensando: " güen dar con la gente rica, las cosas que les preocupan: una pelea a cuchillo " En cambio a él sólo le preocupaba la flaca, lo tenía loco, sentía deseos de quitarle la ropa, pero ella lo esquivaba y siempre le decía:
-No vís que nos pueden ver. Quédate tranquilo y deja de trajinarme.
Y a él se le iban las manos por debajo de las enaguas y la atracaba contra la pared del portal. Cómo le gustaba besarla y recorrerla entera, era suavecita la flaca y tenía un olor rico. Cuando apasionado le decía: puchas que olís rico, ella le respondía: No vís que es perfume que me regala la señora?
Qué sabía él de perfúmeles, él conocía las yerbas de la cordillera y se las traía en manojos, fresquitas. Ahora mismo le llevaba a su amor, de todas un poco, quería llegar luego y aún le faltaban unas buenas horas de camino.
El sol arrancaba destellos metálicos en la distancia, casi como cuando encontró esos tachos tan raros en una quebrada cercana. Con ellos en la grupa del caballo se fue donde don Lucho y se los cambió por víveres. El trueque era algo normal en su vida, bajaba con quesos, cueros y yerbas, a veces lo vendía todo, pero, cuando le iba mal se iba al boliche de don Lucho y se lo cambiaba todo por comida y enseres. Una vez le compró allí un chal a la flaca y ella se lo puso en el día de salida, se veía casi tan elegante como doña Alejandra.
La patrona de la Matilde era rubiecita, blanca y de ojitos claros, tanto que a él le parecían hasta tristes y no andaba muy equivocado; la señora del abogado no era feliz con don Gustavo… al parecer él se había casado más por conveniencia que por amor. Según decía la Matilde, la señora llegó desde la capital y era hija de un político importante, nada menos que de un Senador que tenía mucha plata. Esa era la razón por la que se casó con ella el abogado, por el dinero del suegro y don Gustavo pintaba para lo mismo: quería ser diputado. La Matilde también le contó que había otra señora en la casa, una que llamaba “niña” a doña Alejandra. Tamaña insolencia, pensaba él, el haberla criado no le daba ese derecho, esas confianzas, pero aparentemente a la señora no le molestaba.
A la huella del sur, la gente la llamaba camino y según decían algún día sería una magnífica carretera que uniría el país de extremo a extremo, pero habrían de pasar muchos años para que él viera eso. Por el momento él andaba por ahí, por la huella como decían los baqueanos, por donde pasaban de tanto en tanto esos automóviles nuevos, cuadrados y oscuros que levantaban unas nubes de polvo. Gracias a los años que llevaba recorriendo esos faldeos cordilleranos los conocía en cada piedra, cada recodo y todos tenían nombres que les habían dado años atrás los baqueanos que llevaban sus animales a pastar arriba en la cordillera. Según contaba su taita, también él llevaba a sus bichos a los pastos altos, y desde entonces ninguno de ellos se aventuraba al caer la tarde por esos lados. Por aquéllos años los asaltos eran el pan de cada día y los maleantes o bandoleros no sólo les quitaban los cueros y los quesos, también y muchas veces la vida. El lugar más peligroso de todos era la " curva del diablo o de la muerte ", porque allí se producía una situación extraña, uno no veía sí venía alguien del otro lado, por lo que había que evitar ser tomado de sorpresa y él que se acercaba a ese lugar, debía estar atento…
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El automóvil golpeaba sus ejes sin cesar en el áspero camino y al hacerlo estremecía su fuerte carrocería. A medida que se alejaba de su punto de partida iba dejando tras de sí una nube de polvo que como cortina desdibujaba y mimetizaba su figura recortada entre riscos y quebradas. Originalmente sólo transitaron por ese camino mineros, cateadores y baqueanos; no había entonces otro medio de locomoción que no fuera el que proporcionaban los animales de silla o de tiro. Paralelo a él y en la ladera opuesta corría la línea del tren de trocha angosta que a ratos desaparecía entre túneles para reaparecer sobre puentes, que unían magistralmente las grandes quebradas. Esos cerros, esas quebradas y esas laderas, eran testigo diario del resoplar de las locomotoras arrastrando el convoy de coches y carros de carga. Aquel viaje y cualquier otro habría sido más cómodo en el tren, pero también habría sido menos discreto que el que realizaban ocultos en el interior del Ford negro del año 30, cuadrado como un cajón y firme como un ataúd. Gracias al él interponían kilómetros entre ellos y su pasado.
La vieja huella de cateadores, posiblemente era heredera de trazados incaicos, observaba calladamente el desplazamiento del automóvil que parecía volar entre cuestas y bajadas, mientras en su confortable interior - tapizado en felpa gris- el viaje se hacía grato para la mujer, que miraba el paisaje a través del parabrisas recto del vehículo. Sin lugar a dudas, ella disfrutaba de la cambiante pintura que ofrecían las pocas majadas del sector y sus corrales construidos en piedra, chusque y barro que conformaban anillos fáciles de distinguir a lo lejos. Un hilo de agua corría cerca de la choza del cabrero y los animales pastaban en un campo seco y pedregoso, hasta que el sonido del motor del vehículo agitó la tarde estival.
La tarde continuaba calurosa, el polvo levantado por el automóvil penetraba inexorablemente al interior del vehículo, posándose sin miramientos en el vestido floreado, extendiéndose como un velo por el pelo y por la aterciopelada piel de la mujer.
Pese al calor y al polvo, ella sonríe al mirar al conductor, lo hace con amor y su rostro se ilumina realzando una belleza plácida. Es hermosa, sin lugar a dudas, y naturalmente elegante. Él es apuesto, viril y sostiene el volante con manos fuertes y cuidadas. Lo hace con atención, cada curva, cada bache, cada obstáculo lo sobrepasa cuidadosamente; sabe que pronto enfrentarán ese paso estrecho que los lugareños a raíz de los numerosos accidentes han denominado " paso de la muerte”. Es una curva, un simple recodo que quedó cuando el cerro se negó a ceder paso al progreso y al nuevo trazado. Allí la vieja huella de mineros, cateadores y baquianos se aferró al pasado y coquetea con el vacío y la muerte. Aquellos que se aventuran por las serranías lo saben y lo aceptan; ellos también. Superado el peligroso paso, iniciarán el descenso al valle y una vez en él podrán disfrutar del encanto de la ribera del río que en su búsqueda de mar, juega entre sauces y pimientos, como una quinceañera en vacaciones. Es un río de aguas cristalinas, viene cantando de piedra en piedra desde la alta cordillera y a su paso refresca a los viajeros y apaga la sed de las majadas. Su andar en dirección al mar es largo y el camino dibujado a punta de pezuñas de mulas y burdéganos baja junto con él. El cauce lo acompaña durante un largo trayecto luego se aleja y retoma otros faldeos hasta encontrar un paso suave y bajo por las lomas, que lo lleva definitivamente al mar.
