Son Ruinas
Me acuerdo de aquel pueblo, escondido entre la selva, siempre con ese aroma viejo que se le pega a uno en el pellejo, me acuerdo de sus calles empedradas, también de la iglesia abandonada porque ya nadie creía en Dios, también las huertas atestadas de manzanos, de almendros enormes, de naranjos longevos, de árboles de mango regados por aquí y por allá, sí, me acuerdo muy bien de los saludos, de los rostros que veía todos los días, aquellas hermosas jovencitas que se veían como ángeles cuando se bañaban, o las montañas que se extendían como una serpiente de roca por todo el valle, madre, lo recuerdas, verdad, sí, fue allí donde ambos nacimos, donde enterramos a mi abuelo, donde solíamos pescar con mi tío Daniel en su canoa arcaica, ¿verdad que lo recuerdas?, pero lo más importante, aquella casa arrinconada, donde los embates del tiempo parecían no tener efecto, era nuestro hogar, pero la guerra nos lo quitó, junto con todos aquellos que amábamos, aquella tierra se consumió por los fuegos de los cañones, y los cuerpos inertes rodaron cuesta bajo hasta que llegaron a la ciénaga donde se hundieron para siempre, porque la guerra nos quitó el alma y solamente éramos cuerpos errantes. Pero ahora yaces en la cama, ahora te veo envejecida, ya no somos lo que fuimos, somos espectros de un pasado por el cual nadie sufre de melancolía, todos menos nosotros dos, recuerdas que durante la guerra mi padre desapareció entre la ciénaga, lo buscamos por semanas pero su cuerpo fue devorado por los pantanos mal olientes. Ahora venos, en la capital del país, donde casi nadie nos conoce, donde tenemos que sobrevivir porque nuestra tierra está extinta, porque las ruinas fueron reclamadas por la maleza, sí, lo he visto, madre, entre las ruinas de nuestro hogar crece un nogal, pequeño, se doblega con el viento, pero allí crece, allí donde yo crecí, envidio al nogal, no sabes cuánto madre.
Fui con mi tío Daniel, llenamos los morrales de ropa y nos fuimos, para ver si algo podía ser rescatado de todo aquel mundo olvidado, mi tío siempre iba delante, porque él recuerda cómo llegar, pero yo apenas me acuerdo de los caminos y ahora los senderos han desaparecido y solamente son transitados por bandoleros. Nos subimos al tres que va para Veracruz y nos bajamos antes de llegar, porque debíamos coger unas mulas para cargar el equipaje. Después nos internamos al olvido, aquel camino que lleva a un cementerio, el mismo donde quemé mi ropa sucia, donde solía buscar mangos ente los árboles del cementerio, el cual era el mejor cementerio de la región, me apena decir que al verlo mis recuerdos nostálgicos no se parecen en nada a aquel campo regado por piedras grises, tapizadas de musgo viejo, donde los muertos estaban muertos porque ya no había nadie que los recordara. Después cogimos un camino más compacto, donde los árboles hacen un túnel y bajamos mucho, hacia el valle, donde la niebla pálida de la mañana se precipita sobre el lecho. Las mulas no dejaron de quejarse durante todo el camino y nubes de mosquitos carniceros nos acecharon durante el trayecto. Al salir del túnel nos encontramos con una pradera, donde pocos árboles crecían y las piedras blancas imperaban. Más allá, vimos el río, es lo único que sigue igual, porque ni los árboles logro reconocer y las frutas me saben extrañas. Mi tío me dice.
-Tenemos que bajar por la derecha, porque el camino de la izquierda está transitado por locos y bandoleros.
-Tío, ¿Recuerdas que aquí jugábamos cuando niños? –le dije pero él me sonrió y siguió adelante, repitiendo, “sí, me acuerdo” una y otra vez hasta que las palabras dejaron de tener sentido para mí.
-Carlos, dime, ¿por qué vienes a este condenado lugar? –me preguntó.
-A dejarle flores a mi padre.
-Entonces vamos.
Continuamos, hasta que tuvimos que descansar.
-Tío, no recuerdo cómo era la casa de doña Lucha, creo que era de color verde, pero fue la primera en caer, recuerdas que un cañonazo la redujo a polvo y escombros.
-Azul, ese era su color –dijo encendiendo una pipa vieja.
-La casa de Arnoldo Díaz, la casa negra fue derrumbada por los conservadores, por el mito del oro.
-Había oro, yo lo vi alguna vez, pero él lo gastó todo, no sé en qué y ya de viejo andaba pidiendo limosna. Creo que su mujer murió de fiebre y él trató de curarla por todos los medios, nunca se recuperó… pobre, se murió de pena.
-Entonces los hijos de Díaz ya no estaban…
-Murieron, los 9 hijos en la guerra, sirviendo a la patria… como la mayoría de los jovencitos del pueblo, creo que aquello fue el primer indicio de la irremediable caída de nuestro pueblo…
-Murieron, murieron.
-Sí, cuatro cuerpos fueron entregados a don Arnoldo, pero el resto se pudieron en los campos de batalla, como muchos.
El descanso terminó y subimos a las mulas, nos ajustamos las armas bajo la ropa y nos colocamos de nuevo los sombreros. Entonces ante nosotros los caminos revueltos aparecieron, tomando uno tras otro, internándonos más y más donde los árboles eran más viejos y altos como ningunos en todo el resto del valle, allí las aves cantan, felices, todas las mañanas, sin importarles la presencia humana, ellos no sufren. Espero que siguas bien, espero que Lucrecia te cuide bien.
Después de mucho andar arribamos a las orillas de la ciénaga, donde los vapores pálidos se mantienen bajos, ahora crecen pequeños abedules cerca y la nata gelatinosa que cubre las aguas es más verde y no gris como la recuerdo, creció mucho el dominio de la ciénaga, según dijo mi tío.
Continuamos, tratando de no acercarnos muchos porque el aroma era nauseabundo y te marearías si olieses aquellos gases pestilentes.
Al final llegamos. El pueblo, recubierto por maleza. El pasto es grande y frondoso, las enredaderas trepan por las pocas paredes en pie, las piedras de las que fueron hechas las casas descansan en tierra negra, las gallinas olvidadas aún moran por allí, como parvadas regadas como gallos famélicos.
La iglesia es nada, la cúpula famosa ahora está agrietada y allí moran murciélagos, las paredes de la iglesia se oscurecieron por la humedad, las calles aún sigue, igual de hermosas, con las piedras pulidas sacadas del río, así, con las calles podía guiarme para descubrir la ubicación exacta de las casas de mis amigos (todos ellos muertos). Pero yo buscaba nuestra casa, o al menos el lugar donde yacía.
Varios minutos después la divisé, era una de las pocas casas que aún mantenían el bosquejo de hogar, algunas paredes erguidas, y parte del techo flotando, cargado por tres paredes de piedra. Allí, buscando encontré una pala sin mango, unos platos fragmentados y un mago de cuchillo.
Las lagrimas que anegaron los ojos, me sentí de nuevo transportado a nuestros tiempos felices, cuando mi padre me levantaba para ir a los llanos, para ir a la escuela, donde mi padre me sonreía.
Allí estaban las ruinas, llenas de fantasmas olvidados.
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