-Así que te han matado ya –dijo la voz, pero Sandro no supo de donde provenía aquella espeluznante voz. –Veo que ya no me recuerdas…
Sandro yacía en el suelo, mirando el cielo oscuro, la lluvia se precipitaba con fuerza sobre los tejados de zinc de las casas aledañas. Trató de mover las manos y los pies, pero no le respondieron, con que eso era morir lentamente. La sangre se le escapaba lentamente por el abdomen, no pudo evitar mirar un poco más abajo del estómago donde una daga plateada se alojaba dolorosamente sobre él.
-Ya no me recuerdas… -decía la voz, pero ahora se le notaba un matiz melancólico en la voz atronadora. –así que eso es morir, ser olvidado lentamente… hasta que desapareces de este mundo y el otro.
Los pequeños arroyuelos comenzaron a crecer alrededor de Sandro ahora empalidecido por el frío del aire y ayudado por el soplo de la muerte. Los bazos se entumieron y él no se percató de ello.
-Soy Jacinto Jiménez… ¿Me recuerdas? –dijo la voz.
Sandro buscó en la memoria algo relacionado con él. Entonces el miedo acudió a él como un poderoso y doloroso zarpazo.
-Tú estás muerto. Yo te maté –dijo Sandro escupiendo agua, saliva y sangre antes de entrecerrar los ojos y fijarlos en una sombra que tomaba forma… era un hombre, de aspecto diáfano con un sombrero viejo… más viejo que el hombre mismo. –Jacinto –dijo de nuevo pero ahora con voz agotada… sonrió.
-Tanto tiempo… tanto tiempo, créeme, se extraña a los vivos. Más nosotros que a ustedes… porque mientras esperamos estamos completamente solos… solos en la sombra… donde no hay nada ni nadie a tu alrededor. Eso es la muerte.
-¿Qué haces aquí? –preguntó.
-Vengo por ti.
-¿Por qué?, yo te maté… yo fui…
-Lo sé… pero tanta es mi soledad que he extrañado incluso a mi asesino… sí, así de abrumadora es la soledad en la oscuridad.
-Hay Dios. Existe, ¿Verdad? –preguntó Sandro terminando con un aletargado suspiro.
-No lo sé, nunca lo he visto… quizá, o quizá no.- Jacinto se arrodilló en el fango de barro y le clavó una mirada triste, tanta era la tristeza que Sandro sintió algo dentro que le desgarraba. –Morir es fácil… pero existir en la muerte es difícil… no puedes dormir, no puedes descansar, no puedes comer, pero el hambre es persistente, no puedes beber pero la sed es insaciable… es un tormento… quizá donde estoy es el infierno del que tanto hablan… me temo que allí vas a parar… como tú, yo cometí muchos errores… y los errores pesan más que el plomo… es tan agotador.
-Ya veo.
-No temas.
-Gracioso es, no le temo a la muerte… no me lo vas a creer pero desde siempre le he temido a la vida.
-Lo sé.
-Le temó tanto…
-Pronto se acabará.
-Vamos al infierno.
-Él no se moverá se allí… está a cada esquina, a cada instante, es el mundo detrás del mundo.
-¡Ja!,
Las luces de la casas se extinguieron, una bruma gris cubre todo lentamente, pequeños agujeros crecen en el suelo y el aire y en el cielo, de todas partes aparecen esos abismos, esos infiernos personales. Jacinto miró el horizonte donde la niebla albina se perdía allá a lo lejos, los sonidos menguan hasta que todo es silencio, los árboles decrecen y se hunden en el suelo fangoso, las casa se desquebrajan y los techos de zinc se oxidan y mutan en un polvo rojo incandescente.
-¿Te acuerdas cuando me mataste?- preguntó el muerto.
-Sí.
-Yo no lo recuerdo del todo… te importaría decirme cómo fue.
-Hum, Hum… claro.
El mundo se volvía en nada.
