La sombrilla de mango de nácar
El muro cayó levantando una ola de tierra que trepó las paredes adyacentes hasta cubrir los techos con una fina capa de polvo de un siglo de antigüedad. El gentío se agolpaba en la esquina queriendo traspasar los fuertes cordeles policiales que los mantenían alejados de la demolición y se alzaban voces deseando hacer llegar su opinión sobre lo que - algunos - consideraban sacrílego, y otros, una bendición que traería progreso al pueblo.
Se había rumoreado tanto que allí levantarían un gran edificio con departamentos y balcones, que sería el más bello y reemplazaría a aquél que caía bajo la picota de los demoledores.... Los rumores decían que el contratista esperaba sacar un jugoso dividendo con sus maderas nobles y que los propietarios pretendían con ello borrar un extraño pasado. La dueña del almacén, con su delantal siempre almidonado, gustaba de contar a quién quisiera escucharla, que ella había jugado en la gran casa de la esquina. Ello le daba una aureola de diferencia con el resto de la población y sacaba partido a su conocimiento de los jardines y costumbres que allí imperaron. Sólo callaba cuando la vieja y arrugada Misia Estela aparecía por su negocio; a su paso muchas lenguas se aquietaban y todas las cabezas se inclinaban...respeto tal vez por sus muchos años?
El tendero barrigón y calvo, miraba casi incrédulo la nube de tierra que mágicamente ocultaba de la vista de la muchedumbre la imponente edificación de ventanas altas y mamparas de cristal traídas de Europa. Él era un niño y la casa aquélla ya era vieja y extraña. Sus cortinajes pesados y gruesos sólo se abrían en las mañanas para dejar entrar las primeras luces del sol, luego, un ejército de criados hacía relucir sus pomos de bronce, estatuas de mármol y repasaban uno a uno los peldaños de la escala principal, junto a la cual, un carruaje esperaba. Le parece aún escuchar levemente, casi perdido en la memoria, el sonido de la falda sobre el mármol. Luego esa mano enguantada en encaje y la sombrilla de igual color. El coche casi no sufría alteración con el peso de su pasajera: era liviana y ágil quien se acomodaba en su interior. El cochero -todo de negro- movía las riendas y alzaba el látigo que cortaba el aire sobre las orejas de los dos caballos y emprendía la marcha.
Cada mañana, cada día, siempre igual ritual, y él, un niño, escondido en un macizo de flores, todos los días observando y deseando ver el rostro de la mujer velada. En el pueblo decían tantas cosas de ella. Las comadres sólo dejaban de murmurar cuando el carruaje negro con sus cortinas cerradas, que impedían ver su interior, pasaba. Luego las lenguas se desataban tras la estela polvorienta del camino y él, con sus pocos años, sentía que aquello que decían no podía ser cierto.
Una tarde su curiosidad lo llevó hasta el jardín del palacete y recorrió los senderos de rosas hasta encontrar una glorieta casi oculta, cercana a una pequeña fuente de agua, que servía de abrevadero para los pajarillos que anidaban en las cercanías. Un caballete y una tela preparada para ser pintada, parecían esperar al artista que lo haría. Una caja de pinturas y largos pinceles reposaban en una mesa de cubierta de vidrio y sobre un sillón de alto respaldo una sombrilla de mango de nácar parecía olvidada.
Estaba absorto en su descubrimiento y no se percató de la presencia de la mujer hasta que ella le habló. Entonces sus ojos se abrieron desmesuradamente y corrió, lo hizo como un desquiciado hasta dejar atrás el lugar. Nunca habló con nadie de su experiencia, pero estaba vívida en su memoria; no fue la única vez que estuvo allí, sólo fue la primera. Las otras se sucedieron motivadas por su curiosidad y luego por el extraño atractivo que sobre él ejercía la mujer. Las horas en la glorieta se iban pronto, como la luz del sol que se perdía más allá de la fuente y se enredaba entre las altas copas de los arboles. Su amiga pintaba, y él, sobre un trocito de tela, primero marcaba sus dedos y luego su palma. Otras veces extendía el resto de pintura de los pinceles y ella le hablaba, pero él callaba lo que en el pueblo decían de su misteriosa persona, de sus paseos y de su rostro siempre cubierto. A veces la escuchaba reír; en ocasiones le parecía que gemía. Su simpleza le impedía distinguir los estados de ánimo de la solitaria habitante del inmueble y cuando una tarde encontró que la glorieta no tenía pinceles ni tela para pintar, se sintió extrañamente abandonado.
