La madrugada del 27 de febrero del 2010, Chile se vio estremecido por uno de los desastres naturales más devastadores que ha conocido la humanidad...
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Terremoto, ufff, cuanto se ha hablado ya del último terremoto… y cuanto queda aun por hablar…
Este texto trata sobre un aspecto un tanto desconocido, ignorado de nuestra sociedad, que quedó al descubierto gracias a la catástrofe… hablo de las condiciones de vida de la población inmigrante en Chile; hablo de las viejas casonas y cites del centro de Santiago, convertidas en “lujosas residenciales” destinadas a acoger al amigo cuando es peruano, boliviano o ecuatoriano; hablo de micro sistemas de subsistencia en que quince, veinte o más familias se ven obligadas a compartir el baño, la cocina, la inmundicia y las penurias de nuestra sociedad.
Estimado lector, la situación es la siguiente:
Imagina que estás en medio de la vecindad del Chavo del 8, y que en el barril del Chavito duermen de 3 a 6 personas (en ocasiones más). Imagina, además que el señor Barriga no se ha preocupado jamás de revisar las instalaciones eléctricas ni menos las sanitarias… imagínate a don Ramón tratando que el Chavo se meta a la regadera una mañana de invierno, a la intemperie y sin agua caliente…
¿Qué bonita vecindad?
Olvidarlos (abandonarlos) en estos guetos donde el único esfuerzo por mejorar la habitabilidad de los inmuebles pasa por pintar la puerta exterior de colores para que nadie note que tras esas puertas sobran el hacinamiento, la insalubridad y la marginación social en su más pura expresión… esa parece ser la respuesta a la paradoja.
Así, como en su momento fueron los campesinos que migraron a la ciudad buscando el pan para sus hijos, y tuvieron que adaptarse a un ambiente hostil, así hoy surge una nueva forma de pobreza y marginación, la de los inmigrantes que poco y nada pueden hacer por cambiar esta situación, sobre todo considerando que al pisar tierra chilensis son inmediatamente catalogados como mano de obra barata. Porque en este país se considera a todo extranjero de piel oscura como mano de obra no calificada, sin importar los pergaminos y la experiencia que traiga consigo.
El problema surge para los recién llegados cuando, ante la urgencia de trabajar para comer, y ante la necesidad de encontrar un techo donde guarecer a sus niños, terminan aceptando el “amable hospedaje” de cualquier señor Barriga que los alberga en alguna “bonita vecindad” con tal que le paguen a tiempo la renta. Rentas que, si bien son relativamente bajas, ofrecen escasa calidad de vida a sus inquilinos.
Pero como no hay terremoto que por bien no venga (jaja), un merito del sismo es que, junto con remecer todos estos viejos conventillos, puso a muchos de sus inquilinos a dormir en la calle y le mostró al ojo del buen observador, la paupérrima vida que llevan en ellos, más de cien mil niños, ancianos, mujeres y hombres de diversas latitudes.
Lo peor es que los señores Barriga (chilenos, compatriotas, por supuesto), en su extraña concepción de amor al prójimo, han aprovechado la contingencia para subir los arriendos de los pocos lugares que quedan aun en pie, so pretexto de convencerlos de que se vuelvan a su país “ve que allá no hay terremotos”.
Lo bueno es que no todos los chilenos creemos que los extranjeros vienen a robarnos nuestras fuentes laborales y a saturar los Sistemas Sociales. Muchos soñamos una sola gran nación, donde todos tengamos derecho al amor y al pan... donde todos seamos iguales.
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