Dos largos días se necesitan para llegar a la capital; son cientos de kilómetros entre valles y cadenas de cerros. En suma un camino en el que cualquier cosa puede suceder y ellos, como tantos otros, están conscientes de los peligros que los acechan.
Mientras ella mantiene los ojos cerrados, él la mira con amor. Viaja con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, a ratos sonríe, a ratos parece llorar, es que está pensando, más bien recordando, aún cuando ese camino áspero, seco y polvoriento en nada justifica los recuerdos que se agolpan en su memoria. Lo primero que visualiza es la amplia y gigantesca escala de la casa paterna, aquélla dónde posiblemente todo comenzó. Sus peldaños estaban recubiertos por una alfombra roja, que como un sendero escalaba peldaño a peldaño hasta llegar al rellano donde estaba su atalaya, su escondite y puesto de observación. Desde allí ella podía saber cuanto acontecía en la planta baja; trozos de conversaciones, frases aisladas, comentarios al pasar llegaban hasta sus oídos. Para saber quiénes llegaban a su casa debía introducir la cabeza entre los torneados balaustros y así fue como un día Gertrudis descubrió su secreto: se quedó atrapada entre dos de ellos y la gobernanta escuchó su silencioso llamado de auxilio, cuando justamente revisaba unos detalles de la recepción de esa noche. Subió rápidamente hasta ella y le hizo prometer que no lo volvería a hacer, pero fue una promesa rota una y otra vez. Gertrudis nunca reveló su secreto infantil y tampoco lo haría ahora. Entonces ni su madre ni su enérgico padre se enteraron jamás de sus andanzas por el rellano de la escala. Ella estaba segura de la mujer que la había criado. Conocía su discreción y esa tarde, la de la fiesta, se le venía vívidamente a la memoria: Ernesto vestía chaqueta blanca, pantalón negro y una humita del mismo color. Gertrudis lucía un riguroso vestido negro, con puños y cuello blanco. Por la mañana la había escuchado dar instrucciones al personal de la casa y también a ella le había dicho:
- Niña, por hoy nada de juegos, nada de bromas con Ernesto. Te portarás como una dama y no saldrás de tu habitación.
Naturalmente ella se olvidó de las recomendaciones, porque esa noche su casa era como una colmena a medio día. Ernesto hacía interminables viajes a la cocina portando grandes bandejas hasta el salón grande, donde los invitados consumían las viandas. Algunos paseaban en los jardines que rodeaban la construcción; hombres y mujeres hablaban a coro y sus voces o sus risas, trepaban desordenadamente la escala. De alguna manera le contaban lo que abajo sucedía entre grandes copas de coñac o los delicados pasteles que consumían las señoras amigas de su madre. Por aquéllos días Ernesto debía tener unos veinte años de edad, era un mocetón sano y alegre, casi un niño, aunque a ella le parecía un hombre sabio. Había nacido en el campo, allí donde las tierras hablan de tradiciones, de rodeos, arreos, ganado, en la hacienda de su abuelo Gaspar de la Cerda. Ernesto era uno de los hijos del caporal. Inquieto e ingenioso logró que su patrón lo llevara a la capital y desde entonces, vestido elegantemente, atendía a los invitados de la casa de don Tomás y esa tarde en que todo era ajetreo en la planta baja, Ernesto miraba hacia la parte superior de la escala, sin saber a ciencia cierta sí ella estaba allí, e imaginando que no habría seguido las instrucciones de Gertrudis hacía girar las bandejas sobre su cabeza, como una vez dijo lo que había visto hacer en un circo, y ella, que siempre aplaudía su rutina, escondida en el rellano lo veía girar como un payaso, hacer una venia y abrir la puerta de la cocina con un seco golpe del trasero. Era un mimo genial, un simpático payaso y Gertrudis parienta lejana de él, siempre lo amenazaba con enviarlo de vuelta al campo. Bastaba que ella dijera eso para que Ernesto se tranquilizara, porque él no podía ni quería dejar la casa, no mientras estuviera la Chabela en ella.
La Chabela era una morena de carnes duras y cimbreantes andar y cuando no andaba preocupada de sus menesteres se dejaba perseguir por Ernesto en cada rincón o en la escala de la casa. Ahora desde la perspectiva de los años entendía que estaban enamorados y que aquéllos juegos no eran otra cosa que una forma de disfrutar de lo que sentían: amor, en cada trozo de la piel, como el que ahora ella experimentaba. El matrimonio de Ernesto y Chabela no se hizo esperar; se casaron en la casa de la hacienda, fue el primer enlace por amor que ella conoció.
En la casa de sus padres las actividades diarias comenzaban temprano. El primer desayuno con pan recién amasado era para su padre, quien lo tomaba en la biblioteca y lo hacía leyendo la prensa matutina. Hasta allí llegaba silenciosamente Ernesto, portando una bandeja que colocaba sobre la mesa de trabajo del senador, en un costado de ella iba la taza para el café con leche e inmediatamente al lado la canasta conteniendo el pan aún caliente y cubierto con servilletas de lino. Diminutas fuentes de cristal exponían un surtido de mermeladas preparadas por Estelvina, la cocinera. Su padre untaba el pan con la mantequilla fresca que traían del campo y sin despegar los ojos del diario, comía en silencio como un autómata y Ernesto permanecía cerca, atento y también callado, esperando a que su patrón - como lo llamaba en la privacidad de la cocina- terminara su comida.
Su padre solía amanecer de mal talante y la biblioteca era lo suficientemente amplia como para contener sus pensamientos sin interrupción de ninguna especie; de ello se encargaba Ernesto que cual sombra protectora, vigilaba que nadie ni nada interrumpiera al Senador.
Gertrudis había dicho esa mañana mientras la ayudaba a vestirse:
- Niña...siempre la llamó así, también hoy lo había hecho al abrazarla. Desde que tenía uso de razón había escuchado a la gobernanta llamarla de ese modo, tal vez porque era la menor de tres hermanas, quizás porque se hizo cargo de ella desde la cuna. Hoy cuando se despedía de ella, la apretó entre sus brazos y lastimeramente exclamó:
- ¡Mi niña!
