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CATALINA

Él me bautizó con ese nombre y yo lo acepté feliz. Recuerdo que lo descubrí a poco de llegar a las manos de la Estela, la gorda cocinera de don Gastón. Ella nos cuidaba a su manera y reclamaba porque en nuestros juegos ensuciábamos la terraza del amplio departamento del último piso del moderno edificio. Desde allí era posible ver los jardines, patios y techos de todas las casas a la redonda; en algunas habían niños y juguetes sobre el pasto; en otras quietas piscinas y mujeres en bikini asoleándose tendidas en el césped o sobre reposeras y en casi todas, una vez a la semana, un jardinero.
En otoño, el viento y las hojas de los árboles me daban la impresión de una permanente lluvia dorada sobre esos techos y jardines, y a la vez me provocaban un intenso deseo de recorrerlos, pero no podía. La mirada vigilante de la Estela me lo impedía. Entonces me pasaba largas horas mirando y observando las costumbres de mis vecinos: algunos eran francamente divertidos. Había un señor bastante joven que se pasaba tardes enteras arreglando su moto, y cuando se suponía que la tenía lista, la sacaba a la calle y con gran estruendo se montaba en ella y partía. El sonido de su escape subía fuerte hasta mi terraza…pero pronto se apagaba y le veía regresar refunfuñando, mientras caminaba al lado de su moto. En otra casa había una chica estudiante, siempre cabeza abajo en el jardín leyendo papeles, los que a veces el viento le arrebataba de las manos. Un día una de esas fojas traspasó el deslinde de su jardín y fue a dar a la casa contigua, y así se inició el romance con el chico vecino; me gustaba verlos conversando sentados muy juntos sobre el muro divisorio de ambas propiedades.
A él lo descubrí una tarde, cuando caía el sol. Apareció de la nada en el jardín de la casa de la esquina, y caminaba con la mirada perdida. Me dio la impresión que algo le había ocurrido o que algo le preocupaba; la posición de su cabeza y de sus hombros corroboró mi primera impresión; sentí lástima y no supe entonces porqué, pero me gustó cómo brillaba su cabello bajo los últimos rayos del sol. Inexplicablemente desee acariciárselo lentamente.
Ese tarde él estuvo paseando o dando trancos por el jardín en forma muy distraída. Sin lugar a dudas sus pensamientos vagaban lejos y de pronto desapareció de mi vista. Me quedé pensando cuándo lo vería nuevamente y desde ese día, cada tarde lo esperé. A veces mis esperanzas morían con la llegada de la noche, pero en otras oportunidades brincaba mi corazón: él estaba allí, en la casa de la esquina y algo hacía en el jardín.
Estimo que durante un año lo observé desde las alturas y cada vez que lo veía sentía con más fuerza el deseo de ver su rostro y descubrir el color de sus ojos. Me propuse escapar de la vigilancia de la Estela e incluso de la de don Gastón y así lo hice: una tarde, cuando la cocinera limpiaba el lugar, me escurrí de sus manos regordetas y escapé. Logré llegar esquivando al gato persa de la casa vecina y al mastín italiano de la casa de la moto. Despeinada y asustada llegué hasta su jardín y me refugié entre el follaje de un jacarandá que había en el fondo de él y allí esperé. Tenía hambre y sed, pero porfiadamente continué protegida por las graciosas hojas. De pronto él apareció y mi corazón latió locamente, tanto que me hizo olvidar al gato persa que en ese momento caminaba por el muro divisorio y volé hacia él. Intenté hacerlo con gracia y elegancia, para que se fijara en mí, pero tras un año de encierro en una pequeña jaula, había perdido la práctica de las acrobacias aéreas, por lo que caí pesadamente sobre su hombro y en un rebote logré sujetarme de uno de sus brazos…
Él me atrapó….yo me dejé coger entre sus manos grandes y hermosas y encogí las alas, y casi temblando disfruté de su aroma y de la tibieza de su piel. Caminó conmigo al interior de la casa y dos chicos hicieron un revuelo increíble y así fue como pasé mi primera noche cerca de él: encerrada en una gran caja con pequeños orificios que permitían que tomara aire sin problemas.
Al día siguiente él llegó con una bella jaulita, toda para mí y con delicadeza me introdujo en ella. Yo quieta y tranquila disfrutaba de su contacto y aspiraba prolongarlo lo más posible. El día en que él besó mi pico, francamente creí que me moría, pero logré sobrevivir y a la vez aprender de memoria hasta el sonido de sus pasos. Aprendí también que él tenía horario, que toda la casa lo tenía, que en las mañanas desaparecían todos, y sólo quedaba la empleada, sus quehaceres, y por supuesto yo - en el jardín – siempre observada por el gato persa del vecino que para hacerlo se escondía entre las enredaderas..
La primavera dio paso al verano y una mañana noté un intenso ajetreo en la casa: bolsos, maletas y otros adminículos eran colocados en ambos vehículos. Asustada me dije: ¡Se van! Cuando ya los coches estaban con sus motores andando, apareció él y me dijo:
- Vamos, Catalina.
Feliz me fui en la parte de atrás de su carro: él iba contento y uno de los chicos lo acompañaba. Hablaban de mar, olas, playas…yo nada sabía de eso. El viento costero me llamó la atención no bien llegamos. A ratos era tibio, pero por las noches se hacía más intenso y frío. Mi jaula estaba bien protegida en el balcón que miraba el mar, esa extensa alfombra azul que se movía tanto que a ratos me mareaba. Él cada mañana limpiaba mi casa, reemplazaba el agua y me dejaba mis granos preferidos, incluso en ocasiones colocaba una hojita de lechuga fresca enredada entre los barrotes y yo, golosa, disfrutaba de ese manjar.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos allí, pero un día se produjo lo mismo que en la casa: todo fue ajetreo y él muy tostado y guapo me colocó nuevamente en su auto y regresamos al jardín y a los horarios preestablecidos, que me dejaban sola y siempre bajo la atenta mirada del persa vecino.
Comenzó el otoño del mismo modo en que yo lo veía desde la terraza del edificio, con una lluvia de hojas doradas que me dijo que el jacarandá del fondo pronto perdería todas sus hojas. Las temperaturas comenzaron a bajar y sentía frío. La chica de la limpieza solía colocarme una suerte de carpa, que me protegía durante el día, y más tarde cuando él llegaba, me llevaba hasta la cocina y ahí abrigada y cómoda, me dejaba pasar la noche.
Un día él habló de un viaje; incluso esa noche mientras me trasladaba a mi residencia nocturna me dijo:
- Catalina, en mi ausencia te portas bien.
- Yo lo miré largamente, quise desearle un buen viaje y como siempre extendí mis alas, deseando recorrer su piel con mis más suaves plumas, pero él ya se alejaba.
- Muchos días pasaron. En las mañanas la empleada me dejaba en el jardín y francamente se olvidaba de mí y también de mi comida. En oportunidades no sacaba el protector de la jaula y yo sentía que me sofocaba de calor. De esa forma comencé a resentirme con estos cambios, estaba débil y afiebrada, pero más que todo eso… su ausencia me estaba matando; extrañaba su voz, añoraba el movimiento de sus manos en mi jaula, y especialmente su presencia...


- ¡¡¡Catalina!!! Ya llegué!
- ¿Cómo te portaste chiquilla…?
- ¿Dónde estássssss?

Su voz me llegaba desde lejos, muy lejos…El gato persa del vecino…había logrado su objetivo.

Texto agregado el 11-04-2010, y leído por 258 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-06-2011 Una historia hermosa, con un triste final, pero muy bien relatada.****** silvimar-
 
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