Era el angel más bello del Paraíso, pero se portó mal, se creyó más que su Creador y fue expulsado hacia las negruras ardientes, donde pronto edificó su casa que llamó Infierno, preparándose para la venganza.
En ese entonces, todavía era varón y su vida transcurría tranquilamente sin que nada lo inquietara. Era el temible Todopoderoso Rey de las Tinieblas: Satán, Satanás, Lucifer, Luzbel, Belcebú o como quieran decirle.
De repente, sin darse cuenta, entró a su casa la belleza más increíble que había visto hasta entonces - y que conste que antes había visto muchas otras beldades maravillosas - y en un instante, ya no fue varón, ni diablo, ni nada. Simplemente se convirtió en un cero a la izquierda. Ya no mandaba en su casa. Ahora la que mandaba era esa hermosura. Sin embargo, él era feliz a pesar de su sometimiento ridículo. No le importó volverse un inútil, un bueno para nada, ni tampoco ser objeto de las burlas de todo el averno.
Quedó endiabladamente cautivado por ese extraño ser que hábilmente lo convirtió en su esclavo, apoderándose no sólo de su voluntad, sino también de su casa, de sus bienes, de sus amigos, de su dinero, de su tiempo de reposo y hasta del control de su televisor. Lo hechizó sin remedio y por fin terminó matándolo de felicidad con las artes del amor.
De ese ardiente, infernal y quemante amor nació Lucibella, más poderosa que sus progenitores, a quien por un extraño conjuro se le concedió encarnarse en la Tierra en todas las hijas de Eva, sin excepción.
Y así sucedió que gracias a una suerte desconocida, hoy viven en el mundo tres mil millones de Lucibellas, aparentemente abnegadas y sosegadas, que cristalizan cada día la venganza de su padre aquí en la Tierra; apoderándose de la mente, los bienes, la voluntad y la conciencia de los tres mil millones de aprendices de diablo que existen. |