ROSAS DE LUNES
Cada lunes sobre su escritorio aparecía una rosa, nunca era igual a la anterior: a veces era una de esas pequeñas llamadas “besitos”, en ocasiones roja y de tallo largo o maravillosamente blanco y la última que vi me dio la impresión que era rojo-sangre. Pero me estoy adelantando a los hechos, me encargaba del aseo de la casa que albergaba la oficina de ingeniería. Debía llegar temprano, tal vez una media hora antes que los empleados, y comenzaba siempre mi tarea por la habitación más importante, la de don Agustín que tenía una vista al parque que en otoño me hacía perder tiempo, porque yo me quedaba parada ante el ventanal y miraba caer las hojas desde los altos árboles y las seguía en su vuelo hasta que tocaban tierra sobre el pasto, formando en él una alfombra, que en mi hora de colación solía ir a pisotear para sentirlas crujir bajo mis pies e imaginar que otros pasos caminaban conmigo...
La oficina de don Agustín era bonita, cómoda y llena de luz Había sido decorada por una amiga de su señora y por eso - recuerdo como si fuera hoy- tuvo que estar como tres semanas inserto entre sus empleados, que en un comienzo se sintieron incómodos con el jefe en el escritorio del lado, pero que al pasar los días, comenzaron a considerarlo como uno más y yo creo que ahí comenzó todo. Pero continúo: después de la oficina de don Agustín yo hacía el aseo de la de doña Cristina, la mujer de los números como decía el júnior, austera y llena de libros. Su mesa de trabajo era una geografía de cerros y montañas de carpetas según fuese la época del año. Para cuando venía el balance aquello era muy difícil de limpiar, tenía que bajar hasta la alfombra gris uno por uno los montones de carpetas, limpiar ese espacio y volverlos a colocar en el mismo lugar original y así sucesivamente hasta lograr dejar brillante todo el mueble. No me gustaba para nada el sistema, pero no tenía otra cosa que hacer. Doña Cristina no soportaba que le tomaran o movieran y menos aún, que le cambiaran de lugar sus papeles. Afortunadamente, allí no había plantas que regar ni adornos que limpiar; todo se traducía a libros y papeles tan áridos como su dueña que vivía encerrada las ocho horas de trabajo. Luego venía la sala de espera, allí sí que había trabajo de aseo. Unos sillones muy cómodos y un par de mesas de arrimo creaban un ambiente ideal para esperar a ser atendidos y frente a ellos, cual anfitriona, estaba el escritorio de doña Luz, la secretaria. Si yo dijera que ella era encantadora, temo que sería pobre mi descripción, ella era trastornante en su simpatía, modos, voz, aspecto, etc. Era eficiente, elegante y de sonrisa fácil. Atendía a los clientes en tal forma, que hasta el más difícil caía rendido ante su encanto, amabilidad y gentileza. Por otra parte, los empleados que estaban en lo que yo llamaba el espacio común, una gran sala con varios escritorios, constantemente se acercaban a hablar con ella, creo que más que para preguntarle algo del trabajo, lo hacían por el simple hecho de disfrutar de su compañía. No me atrevo a aventurar la edad de doña Luz, pero imagino que estaba cerca de los 40 años. Era casada y tenía dos niños preciosos; me parecía una mujer feliz y realizada. Hablaba varios idiomas y sin ella doña Cristina se habría muerto de úlcera y don Agustín habría adquirido una. Hacían un buen equipo los tres, hasta que comenzaron a aparecer las rosas de los días lunes. No sé si fui yo la primera en notarlo, pero se me hizo costumbre después de terminar con el aseo de las dos oficinas principales, mirar hacia el escritorio de doña Luz... e invariablemente una rosa esperaba su llegada. Ella la tomaba por el tallo y la acercaba a su nariz y al hacerlo cerraba los ojos, como si la flor le recordara algo...
Como típica mujer, debo admitirlo, esto me intrigaba; entonces me iba con mis bártulos al espacio común y miraba a los varones que allí estaban y me preguntaba si descubriría entre sus rostros alguna señal que me dijera cuál de ellos era el de la rosa. Invariablemente, todos estaban ocupados en sus planos y calculadoras, ni siquiera notaban mi presencia. Yo hacía mi trabajo y ellos hablaban en un lenguaje desconocido para mí. Pasado algún tiempo creí descubrir que el admirador de doña Luz, era - en mi opinión - el chico nuevo que solía pedirme café con una sonrisa que me dejaba un tanto lela. Su nombre era Mauro y desde mi punto de vista – absolutamente parcial por la simpatía que me inspiraba - lo creía enamorado de ella y lo culpé a él porque llegaba temprano, casi tanto como don Agustín, quien dejaba casi de madrugada a sus hijos en el colegio y luego se iba a la oficina, donde aprovechaba para tomar café y leer el diario.