Gertrudis no era dada a las expresiones de afecto, más bien era ruda y algo brusca en ese sentido, en cambio cuando la miraba, sus ojos expresaban todo lo que sentía. La quería, no había duda de ello, la quería como a la hija que nunca tuvo, siempre estaba dándole indicaciones. En aquella remota mañana de la fiesta en casa de sus padres le había dicho:
- No quiero verla husmeando por la cocina, menos aún escondiéndose en el rellano de la escala. Tampoco quiero que le celebre las tonterías a Ernesto y con aire doctoral había agregado:
- Tendremos muchos invitados esta noche, es un día especial, hoy se inicia la campaña y todo tiene que estar y salir perfecto.
Pese a su corta edad, ella ya sabía lo que aquello significaba, al menos creía entenderlo. Vendrían los amigos barrigones de su papá, hablarían mucho y dejarían escapar el humo de sus grandes habanos, mientras sus cenizas atormentarían a su madre, que imaginaría quemada su famosa alfombra persa. El salón se llenaría de un extremo a otro y la reunión se alargaría hasta altas horas de la noche y las voces subirían la escala o escalarían hasta su balcón, llegando hasta sus oídos mezcladas con risas y carcajadas. Esta no era la única reunión del año, muchas otras se celebraban por diferentes motivos. Entonces su padre después de cenar se iba con sus amigos a la biblioteca, dejaban las ventanas abiertas y entre copas de coñac planeaban, concertaban alianzas o simplemente comentaban sucesos sociales. Esas voces solían subir hasta su balcón enterándola de cosas como de la mujer de pelo rojo, la que vivía en las afueras de la ciudad y a la que visitaban todos ellos. También así supo de la Negra, la voluptuosa amante de su padre; de la doble vida del senador y de la de casi todos ellos. Nunca le llamó la atención que su madre no asistiera a esas reuniones. Mientras los hombres hablaban y fumaban en la biblioteca, ella se instalaba con sus esposas en el salón pequeño y según decía Chabela, se pasaban la noche hablando de muebles, viajes, niños, moda y lógicamente de sus sirvientes. En la biblioteca en cambio, además de la política, se hacían negocios y sus paredes forradas en ricas maderas nativas, guardaban celosas las intrigas y los planes de los contertulios. En ocasiones, como el lanzamiento de la campaña, participaban de estas reuniones los hijos mayores de los amigos de su padre y desde el rellano de la escala ella los veía llegar, del mismo modo en que vio ingresar a don Roberto con ese joven desconocido, que lo seguía a un paso de distancia, tal como decía su madre que era la forma correcta de caminar junto a su abuela.
Esa no fue la única vez en que vio al extraño muchacho en su casa. A medida que pasaron los meses su presencia fue más y más habitual y en la biblioteca del senador pronto se le escuchó exponer, mientras los viejos le escuchaban con atención. Al hablar caminaba de un extremo a otro, obligando a su auditórium a seguirlo con la mirada y si bien no levantaba la voz, era algo teatral en sus inflexiones. Tal vez por eso no le extrañó la vez en que tomando el té con sus padres, don José Tomás le dijo a su madre:
- Victoria, usted podría invitar al sobrino de don Roberto a tomar el té con nosotros uno de estos días ¿no le parece?
Su madre, como en todas las ocasiones en que su padre terminaba con esa pregunta, asintió y cumplió con la velada orden que estaba implícita en ella y a partir de entonces, ella debió soportar la presencia y en especial, la extraña forma de mirar del pariente de don Roberto Urrutia y González.
Ese año que tan vívidamente se le venía a la memoria mientras el automóvil avanzaba por el polvoriento camino que la llevaría a la capital y en cierta forma de regreso, fue un año de discursos, juegos políticos y constantes reuniones en la biblioteca de su padre. Don José Tomás de la Cerda y Cruz sería nuevamente senador y el comité de damas trabajaba para ello; todos los habitantes de la casa aportaron su cuota de trabajo y sus padres permanecieron largo tiempo fuera, visitando distintos lugares y asistiendo a manifestaciones políticas, que posteriormente se traducirían en votos suficientes como para que don José Tomás fuera considerado como la primera mayoría de los escrutinios. Para ella ese año fue de marcada soledad, profundizado por la ausencia de sus padres y por la de sus hermanas en Europa. Gertrudis y el personal de la casa se dieron maña para mantenerla siempre ocupada con sus deberes estudiantiles.
La primavera del año 32 trajo la tranquilidad a su vida y también cambios: el jardín se llenó de flores y su padre se enteró que había dejado de ser niña; ahora era una jovencita y según la costumbre debió pasar largas horas en la cocina, intentando descubrir los secretos de la cocinera. Según los planes de su madre, después del baile de presentación social, viajaría a Europa al igual que lo había hecho sus hermanas, para de esa forma terminar con su educación y estar pronto para casarse. El senador, por su parte, hacía planes para ella, y con sus hermanas mayores llegaron los baúles, los sombreros nuevos y los vestidos de última moda; también la mantelería, los encajes y todo lo necesario para el ajuar de una novia. Don José Tomás de la Cerda entraría al templo mayor con sus dos hijas y la hija de la condesa de Messina y Sierra derramaría lágrimas de emoción en su pañuelo de encajes. Mil invitados se aprestaban para asistir a la doble boda. Entre todos ellos estaría su abuela, la condesa emparentada con la nobleza castellana quien llegó tocada por un gran sombrero, y acompañada de dos tías solteronas que premunidas de abanicos e impertinentes, miraban casi escandalizadas los preparativos para la boda doble.
Tan pronto su abuela estuvo en frente a ella, le dijo:
- Tú debes ser Alejandra.
- Educadamente respondió a su abuela: Sí abuela, yo soy Alejandra.
Ella sólo conocía a la vieja dama por el gran retrato que había en la sala de sus padres, se dio cuenta que además de su serena belleza era inteligente y sagaz. A poco hablar la advirtió:
-Tu padre está pensando en casarte, mucho me temo que ya haya elegido al que será tu marido.
Los novios de Isabel y de Elena María también habían sido elegidos por don José Tomás mientras sus hijas estaban en Europa, de ahí las lágrimas de Isabel que no aceptaba los dictámenes de su padre .
Al escuchar el comentario de su abuela experimentó un estremecimiento. Temía la elección paterna y más que eso, se asustó ante la negativa del senador de escuchar sus razones. El llanto de su hermana mayor estuvo presente en su memoria por mucho tiempo. No olvidaría fácilmente el cambio que se produjo en Isabel aquel día en que le presentaron a su futuro consorte, un obeso ganadero del sur. La alegría de Isabel se apagó y se transformó en una mujer callada, triste y seria. Elena María tuvo mejor suerte, el joven cirujano resultó un buen marido y con el tiempo conformaron una numerosa prole.
Isabel por su parte nunca tuvo los hijos que el ganadero deseaba y un día, un par de meses después de la boda, sin que su padre se enterara ni alcanzara a ser advertido, puso término a su martirio y se escapó a Europa, escondiéndose virtualmente tras las faldas de su abuela.
