Hoy vi cómo el sol salía por mi izquierda. Lo ví, lo miré, lo sentí. Porque el sol sale todos los días por mi izquierda, se cuelan las primeras luces entre el recortado de edificios formando un composé de ventanitas, paredes y luz. Ocurrió ayer, y antes de ayer, y la semana pasada, y el mes pasado y el año pasado. Pero yo no lo vi. Hoy lo miré, lo sentí, y parecieron horas. Cuando empezó eran líneas blancas que traspasaban las figuras, finas espadas plateadas que me tocaban apenas. Y se hicieron más gruesas y el color, más firme. La luz, más consistente. Y ya no importaron las paredes y el cemento, sólo el resplandor y la tibieza que empezaba a correr por mi hombro a medida que los rayos se filtraban por las persianas. Casi al mismo tiempo, la luz empezó a coronar mi monitor y rápidamente empezó a recorrer la pantalla, de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, hasta cubrirla por completo como un gran manto de calor. Al frente, en las copas de los árboles que están al sur, la luz se entremezcla raramente con las hojas. Una hoja es verde, la otra es dorada. Y seguirá volcándose la misma luz sobre el escritorio, llenando la oficina, y las calles afuera, y cada ventana y cada hueco de esta ruidosa ciudad. Pero nadie lo verá como yo. Hoy el sol es todo mío.
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