Gertrudis recuerda cada instante de sus visitas al Museo del Louvre como si fueran hoy. Si bien sus años de juventud han quedado atrás, ella presiente que ellos volverán ni bien su cuerpo atraviese su majestuoso pórtico y su andar será grácil como en aquellos años, flotando entre Da Vinci y Caravaccio, desde “El David” hasta “La Victoria Alada”, de tal modo que hasta se atrevería a seguir el recorrido largo, guiándose con su bastón sobre la extensa línea roja, como si esta fuese una vía eléctrica que la proveyese de la energía necesaria para lograrlo.
Cuando emigró a América, sus recuerdos permanecieron dormidos esperando por ella todos estos años en el interior de su alma, y aunque su cuerpo se fue desgastando, su espíritu se mantuvo intacto como si el tiempo no hubiera pasado para él; y ahora que ella ha vuelto, parece despertar de ese letargo oliendo ese aroma añejo de los vinos franceses, que se encuentra impregnado en las paredes de la ciudad parisina.
Sus ojos no dan crédito a lo que ven, cuando una nave extraterrestre acristalada de forma piramidal parece emerger a la superficie exactamente en medio de la plaza de accesos del Louvre, cuando su alma se desploma y parece no volver a despertar, dejando a su cuerpo ahí parado, como una autómata que se desplaza hacia ella llevada por la multitud, casi sin mover sus piernas y sin necesidad de utilizar su bastón. Aquella inmensa maquinaria parece deglutirse a la gente que simplemente se somete a ser engullida como pasta de espagueti, y Gertrudis voltea a ambos lados mirándolos impávida, sin poder escapar de su abominable succión hasta que una inmensa boca de escaleras mecánicas los deglute íntegramente hacia su estómago subterráneo. Desde ahí comienza su recorrido siguiendo las líneas de colores, que como los intestinos de esa inmensa maquinaria la conducen a cada una de sus salas. Ahora sus recuerdos son vagos y no importa la pintura que esté viendo, la magia ha desaparecido y por un momento, siente que todas son vanas reproducciones de los originales que alguna vez tuvo el placer de conocer. Ella mira a su alrededor y no logra identificar a ningún humano, solo ve cuerpos desplazándose entre las galerías con guías turísticos encabezando sus manadas, y leyendo instrucciones para interpretar las obras colgadas en las paredes del museo, como si fuera necesario un instructivo para poder disfrutarlas. Ella se ve a sí misma como uno más de esos borregos, esperando ser llevados al matadero intelectual, donde sus partes serán servidas a la mesa de esta nueva sociedad mecanizada, hambrienta de arte y sedienta de historia, en un restaurante de pintura rápida.
Gertrudis abre los ojos y se encuentra aún en el suelo frente a la gran pirámide, que empieza a girar como la punta de una broca hasta hundirse nuevamente en la tierra, liberando la plaza del Louvre de su maléfico encantamiento, y su alma parece volver en sí, como despertando de un mal sueño, aunque ya no se encuentra en el cuerpo de ella, porque ya no le pertenece, y ambas deciden entrar al museo como ellas lo recuerdan, en todo su esplendor al abrirse el portal divino, que las espera con su arte, en su recorrido eterno.
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