Fue tan grande el escándalo que para don José Tomás su hija mayor dejó de existir y jamás admitió en su casa y menos aún en público, que su suegra la condesa María Alejandra Victoria Elena de Messina y Sierra, tenía más influencias que él mismo. Ni siquiera se dio por enterado, aunque escuchó con mucha atención el relato que decía que Isabel jugando con su abanico, éste se le escapó de las manos y voló por sobre varias cabezas nobles hasta aterrizar en la de un simpático italiano llamado Paolo, que resultó a la postre el hombre de la vida de su hermana.
Desde aquél escándalo había pasado un largo tiempo y se preguntaba mientras miraba el paisaje árido de la precordillera, ¿qué habría ocurrido sí ella hubiese imitado a Isabel?
Tiempo después de aquello su padre dijo al pasar:
- Es hora que Alejandra María se case.
Miró a su madre implorándole mudamente ayuda, pero doña Victoria, que sabía muy bien lo que significaban las palabras de su marido y que ya había vivido las dos experiencias anteriores, se dijo que no perdería el tiempo intentando hacerlo cambiar de opinión, por lo tanto calló y no le respondió.
A partir de entonces las miradas del joven abogado se hicieron cada día más audaces, hasta el punto que durante el Clásico del club Hípico, se permitió permanecer a su lado durante toda la tarde como si fuese su acompañante oficial.
Gustavo Pardo, el joven protegido de don Roberto, tenía la costumbre de jugar con la cadena de su reloj de bolsillo. Era un gesto característico en él, tal vez instintivo, quizás copiado de su protector, de cualquier forma, aquél día en el club Hípico jugaba con la cadena a la par que pensaba en su apuesta más importante: Alejandra María de la Cerda, Cruz y Messina. La vida comenzaba a sonreírle tras años de frustraciones, de trajes pasados de moda y de desaires de sus compañeros de estudios. En la facultad había sido el mejor de todos, pero no lo suficiente como para que lo invitaran a sus eventos sociales. Ahora, cuando todo era diferente él se cobraba la revancha; para ello se casaría con la heredera del senador y comenzaría su propia carrera política y lejos en el fondo de su memoria, quedarían esas horas tristes y esas noches sin dormir. Para llegar hasta donde estaba en la actualidad estudió hasta caer rendido, trabajó por casa y comida. La vida se le presentaba diferente y por ello aprovechaba todos los beneficios que le proporcionaba la amistad con los viejos hombres del partido, todos amigos de don Roberto. Él era uno más en su tienda política y ya se notaba la influencia que tenía en ella, gracias a su habilidad para descubrir los beneficios comunes y mutuos.
El senador, pese a pertenecer a otra bancada, no tenía secretos para él, y así fue como descubrió que se casó con doña Victoria de los Ángeles más que por amor, por la generosidad de la condesa y por la cuantiosa dote que la mujer aportó a sus escuálidas arcas. El haría lo mismo, seguiría sus pasos, se casaría con la nieta de la condesa y llegaría a ser el senador más joven de la república.
- No puedes hacerlo, te lo prohíbo, gritó Violeta.
- No permitiré que me dejes, amenazó Violeta.
Gustavo no respondió, miró con lástima a su amante; tenía un cuerpo hermoso, largas piernas, pechos abundantes, pero un cerebro pequeño como el de una mosca. No entendía lo que él decía, lo que él soñaba ni menos aún lo que esperaba de la vida. No había forma ni manera de explicarle que jamás se casaría con ella, que nunca la presentaría en el círculo social en el que ahora se desenvolvía, que jamás iría a la Opera con él y menos aún al club Hípico. Llevarla a esos lugares habría sido una vergüenza y un desprestigio. La pobre ni siquiera lograba entender que siempre sería sólo su amante y que él se jactaba y se jactaría de tenerla ante sus correligionarios, porque eso era bien visto, pero de ahí a salir con ella en público, jamás.
Qué difícil le estaba resultado la ruptura con Violeta; más que mujer era una hembra en celo. No entendía que lo que él hacía era un negocio y las palabras se estrellaban con la furia gitana de la mujer. La tomó por la muñeca y la obligó, doblándole el brazo, primero a callar y luego a escuchar. Entonces ella con rabia y lágrimas en los ojos, le gritó:
- Maldito, te maldigo mil veces, te odio, te detesto... Te arrepentirás de esto, algún día me vengaré.
No, nada entorpecería sus planes, ni siquiera la hembra que tantas satisfacciones físicas y sexuales le había dado. Gustavo giró sobre sus lustrosos zapatos y se alejó de ella, acariciando con su mano derecha la correa de oro de su reloj de bolsillo. Mientras caminaba, por primera vez en su vida se dio cuenta que, nada ni nadie sin importar el precio que tuviera que pagar se interpondría entre él y su futuro.
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El ruido del motor del auto quebró el silencio del valle cercano y la majada de cabras pareció revivir en la tarde estival, se movieron inquietas y Alejandra al verlas, creyó estar frente a un ballet, lo que le recordó el famoso Baile de Gala, que se realizó en el club hace tres años, el último sábado de noviembre. Es curioso, se dijo, en tres años mi vida cambió totalmente, la presentación en sociedad era el tema obligado en las reuniones familiares. Pese a que políticamente se pensó en lo poco adecuado de un baile de esta naturaleza frente a una economía disminuida a nivel mundial, las mujeres porfiadamente concentraron sus inquietudes en vestidos, lazos, cintas y acompañantes de las debutantes, en franca contraposición de lo que pensaban sus cónyuges, y doña Victoria no fue menos que las demás, subió hasta el dormitorio de su hija menor y más que invitarla a seguirla, se lo ordenó diciendo:
- Alejandra María, acompáñeme a mi vestidor.
Ella la siguió obediente y una vez en la salita que le servía de vestidor vio a su madre inclinarse en uno de sus baúles. Con un gesto teatral, doña Victoria sacó de él un vestido envuelto en papel de seda, que al desplegarlo en una cascada de vuelos y encajes, la hizo enmudecer.
Como sí nada, doña Victoria exclamó:
- Las mamás de tus amigas andan de costurera en costurera. Yo en cambio estoy tranquila. En mi último viaje a Europa traje desde allí esto para ti, veamos.
El vestido era de un raro color, casi como esos encajes antiguos y guardados por décadas. Tenía la pechera bordada, un escote que dejaría sus hombros al descubierto y un ruedo amplio como en cascada de encajes, que terminaba en una pequeña cola. Era una belleza sin igual.
