La ira corroe el momento en silencio; las voces llaman y gritan, se desesperan como la vida que se escapa entre los dedos, como cuando huyes con la sombra; si esa siempre que te sigue, esa que siempre te vigila, esa que siempre te juzga; pero nadie las escucha.
La vacilación se escucha, la cuestión se cata y se existe en carne lacerada y asqueada; infectada del despecho que ahora experimento. Las palabras han sido violadas y la incertidumbre lanzada al aire a pesar de que la verdad soy yo, es como si te persiguiera con piernas de lodo y no alcanzara a rasgar esa ternura de tu cuerpo como siempre he hecho; y su maldito trato conspicuo siempre como lobreguez, acechando. He de morir si miento, no le pertenecen las arras de tu sangre ni la vida que entregaste; sin embargo el juicio implacable, el callar es presente, es diariamente mundano al momento en el que te he dejado, en el que me abandonas y niegas rotondas de palabras escritas en tu piel con mi sangre, con mi alma, con mi lengua. Si supieras el sufrimiento que me propicia el oxido que ataca aquellas heridas que has abierto con afables sicarios acallarías los gritos que nacen de ti y sostendrías la luz que viene de mi y borrarías esas sombras que acongojan tu pecho, que oprimen tu alma; que atormentan tus ojos.
Quisiera gritarlo y que todos escucharan, pero la sombra es reptante como un animal ponzoñoso, un animal huraño que se cree dueño de esas preseas entregadas en sangre y sudor, en vida y mirada; aquellas que yo he robado y guardo celosamente para mi y que no han de pertenecer sino a mi cuerpo, a mis sombras, a mi noche y a mi día.
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