Pegado a su aparato de televisión de catorce pulgadas, Pacheco contemplaba ensimismado el desfile de beldades que se asomaban extremadamente sonrientes a la pantalla de quinientas veinticinco líneas. Modelos, animadoras, lectoras de noticias, cantantes, actrices, políticas, bailarinas y toda la extensa y variopinta gama que se mueve cotidianamente en ese ámbito, eran auscultadas por su ojo ávido, para catar de particular modo sus medidas anatómicas, se ensoñaba con tanta redondez, natural o implantada que parecía estar allí, al alcance de sus temblorosas manos. Una animadora le seducía con su sonrisa e insinuante coquetería, la bailarina le hipnotizaba con ese sensualísimo movimiento de caderas, la voz de aquella cantante le revolucionaba sus hormonas y recorría su esbelto cuerpo con su imaginación desbocada. Le parecía sentir entre sus dedos esa exquisita textura de su piel, ese aroma a mujer dinámica que se difundía por sus células olfativas para sentir luego un resonar de selváticos tambores que no eran otra cosa que la música avasalladora de su cardias, acaso pidiendo tregua para recomponerse de tanta emoción acumulada.
Todos los santos días, a toda hora, escoltadas por el cromakey a modo de tecnológico aura, las féminas aparecían una tras otra en sus horarios preestablecidos, luciendo sus talentos y por supuesto sus exuberantes formas. Pacheco, dispuestas sus extremidades mentales como raíces sedientas, traspasaba con sus dedos la gruesa barrera vítrea para acariciar muslos, caderas y demases y sentir como sus palpitaciones se aceleraban tal si su corazón quisiera apresurar aquellos eventos, urgido por tanta magnificencia.
Esa mañana sucedió por fin. Se acomodó en su sillón justo cuando las modelos se preparaban a desfilar luciendo diminutos trajes de baño. El hombre se refregó sus manos, preparándose para el alucinante espectáculo. Una morena inició la muestra contoneándose, Pacheco instintivamente adelantó su mano para aferrarse a aquella delgada cintura y aconteció lo increíble. Sus dedos parecieron sumergirse en una especie de plasma y ya dentro de él pudo sentir el contacto de algo suave, muy suave.
Era la piel de la morena, como pulida con un fino y sensual instrumento. El hombre comenzó a sudar copiosamente, allí estaban a su disposición todas aquellas beldades y no dilapidando este maravilloso y genial obsequio, tocó y acarició, introdujo sus manos por los profundos abismos que sugerían los escotes de las divas, tocó la cumbre de su instinto y se sumergió en los candentes océanos de una sensualidad jamás descrita, acarició los muslos de la lectora de noticias, recorrió con sus dedos esos labios tan bien delineados, danzó, siguiendo los movimientos de la embrujadora bailarina, enlazándola con esos brazos suyos que parecían ser ahora extremadamente largos y flexibles. Habría concedido la mitad de su vida por ingresar por completo a aquel mundo avasallador pero, cual moderno Tántalo, sólo le estaba concedida una enfebrecida contemplación sin jamás saciar su apetito.
Ninguna mujer televisiva escapó a sus indagaciones digitales, ni siquiera la circunspecta presidenta de un importante organismo gubernamental, quien ni se dio por aludida cuando un enloquecido Pacheco introducía su serpenteante brazo por su severo escote para palpar la tibieza de esos senos firmes. Más tarde, cuando la tenista de aspecto un tanto masculino se sentó en su banca para reponerse de un reñido juego, el hombre comprobó con sus propias manos que la deportista era efectivamente una hembra. Asimismo, aprendió a distinguir la consistencia de un busto natural a otro relleno con silicona. ¡Oh decepción! ¡Cuánto busto refaccionado, cuantas nalgas, cuantas narices, cuantas cinturas, cuanto de todo esculpido en el quirófano.
Algo decepcionado por esta vulgar comprobación, Pacheco intentó olvidarse de este voyerismo táctil e indagar más bien en el mundo real. Acaso aquellas muchachas que le rodeaban, ajenas al mundillo estereotipado de la TV, poseyeran también lo suyo, guardado aquello celosamente para el galán que las conquistara. Acaso esas posesiones fueran absolutamente legítimas, sin la transgresión burda del bisturí que al fin y al cabo todo lo deforma.
Intentó por fin retirar sus manos de aquel plasma pero fue en vano. La materia se había solidificado de tal forma que lo había esposado al más allá virtual de ese aparato de televisión.
Dos meses después, un cadavérico Pacheco, aguarda mustio que alguien derribe su puerta para liberarlo de aquel martirio. Sabe que nunca más volverá a ser el mismo, su mundo, transfigurado por ese hecho fortuito, cambió bruscamente de geografía. Ni siquiera podrá hacer uso de su garantía para reparar aquel aparato, por el simple hecho de “haberle metido mano” al receptor. Mustio y sombrío el desdichado Pacheco, se engolosina vanamente con las insaboras e insustanciales redondeces siliconadas de la vedette de turno…
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