Doña Victoria agregó:
-Llevarás el collar de las Messina y también los aretes. Como hablando para si misma agregó:
- Ambas joyas las lucí en mi presentación a la Corte, y volviendo al presente, sentenció:
- Cuando lo uses no debes olvidar quienes somos, aún cuando aquí no haya reyes ni reinas a quienes hacerles una venia. Luego, movió el vestido para que éste danzara un vals inexistente y la hizo subir al taburete donde Panchita, la costurera, solía probarle los vestidos. Con habilidad la despojó de su vestido de tarde y deslizó los encajes por sobre su cabeza, se alejó unos pasos y miró críticamente el conjunto, retornó a su lado, le sujeto el cabello por sobre la cabeza con la ayuda de unas horquillas y exclamó:
- Gira, ahora mírate al espejo.
La luna veneciana del vestidor de su madre le devolvió una imagen que la sorprendió, sus hombros desnudos delineaban suavemente su piel, el talle bordado del vestido destacaba su cintura y su busto y el rubor encendió su cara.
Doña Victoria de los Ángeles, ajena a sus íntimas sensaciones dijo:
- Eres el vivo retrato de mi madre.
- Me felicito por ello.
El vestido volvió a su papel y al baúl y ella regresó al dormitorio. Pensó en lo dicho por su madre y se dio cuenta que ella tenía razón; efectivamente vestida así era el vivo retrato de su abuela europea.
Los días previos al Baile pasaron rápido y los salones del club no daban abasto para contener a todos los invitados. Alejandra sentía que el collar destacaba aún más sus hombros desnudos y que todas las miradas estaban puestas sobre las gemas, su piel y su pecho virgen.
Su madre había sido determinantemente clara ante sus dudas de usar o no dicha joya, horas antes le dijo:
- Lo lucirás como todas las de Messina y escúchame bien, no quebrarás la tradición ni pondrás el buen nombre de nuestra casa en entredicho... (Meses después Isabel haría temblar la casa hasta los cimientos y doña Victoria sufriría un ataque, que puso en jaque el conocimiento de todos los médicos del país)
Y ahí estaba ella, Alejandra María De la Cerda-Cruz y Messina Sierra, casi una réplica del retrato que presidía el salón de su casa, tomada del brazo del senador entrando al gran salón del baile. Desde un rincón desconocido de su personalidad extrajo ese aire de lejanía, que caracterizaba a su abuela, levantó la cabeza y miró sin parpadear la rosa roja que galantemente le entregaba Gustavo Pardo.
Don José Tomás experimentó la sensación de escoltar a una princesa. Su hija menor no sólo era hermosa; también tenía la distinción innata de la familia de su mujer y mientras caminaba con ella, recordó la primera vez que vio a doña Victoria, en lo que la prensa mundial denominó El Baile de los Embajadores. A él asistieron todos los embajadores acreditados en Europa. Corrían los últimos días del siglo XIX y él estudiaba en Londres. Había pasado ese verano en el mediterráneo, como queriendo sacudir de su cuerpo las neblinas de Londres, y su tío, embajador en Madrid, lo invitó al baile y también le presentó a la tercera hija de los condes de Messina y Sierra. Dos años más tarde doña Victoria era su esposa y aval de todo su quehacer político.
Fue su primo Alfredo Guzmán de la Cerda quién primero le advirtió:
- No te extrañe que tu padre busque alianza con don Roberto y que selle el pacto con un matrimonio: la novia serás tú.
Luego confidencialmente agregó:
- He escuchado por ahí que Gustavo Pardo será la carta de triunfo de tu padre y tú serás el precio que él pagará por ella. Lo siento, prima, pero tu futuro está marcado por las cartas de la política nacional.
Alejandra pensó en rebelarse como lo había hecho tardíamente Isabel, pero era algo que no iba con su temperamento dulce y tranquilo, aún cuando sentía que sus entrañas se revolvían ante la mirada penetrante de Gustavo. Aquél día del Baile, cuando él le ofreció la rosa roja, la invitó a bailar y la obligó a experimentar la fuerza de sus manos en la espalda, como un claro preámbulo de lo que sería su vida junto a él. Alejandra se dijo: sólo un milagro evitará que sea desgraciada e infeliz toda mi vida y se resignó a su destino.
El cambio fue radical; de casi niña pasó brutalmente a ser mujer. Con una rudeza que nunca olvidaría, Gustavo se impuso en su vida íntima. Fue una boda fastuosa, casi insolente, asistieron todos aquéllos que tenían alguna vinculación política con su padre, opositores y gobiernistas brindaron por los novios. La Iglesia Mayor con dificultad contuvo a los invitados. Algo semejante ocurrió con el club, que adornado con flores traídas desde distintos rincones del país, se llenó de mesas bien provistas de manjares y una orquesta colaboró con su música para distraer la atención de los presentes de la ausencia de felicidad que reflejaba el rostro de la novia.
Como ocurriría en el futuro, Gustavo saludó con ella a cada uno de los asistentes y luego se enfrascó en conversaciones que la relegaron a un segundo término. Así sería su vida a partir de ese momento: sólo un bello adorno en la carrera política de su marido.
La luna de miel fue corta y ella esperó inútilmente viajar a Europa para librarse de la presencia de su marido en casa de su abuela, pero la política decía otra cosa: el período de campañas comenzaba y Gustavo tenía prisa por empezar la suya. Para ello eligió una ciudad de provincia para vivir y ella sintió que de alguna manera la arrancaban de sus raíces. En la pueblerina ciudad comenzó a descubrir las costumbres provincianas y añejas, que la transformaron sin querer en la invitada de honor de todas las tertulias. Mal que mal era la nieta de una verdadera condesa europea y su origen enloquecía a las damas de la sociedad. Su marido entretanto se mantenía en constante movimiento, por una parte ejerciendo su profesión de abogado y por la otra, extendiendo su poderío político.
Con la llegada de su primer hijo, creció en ella el deseo de luchar por una felicidad que veía remota. Su niño era hermoso, de gran parecido con su madre, pero con ojos oscuros y penetrantes como los de Gustavo. Con el bebé regresó a su vida cotidiana la fiel Gertrudis, quién bajó del tren atrayendo todas las miradas; con su aspecto de institutriz inglesa llamaba la atención y ella lo acentuaba sus trajes sastre y su abrigo largo. Después de abrazarla y besar al niño dijo:
- No se a qué mundo te ha traído este abogadillo... Niña, este tren es un desastre, no tiene coche comedor, tampoco salón.
Así como Gertrudis menospreciaba a Gustavo, éste la veía como una intrusa en su hogar, una espía de sus suegros, pero aceptó su estancia sin una palabra. Se daba cuenta que sería una buena compañía para Alejandra, disponiendo él de más libertad para ausentarse de la casa. Por aquéllos días Gustavo tenía por amante a la viuda de uno de sus clientes y esa relación era el comidilla de todos los salones de la ciudad.
