En la casa de un herrero.
Cuando Tom llegó a su casa, Bren “El Enano” Akagua estaba entrando los primeros troncos. Era un hombre de cuarenta y cuatro años, de baja estatura pero muy grueso, con brazos musculosos y anchos. Su cabello rojizo ya no era tan abundante como antes y su barba estaba bastante larga pero peinada con cuidado. Se trataba de un hombre que estaba siempre sonriente, despreocupado pero también muy trabajador. Tenía carácter amable con todos, pero era firme en sus creencias y pocos podían hacerlo cambiar de opinión. Tom pensaba que su padre era un testarudo.
En Bren Akagua uno encontraba una mano amiga. Quizás sus consejos no fuesen los de más profunda sabiduría, pero tenía un no sé qué al hablar que podía reconfortar a la gente.
Hay que agregar que era uno de los hombres más queridos en la aldea. No era el único herrero (había otros dos, bajando por los caminos del sur), pero Bren tenía ese carácter afable que suele agradar a la gente. En los mercados lo saludaban, en el templo lo bendecían y en las casas de cerveza lo tenían en alta estima como un gran bebedor (titulo que no ostentaba demasiado) Pagaba todas sus deudas, daba su palabra sólo cuando podía honrarla y amaba a su hijo más que a cualquier otra cosa. Por lo demás, a Bren jamás se le habían conocido lujos, excepto, quizás, algunas buenas vacas:
- ¡Eh Tom!- exclamó Bren, dejando los troncos en el suelo para abrazar a su hijo- Creí que te ibas a casa de Lumiere’don.
Tom sacudió las manos:
- Prometí ayudarte.
Bren asintió:
- El corazón de tu madre. Siempre igual. Mientras cumplas tu palabra, muchacho, todo va a andar bien. Bueno, los leños están apilados atrás de la casa. Contigo aquí terminaremos en un suspiro.
La casa de los Akagua era pequeña pero estaba bien para dos personas. Las paredes eran de roca blanca y el techo de paja naranja. Una chimenea suspiraba humo grisáceo. A esa hora siempre era mejor encender el fuego porque en los montes hacía mucho frío.
Sólo tenía un par de habitaciones. A un lado de la casa había un campo de flores amarillas. A Bren le gustaba cuidar el jardín cuando tenía tiempo libre. Bajando un camino de tierra se llegaba al taller. Tom, a veces, también lo ayudaba allí. Suponía que él heredaría el trabajo de su padre, por eso pensaba en ir aprendiendo. Si le hubiera preguntado a Bren, en cambio, el hombre se hubiera cruzado de brazos y hubiera dicho que no, que su hijo no sería herrero, sería un respetable hombre del Consejo o un cuentista pago, pero definitivamente no un herrero. Esa era una vida muy dura.
Después, más allá, estaban los campos. No eran los más grandes de la zona, pero daban de comer y a veces también dejaban ganancia. Aquel había sido un buen año para los cultivos y para el ganado, pero no tanto para el trabajo, porque los dos hombres que trabajaban para Bren “El Enano” Akagua habían renunciado.
Ahora el herrero tenía que ocuparse de la cosecha y de las vacas. Cuando mataron al último pollo, decidieron ya no criar gallinas. No habría tiempo de cuidarlas. Lo mismo pasó con los cerdos. En tiempos mejores habían tenido un empleado que se ocupaba de cuidarlos. Ahora el chiquero estaba vacío y Bren lo usaba una suerte de depósito para sus herramientas.
Tom ayudaba a su padre en todo lo que podía, ya sea en la herrería, ya sea en los campos. Le gustaba trabajar con las vacas. Se llevaba bastante bien con los animales. Él había estado allí cuando Lucy dio a luz y juraba (aunque no se lo había dicho a nadie) que el pequeño ternerito le había regalado su primera mirada.