Mientras duró el proceso de decoración de su oficina, don Agustín se sentaba en la sala de espera y se sumergía en el diario y luego a medida que iban llegando sus subalternos se enfrascaba en sus llamadas telefónicas, sus papeles y sus cosas, o bien se encerraba en la sala de reuniones, que afortunadamente nadie usaba mucho, porque aquello sí que era grande y me tomaba mucho tiempo limpiarla. De gruesa alfombra con más de doce sillones y una larga mesa, la sala de reuniones se usaba sistemáticamente todos los días lunes a las once a. m. Por ello se me hacía muy corta la primera parte de mi jornada de trabajo del primer día de la semana. Cuando todos estaban en reunión, afuera sólo quedaba doña Luz, el júnior y yo... y todo era tranquilidad. En esas ocasiones yo aprovechaba para conversar con ella, le preguntaba por sus niños, le habla de los míos y también le confidenciaba mis problemas con el hombre... bueno, así llamo a mi marido cuando me enojo y como casi siempre lo estoy con él, pues ya se me ha pegado el termino ése. Doña Luz escuchaba todas mis cuitas, pero los lunes de rosas... yo la notaba levemente distraída, lo que con el tiempo me empezó a intrigar y me moría por preguntarle ¿quién se las trae?..
Las rosas iban a cumplir un año, quiero decir, ya habían pasado muchos meses desde que cada lunes había una sobre el escritorio de la secretaria y yo no lograba descubrir al admirador. Esto me traía de mal genio, era imposible que fuera alguien de afuera, cómo iba a entrar... decía yo, pero después empecé a pensar que mientras yo hacía el aseo de doña Cristina y el de don Agustín , en ese lapso llegaba el júnior... así es que decidí interrogarlo y un día cualquiera le pregunté:
- Mira José, tú debes saber quién deja una rosa en el escritorio de doña Luz cada lunes en la mañana?
José se puso pálido, balbuceó algo y movió la cabeza en un gesto de negación desesperada, pero no dijo ni una sola palabra y se escapó como el viento... Me di cuenta que lo de la flor me estaba obsesionando, que se me había transformado en una idea fija el saber quién y me pregunté porqué...
Entonces me di cuenta que sentía envidia de doña Luz, ella era bonita, simpática, elegante y además le regalaban rosas... Yo era la mujer de la limpieza, siempre de delantal y nunca nadie en mi vida me había regalado una flor, ni siquiera de plástico...
Me sentí muy mal, casi triste por mis pensamientos, pero porfiadamente insistí; tenía que descubrir el misterio de las rosas y continué observando a todos, incluido al jefe, lo que me parecía casi un sacrilegio, pero decidí no descartarlo, hasta que un día lo vi venir rosa en mano y me dije:
- ¡Por fin!!! Es él quién trae las rosas cada lunes...
Debo haber sonreído malévolamente imaginándome muchas cosas románticas y otras no tanto, que pudieran suceder entre doña Luz y don Agustín y me hice todo un cuento al respecto... Para que él no viera que lo estaba observando, hice como que limpiaba los muebles de la sala de espera, pasé rápidamente un paño sobre la mesa de los diarios y cuando estaba en eso, por el rabillo del ojo miraba el escritorio de doña Luz....él pondría románticamente la rosa en su escritorio...
De pronto don Agustín me habló:
- Catita! me dijo... (Me llamo Catalina, pero me dicen Cata o Catita según el grado de aprecio que por mí tengan las personas) me volví para decirle:
- Dígame, don Agustín...
- Una rosa para la más encantadora auxiliar de oficina!!!
Abrí y cerré la boca, la rosa roja de largo tallo estaba en mi mano, acompañando el paño de sacudir... mientras don Agustín me besaba en la mejilla...
Me puse roja, se me entró el habla, no sabía que decir y tontamente atiné a gimotear:
- ¿Por qué don Agustín, por qué?
- Él sonriendo respondió:
- Muy simple, Catita, hoy es el día de la madre... y usted tiene 5 niños... ¡Qué torpe soy, debí traerle cinco rosas...!
Y don Agustín se alejó en dirección de la sala de reuniones, tomó el diario a la pasada y me hizo una seña para que le llevara café... y yo me quedé como una estatua en el medio de la sala de espera, con la rosa en una mano y el paño de sacudir olvidado en el piso.
|