Elena fue una bebita débil desde el momento en que nació y ella se alejó de las actividades sociales para cuidarla. Gustavo en cambio, tenía ocupados todos los días y casi todas las noches, ufanándose en decirle:
- No seré noble como tú, pero en la Corte de Apelaciones soy un rey.
La vida le sonreía al futuro diputado, pero esa felicidad no duró mucho tiempo. Pocos días después de cumplir un año Elena enfermó gravemente y el facultativo que la revisó, les dijo:
- A la niña le quedan sólo unos pocos días de vida, tiene un mal incurable.
Cuando Alejandra escuchó el diagnóstico sintió que el mundo entero se le venía encima. El doctor le habló largamente hasta que sus palabras hicieron que su angustia maternal fuera menor y una noche de finales de noviembre, la pequeña murió entre sus brazos y a partir de ese día, ella se negó a salir de su casa. Sólo quería estar en la habitación de la niña, acariciar su ropa y sus juguetes. Ni los ruegos de Gustavo ni los de su hijito tuvieron eco en su dolor. Faltaban pocos días para la Navidad, hacía tanto calor (como el que siente ahora en el interior del automóvil) que el aire comenzó a faltarle; tomó un chal delgado se lo puso sobre los hombros y abandonó su casa. Sin saber a dónde iba caminó, caminó y sus pasos extraviados la llevaron hasta la alameda donde cansada se sentó en un escaño y dio rienda suelta a su dolor. Una voz le dijo:
- Señora, ¿se siente bien?
Frente a ella estaba el médico que había atendido a su hijita. Lo miró como el náufrago que ve una tabla que se mece en el océano y lloró. Lo hizo como tal vez no lo había hecho nunca antes. Entonces él le habló y su voz fue suave, baja y tranquilizadora. Con sus palabras le devolvió la tranquilidad perdida y a partir de entonces, escucharlo se transformó en una necesidad vital.
Reanudó su vida social albergando la esperanza de encontrarlo en los distintos eventos que se celebraban y llegó el término del año, una gran fiesta despedía la década y daba la bienvenida al nuevo año que comenzaba. El Club Social se vio atestado de gente y ella, ajena a la alegría general, al levantar la vista sintió que su pulso se aceleraba y que nuevos colores se pintaban en su rostro. Desde un extremo del salón, Felipe sonreía para ella e iniciaba el acercamiento caminando lentamente en su dirección. Cruzó entre parejas que bailaban y ella pensó que todos se daban cuenta que sus rodillas temblaban, y cuando el doctor la sacó a bailar, temió no ser capaz de dar un solo paso, pero él la sostuvo con firmeza entre sus brazos y en un giro su mejilla rozó la barba de él, sus miradas se cruzaron y un raro destello brotó de las pupilas de ambos. A partir de ese día, el primero de otro año, su vida cambió y se transformó en una vorágine de roces casuales, de conversaciones furtivas y de miradas ardientes intercambiadas. El amor nacía a borbotones.
Durante el verano aquel, las familias pudientes se fueron al balneario cercano a la ciudad. Gustavo dispuso que ella se fuera a la playa con su hijo y Gertrudis, donde comenzó a disfrutar de mañanas de sol y tardes de terraza, que la hicieron sentir mejor.
El pequeño balneario fue su refugio y también la almohada que cobijó sus sueños, en los que el joven médico estaba presente. Acompañada por su hijo, Gertrudis y una empleada, Alejandra dejó pasar los primeros días del mes de enero envuelta en la calma del verano; por las mañanas bajaba con el niño a la playa; por las tardes cuando el viento azotaba el ventanal del salón, ella miraba cómo reventaban las olas en las rocas. A veces se reunía con Olga, Bernardita o Nelly, quienes al igual que ella vacacionaban en igual época; se juntaban a tomar el té y comentaban las visitas que cada cuál recibían en el fin de semana o bien hablaban de las novedades del pequeño, discreto y exclusivo lugar junto al mar, donde cada una de ellas tenía su casa de descanso. Se conocía por el nombre de “Tres Estrellas” quizás porque algún pescador las pintó en una roca mucho antes que se construyeran las casas actuales, protegidas de miradas intrusas por los farellones.
El diminuto balneario contaba hasta con una capilla, un almacén y una bien surtida y dotada caleta de pescadores, lo que permitía a los veraneantes abastecer el cuerpo y el alma. Gran parte del personal de aseo y jardines de las casas provenía de las familias de los pescadores, los que terminado el verano, volvían a sus labores habituales, pero con la tranquilidad de poder sobrellevar el invierno sin carencias. El arriendo de embarcaciones era otra fuente de ingreso para los habitantes del lugar.
Uno de los lugares preferidos de Alejandra era el muelle de la caleta, construido con grandes durmientes entrecruzados y permanentemente golpeados por las olas. Allí sus pensamientos volaban y hasta se concedía la esperanza de un cambio en su vida; la tristeza no la abandonaba, la muerte de su hija la había marcado con una llaga que estaba viva en su corazón. Por otra parte su matrimonio exento de amor aumentaba su infelicidad. Entonces horrorizada miraba su negro futuro en el que sólo había una luz casi imposible, que se llamaba Felipe Donoso.
Tres Estrellas era un remanso para ella y secretamente esperaba la llegada del médico en la segunda semana de enero. Desde el alto ventanal de su chalet pudo ver a un hombre que caminaba por la playa y levantaba su sombrero para saludarla. Sintió que el pulso se le aceleraba, que el rostro empalidecía y tomando un ligero chal para protegerse del viento, bajó casi corriendo la larga escala de piedra que llegaba hasta la arena. Al pie de ella la esperaba Felipe con su chaqueta doblada sobre un brazo.
Instintivamente ambos tendieron sus manos y las mantuvieron unidas. Luego asustados y ruborizados las soltaron temerosos de las miradas de otros veraneantes y entonces iniciaron una lenta caminata hasta las rocas. Llegaron al lugar cuando caía el sol en el horizonte y pintaba el cielo de un fuerte color naranja. Se sentaron en la arena apoyando sus espaldas en las piedras, mientras la brisa del mar les ayudaba a poner a descubierto lo que ambos sentían. En la soledad del roquerío se amaron sin pensar en nadie ni en nada. La dicha que experimentaban al estar juntos era inmensa y la noche los sorprendió abrazados. Entonces él dijo:
- Me ofrecen una beca en el Sanatorio San José. Eso significa, agregó: que tendré que regresar a la capital…
Ansioso continúo: - Sí la beca se concreta… ¿Vendrás conmigo Alejandra?