Ahora se acercaban las épocas más duras, porque la cosecha estaba alta y había muchas malas hierbas. Además había que curar las vacas y preparar los establos. Sería imposible siendo solo dos, así que Bren de nuevo barajaba la idea de contratar algunos peones en la aldea que estuviesen dispuestos a trabajar por el mínimo.
Pero esa tarde sólo estaban ellos dos. Cargaron los leños y los dejaron junto a la chimenea, en dónde ardía un cálido fuego despejado. Después se sentaron en un sillón frente a la chimenea, mientras esperaban que se calentara el estofado. La noche casi había caído y en el cielo brillaban puñados de estrellas mortecinas y tétricas:
- Oh, casi me olvido- dijo Tom.
Le entregó a su padre el papel y el paquete que le enviaba el maquinista:
- Un vale por dos meses- sonrió Tom.
Bren desenvolvió el paquete y se encontró con una serie de láminas metálicas de color azul. Tom le preguntó qué eran:
- Metal de la máquina. Es fuerte y resistente. Lo necesitaba para hacer unas herraduras y Lux aceptó regalármelo.
- Dijo que va a pagarte en cuanto tenga dinero.
- No hace falta, con esto basta y sobra.
Caminó hasta la pequeña cocina para comprobar el estofado. De camino, dejó el vale y las láminas sobre la mesa de caoba. Tom sabía que, en el taller, su padre tenía unas herramientas que funcionaban con energía de la máquina, así que esos dos meses gratis vendrían de lo mejor:
- Hoy Rowan’seray nos habló del Segundo Renacimiento.
Bren, que se había sentado de nuevo junto a su hijo, no se mostró tan confiado como antaño. Esta vez jugó con su barba mullida y rojiza:
- Todo un tema, ¿eh?- sonrió, y después agregó más para sí mismo- Si, todo un tema.
- ¿Crees que sea cierto?
Bren se encogió de hombros:
- No sé. Aramis ya no es el lugar que era. El mundo entero ya no es lo que era. Esto es un tema para los miembros del Consejo o para los sacerdotes del Templo de la Luz. ¡Mientras el hierro siga calentándose al fuego, yo voy a estar bien!
Escucharon el silbido de la pava. El té ya estaba listo y juzgando por el aroma, al estofado no le faltaba demasiado. Bren se dispuso a servir dos tazas. Mientras se dirigía a las mesadas delanteras, recitó:
- No importa la tempestad, mira sólo el césped. No se quiebra como los grandes robles. No importa el fuego, mira sólo la roca. No se quema como la seda. No importa la oscuridad, mira sólo el corazón. No se acobarda como la razón.
- ¿Y eso?- preguntó Tom, con los ojos perlados.
- Es una canción vieja de Paladines. Pero en mi no suena muy natural, ¿no?
Tom sonrió:
- Un poco forzada, pero serías un buen Paladín.
- ¿Te parece?- Bren rió de buena gana- Ven, vamos a comer.
Hubo charla durante la cena porque era difícil guardar silencio en compañía de Bren.
En un momento, Tom quiso hacer algunas otras preguntas sobre el Renacimiento, pero había visto la expresión de su padre cuando mencionó el tema, así que prefirió no hacer ningún comentario.
(¡Mientras el hierro siga calentándose al fuego, yo voy a estar bien!)
Tom meditó esa frase y le pareció muy cierta.
Después de cenar, se dispusieron a tomar el té. Tom no tenía sueño, pero tenía que acostarse temprano. Lo esperaba una mañana de trabajo duro en la granja y después tenía que ir a la Escuela. Quizás tendría tiempo de ir a visitar a Romyna, aunque no lo creía. Después de clase, tenía que ocuparse del ganado.
(Baj en las historias)
Quizás la misma clase de pesadumbres que agobiaba a todo el pueblo estaba contagiándose en él… era algo difícil d decir. Miró las chispas que se desprendían del fuego y sintió que se le estrujaba el corazón. Que le cortaran la cabeza si esas chispas no eran casi incoloras…
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