Hasta él llegó doña Estela y le entregó una pequeña, casi diminuta cajita. Era un regalo de despedida. No la volvería a ver nuevamente y desde su pequeña estatura miró implorante a la erguida gobernanta, pero ésta, toda de negro, no le dio explicación alguna y le advirtió que no regresara. Desde entonces habían pasado muchos años. Jamás volvió a la glorieta ni jugó cerca del gran jardín. Sólo contempló desde lejos los cortinajes pesadamente cerrados, mientras entre sus dedos hacía girar un pequeño reloj de bolsillo, su único tesoro. Siendo ya un hombre una noche le pareció ver un suave movimiento en una de las ventanas del segundo piso y detuvo su andar para esperar en la esquina como otras noches lo había hecho. El movimiento no se volvió a repetir.
Misia Estela solía ir a su pequeña tienda para comprar hilos, algunas lanas y a veces, largas tiras bordadas. Cada vez que entraba le daba una larga mirada, pero nunca le dijo dónde estaba su amiga de la niñez, la de los guantes de encaje, sombrilla de nácar y rostro velado.
Cuando comenzaron los rumores sobre la casa no se detuvo a escucharlos, pero era tal la cantidad de cosas que se decía que, sin quererlo, se encontró escuchando interesado que “el carruaje hacía largos recorridos y que muchas veces en su interior no regresaba pasajero alguno”. Otro rumor lo esparció la cocinera al contar sobre una comida silenciosa con unos misteriosos visitantes nocturnos. Rumores se dijo, sólo rumores, y no les prestó atención. El continuaba fiel al recuerdo de la sombrilla, hasta que una tarde Misia Estela le hizo una extraña invitación: visitar la casa a la hora de la cena. Se colocó su mejor traje y acomodó su corbata de lazo. Estrujó el sombrero entre sus manos y sintió que le palpitaba con fuerza el corazón al golpear la puerta principal. Cuando ésta se abrió bajó la vista para no parecer demasiado interesado en su mobiliario, pero el reflejo multicolor de la lámpara de cristal, que colgaba desde el segundo piso, le hirió las pupilas hasta encandilarlo.
No era un niño, sin embargo, caminó asustado como si lo fuera. Cuando Misia Estela abrió la puerta que daba acceso al gran salón, el cuadro que estaba sobre la chimenea pareció salir de su ubicación y estallar frente a sus ojos: no podía creer lo que estaba viendo: era un niño de ojos grandes, sentado en una pequeña silla, que entre sus manos sostenía una pequeña tela marcada de dedos y unos pinceles reposaban sobre sus rodillas... El niño del cuadro... era él.
Miró a doña Estela deseando preguntarle tantas cosas, pero la vieja y arisca mujer se limitó a acercarse con pasos cortos hasta una mesa, sobre la cual había un cofre de plata. Lo abrió y extrajo de él un sobre y un documento y en un sólo movimiento le entregó ambos: el uno lo hacía propietario del lugar; el otro...era una esquela perfumada, escrita con letra pequeña y que hablaba de una pobre niña rica que jugando se quemó el rostro y que no hubo jamás cura para sus horribles cicatrices, lo que la transformó en una mujer velada y la condenó a una vida solitaria... La única persona que se había acercado a ella había sido él, un niño del pueblo, de ojos grandes, que nunca preguntó ni dijo nada. Un hombre que ahora tampoco diría nada: el misterio de la casa se mantendría para siempre porque el tendero... era mudo de nacimiento!
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