Intentó responder de inmediato, pero el sonido del mar casi apagaba sus palabras, mientras en su memoria se hacía presente otra vez el escándalo de su hermana y el temor horrible a la reacción de Gustavo. Ella le temía, sí…... Aún respondió:
- Dame tiempo para responderte. ¡Te amo!
Alejandra pasó en blanco aquélla noche de la segunda semana de enero. Sus ojos se negaron a cerrarse y su excitación bloqueaba cualquier posibilidad de conciliar el sueño. Felipe esperaría su respuesta para fines del verano y se encargaría de todos los detalles del viaje, como también de lo necesario para instalarse en la capital.
Los días comenzaron a pasar más rápido que lo que ella esperaba. Se acercaba velozmente al día en que Felipe recibiría la confirmación de su beca y con ello la fecha en la que debería partir. A mediados de febrero, en una visita que le hizo en el balneario le dijo:
- Alejandra, debo estar en el Sanatorio el primero de abril.
La suerte estaba echada, y la partida fijada. Tenía que evitar por todos los medios a su alcance que Gustavo se enterara de ello y de lo ocurrido en el balneario. Su decisión estaba tomada. Se iría con su amado dejando a su hijo…. Era un dolor espantoso el que sentía, pero esperaba recuperarlo más tarde, con la ayuda de su padre. Sabía que sería imposible hablar con Gustavo de lo que estaba ocurriendo. Él jamás lo aceptaría y menos aún lo entendería. Calladamente participó con su marido en comidas y en otras actividades sociales, dejando pasar los días. Sí él se enteraba de su secreto…su vida sería un martirio. Debía ocultar su amor y sus sueños de una vida nueva y plena.
Por esos días Gustavo estaba en plena campaña política. Había ganado la nominación de su partido para postular a diputado. Nada ni nadie se interpondría entre el sillón de la cámara y él.
Gertrudis observaba atentamente a Alejandra durante todo el verano. Y al regreso a la ciudad le dijo:
- Niña, no sufra más. Intente ser feliz con él. Yo cuidaré de su hijo, no se preocupe por nada.
Alejandra miró horrorizada a la vieja gobernanta de la casa de sus padres. Y jamás imaginó que estaba enterada de todo y no necesitó explicar ni decir nada. Sus palabras encerraban para ella un mensaje tranquilizador: su hijo estaría bien cuidado, era lo único que la preocupaba. Después de eso tomó una decisión: se iría con Felipe. Juntos acordaron la fecha y la hora del viaje. Debían ser cautos, nadie había de enterarse de sus planes. Partirían el 2 de marzo. La política siempre gravitante en su vida, fue su salvación y su mejor aliada. Ese día Gustavo tendría una gran comida en el club, con la que daba por iniciada su campaña. Entre tanta reunión, Gustavo estuvo ajeno a ella y lejos de la casa lo que le permitió hacer algunos preparativos. Su amiga Olga Duncan, enterada de la situación y de sus planes, se encargó de su guardarropa, maletas y otros enseres, de tal forma que ella saldría de su casa portando sólo su bolso de mano y caminaría en dirección a la alameda, como solía hacerlo varias veces en la semana. Nadie sospecharía, ella hasta el último minuto cumpliría con sus rutinas diarias…
La mañana del 2 de marzo comenzó con un lento pasar de las horas. El almuerzo fue un martirio porque señalaba que sólo le quedaba una hora para estar junto con su hijo que, ajeno a los pensamientos maternales, jugaba en las cercanías del comedor bajo la mirada atenta de Gertrudis.
Gustavo, que ese día almorzaba en casa, no bien terminó se dirigió a su oficina diciéndole:
- Si no regreso en la tarde, nos vemos a la hora de la comida en Club. Cuida de tu arreglo personal, quiero que estés mejor que nunca esta noche.
Y luego agregó: El chofer te vendrá a buscar a las 8:00 pm.
Instintivamente miró el reloj y pensó que el chofer de Gustavo esperaría en vano a que saliera la hija del senador y esposa del futuro diputado, porque en esos momentos ella iría por la senda del amor y de la libertad.
No bien terminó de almorzar subió a su dormitorio. Tendida sobre la cama cerró los ojos y pensó que en pocos minutos más llegaría su amiga Olga. Cuando ésta lo hizo, se vistió con un traje delgado que le sentaba muy bien y terminó de preparar un bolso semejante al que solía utilizar Gertrudis. Siempre acompañada de su amiga caminó hasta la habitación de su hijo que inocente de todo cuanto ocurría a su alrededor, dormía siesta. Lo besó repetidas veces en la frente y mejillas; con lágrimas en los ojos encaminó sus pasos hasta la escala y comenzó a bajarla despacio. Gertrudis emergió desde la puerta de la cocina y sin decir palabra la abrazó con fuerza. Le plantó un beso en cada mejilla y musitó con voz estrangulada:
- Niña mía, cuídate!
Le costó abandonar los brazos cálidos de la mujer que había cuidado de ella desde siempre. Casi tambaleando se dirigió a la puerta mampara y abriéndola, salió junto con Olga a la calle.
Los Duncan eran extranjeros, liberales y prácticos, Olga había sido una de su primera anfitriona cuando recién se instalaron en la ciudad. Sin lugar a dudas era su antítesis: alta, fuerte, pelo oscuro y ojos azules. Se caracterizaba por su alegría contagiosa como también por su carácter independiente. Siempre aseguraba que el mejor negocio que había hecho era el haberse casado con su gringo, ya que Wilfred era tolerante, libre pensador y liberal en sus costumbres. Ellos eran una pareja bienavenida y bendecida con cinco hijos de diferentes edades, los que siempre estaban causando dolores de cabeza a su madre. El gringo trabajaba en minería, por lo tanto, ni se enteraba de lo que ocurría en su casa, lo que significaba que Olga hacía y deshacía con todo. En la esquina de la alameda con la calle de la estación se despidieron. Tranquilizándola, Olga le dijo:
-Estas cosas en mi país pasan a cada momento. Después de un tiempo podrás recuperar a tu hijo. Mientras tanto sé feliz con tu doctor es un buen hombre y te ama.
Felipe abrió la puerta del Ford y ella se refugió en su interior forrado en felpa oscura; en pocos minutos salieron de la ciudad e iniciaron el viaje a la capital. Ambos iban en silencio, como asustados y temerosos de enfrentar la realidad y esperando que la senda de tierra los alejara lo más posible de la ciudad, del pasado y de Gustavo.
Felipe tomó su mano. Alejandra reclinó la cabeza en su hombro y ambos exclamaron a la vez:
- Te amo!
El hombre atento a los accidentes del camino, sonrió. Una nueva vida comenzaba para ambos. Ahora se acercaban a la “curva de la muerte”: disminuyó la velocidad y la quebrada se hizo presente en toda su profundidad en la ventana de Alejandra haciéndola estremecer o advirtiéndola de un posible peligro. Cuando salieron de la curva, Felipe aplicó los frenos con rudeza, porque un automóvil tan oscuro como el de ellos, estaba atravesado en la angosta vía. Con la brusca frenada, la frente de Alejandra tocó el parabrisas, mientras la bocina del auto pedía paso al que obstaculizaba la ruta, sin que se viera a nadie en su interior. A poco menos de un metro de distancia quedaron ambos automóviles mirándose amenazantes.
Una mano enguantada abrió bruscamente la puerta del costado del copiloto y cogió a Alejandra con fuerza por su brazo derecho, obligándola a descender, sin que ningún sonido escapara de su garganta. Estaba paralogizada, pero aún así forcejeó buscando librarse de quién la hacía prisionera, pero la oscura boca del cañón de un revolver la mantuvo inmóvil. Felipe descendió rápidamente en su ayuda, intentó hablar y decir algo cuerdo, pero se le atropellaban las palabras y las ideas en la garganta. Le resultaba imposible explicar lo inexplicable. Rodeó el coche por la parte delantera para acercarse a quien los encañonaba. Alejandra le suplicó con la mirada que no se moviera y a la vez – mudamente – le musitó que lo amaba.
La mira del revolver giró en su dirección y Alejandra en un movimiento desesperado, se soltó de quien la aprisionaba y corrió hacia Felipe, protegiéndolo con su propio cuerpo; entonces él vio horrorizado como los fríos ojos oscuros del asesino empequeñecían y luego escuchó la detonación que hizo eco en las altas cumbres, rebotó de roca en roca y bajó por la quebrada espantando a las cabras de la majada, que hasta entonces pastaban quietas. Un nuevo disparo pintó de flores carmesí el claro traje de Alejandra, quién sin detener sus pasos por completo le enseñaba a Felipe su rostro marcado por el dolor y por una expresión de incredulidad. Él la recibió en sus brazos cuando ya caía al suelo. Desesperado besó su hermoso rostro a la vez que intentaba preguntar a su asesino… ¿por qué? Pero no tuvo tiempo para nada, otra detonación se escuchó en la curva de la muerte y él sintió cómo la bala penetraba en su cuerpo.
Alejandra con un hilo de vida aún, musitó:
Amor, mi amor!
El duro suelo del camino los recibió a ambos; a Felipe le abandonaban las fuerzas, pero no dejaba de abrazarla mientras que con palabras afiebradas le decía: Te amo, te amo.
Respiraba con dificultad, sabía que sólo le quedaban unos instantes de vida, tal vez menos…La mano enguantada no tembló cuando gatilló por cuarta vez el revólver. Luego una nube de polvo cayó sobre ambos cuerpos, cuando el vehículo interceptor se alejó de regreso a la ciudad.
Le llamó la atención la polvareda, ningún rebaño y ningún vehículo lo había sobrepasado en su solitario caminar, ¡qué extraño! Exclamó y apuró el tranco de su caballo sudado y cansado para llegar pronto a la curva de la muerte; algo pasaba ahí, se lo decía el corazón. Un raro silencio rodeaba los cerros y hasta el río parecía no cantar. Casi al galope distinguió a lo lejos un vehículo oscuro detenido en el camino, con sus puertas abiertas al viento y dos cuerpos besando la tierra…
El salón principal del Club estaba colmado de asistentes, todos decididos partidarios del candidato a diputado. Una larga mesa ofrecía exquisitas viandas a los futuros votantes. Desde un muro colgaba un lienzo con la figura del candidato, sonriendo y con los brazos extendidos.
Desde el exterior del salón Gustavo recorrió con su fría y penetrante mirada todo el lugar. Calculó que allí estaban representados todos sus votantes, los que escucharían su encendido discurso, preparado con tanto cuidado. Mientras él observaba, Eustaquio el viejo mozo del club, provisto de una escobilla, le quitaba el polvo que cubría los hombros de su chaqueta bien cortada. Cuando terminó, Gustavo hizo su entrada triunfal al salón entre los vítores de sus adherentes. Tomó posición en la testera junto a otros próceres de la ciudad y saludó con los brazos levantados, tal como se le veía en el lienzo. La gente deliraba.
De pie frente a la concurrencia inició su ensayado discurso diciendo:
Este es un día histórico para mí, porque esta noche corono el sueño de servir a mis correligionarios y a la provincia en general ante el parlamento. Yo les prometo que…
Don Osvaldo Sotomayor, jefe de su campaña política, interrumpió su discurso, primero tocándole un hombro con mano temblorosa, y luego diciéndole al oído algo que nadie pudo escuchar con claridad, pero que corrió por entre los contertulios como un reguero de pólvora. La infausta noticia ocupó el asiento de honor del banquete.
Con rostro pétreo caminó en dirección a la salida del salón, seguido de sus más cercanos colaboradores, mientras a sus espaldas el silencio sepulcral peleaba decidido con el murmullo que se extendía de silla en silla, de plato en plato.
Mientras caminaba, connotados hombres públicos se interponían a su paso y le expresaban su dolor y su horror. Otros le daban palmaditas en la espalda, como queriendo ahorrarse palabras que no fluían con rapidez. A medida que avanzaba, a sus espaldas iba quedando el silencio más espantoso, pero en la medida que él se alejaba el murmullo se hacía incontenible.
No aceptó que nadie lo acompañara hasta su automóvil. A una seña suya el chofer entendió que él partiría solo. Sentado en el confortable automóvil aflojó el nudo de su corbata, encendió un cigarrillo y en sus labios se dibujó una mueca…que lentamente se transformó en una sonrisa. Tomó sus guantes de cuero negro – impregnados de polvo- y con movimientos seguros introdujo sus manos en ellos. Le dio arranque al motor y partió. Sabía muy bien lo que tenía que hacer: primero ir al hospital para reconocer el cuerpo de su esposa; luego tendría que ir a la policía y finalmente, cuando toda la ciudad estuviera enterada de su espantosa tragedia y de su horrible dolor, él llamaría a Marcela – su amante- para informarle en tono jocoso que…a partir de ese día sería públicamente un triste e inconsolable viudo.
Cuando frenó su vehículo frente al Hospital y vio la cantidad de gente aglomerada allí, supo que ganaría las elecciones. Era lo único que le importaba…
(BAJO LA CRUZ DEL SUR)
Ximena Aranda Cañas
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