-Yo recuerdo… bien. En aquellos días éramos amigos, vivíamos en la misma calle… tú estabas casado con Maribel, la recuerdas, ¿No?, pues es hermosa… aunque ahora veo su rostro sonriente y a mí acude un aroma a piedras calientes y a duraznos maduros. Por mi parte yo vivía solo, porque mi esposa murió al dar a luz, ambos, mi mujer y la niña murieron… era un día con lluvia intensa y los rayos caían como serpientes de fuego. Trabajábamos para don Apolinar Ramones, un viejo cascarrabias en la hacienda, como peones, nos matábamos de sol a sol, siempre juntos tú y yo… se podría decir que fuimos felices. Pero Apolinar mató a mi novia, la que tuve después de mi esposa, sí, a la misma que violó el viejo maldito, espero que lo recuerdes, ambos nos armamos y fuimos a matar al viejo… le dimos tantos balazos que le desfiguramos el rostro. Lo tiramos al río, no sin antes amarrarlo con a unas piedras, creo que aún no encuentran el cuerpo. Desde ese día todo se torció en mi vida, no podía dormir porque el viejo Apolinar se aparecía en ellos, dejé de dormir y poco después ya no podía distinguir la realidad del sueño. Comencé a tomar y transcurrió el tiempo, dos años después me fui del pueblo y allí comencé a matar a cuanto se metía conmigo…porque en mí habitaba un miedo extraño, un miedo creado por mi gran soledad. Me buscaron muchos de los familiares de aquellos que maté, por eso fue que volví, creyendo que me ayudarías, que me esconderías de la policía y de la venganza de algunos hombres que comenzaban a rondar por el pueblo. ¡Me diste la espalda, tu mujer estaba por parir a su cuarto hijo!; me llené de miedo y entré a tu casa en busca de un arma… no sabía que no te encontrabas en casa, supuse que yacerías dormido junto a Maribel… pero no, ella dormitaba sola con los tres niños pequeños. Traté de salir por la ventana… esa noche tomé demasiado… todo me daba vueltas, el mundo giraba y yo no me mantenía en pie, caía cada dos o tres pasos. Tú me viste… me viste salir con el arma en mano, y de dirigiste a mí. Me pediste que te entregara el arma, pero yo no solté la pistola, por tanto te lanzaste sobre mí para quitarme el arma, yo la dejé caer; no veía bien tu rostro, creí que eras alguien que quería hacerme daño, creía que deseabas matarme. Entonces te golpee fuertemente hasta que caíste entre las rocas en forma de huevos negros que siempre colocabas para construir (según tú), una futura barda de piedras. Cogí el arma húmeda que se resbalaba de mis manos, giré sobre mí para apuntarte… entonces jalé el gatilló, no sucedió nada… volví a tirar del gatillo, lamento decir que fue muy fácil, entonces una humareda se levantó cuando del arma salió la bala. Nos miramos mutuamente, en tu rostro se dibujó una vaga sonrisa que después sustituiste por una mueca… era la mueca de la muerte… Los vecinos se levantaron, todo era confusión y miedo, gritos por aquí, gritos por allá… gritos por todos lados. El miedo me invadió junto con un temblor que recorrió mi cuerpo de palmo a palmo. Los pájaros despertaron del sueño, los patos y gansos graznaban al ver a su amo bañado en sangre y un sudor frío. Maribel asomó su rostro adormilado por la ventana, nos vio y sus lágrimas empañaron sus ojos castaños. La miré directo a los ojos y su mirada me hizo experimentar un dolor extraño, un dolor que taladraba en el alma dolorosas llagas. Corrí rumbo al río que desbordaba sus aguas, traté de huir pero el agua me golpeaba y sucumbí ante su violencia. Desperté en un lejano pueblo, mi cuerpo olía a pólvora, aún ahora puedo olerla, por días, meses y años bañé mi cuerpo pero el aroma de la pólvora se metió bajo mi piel. Muchos años vagué sin rumbo hasta que por albures del destino tu hijo en una borrachera me enterró una daga, es la que te di de regalo en tu 29 cumpleaños. Yo estaba en una cantina, bebiendo solo, mirando por la ventana como caía el agua, pero no tenía mucho dinero y decidí jugar baraja, allí los vi, tres jóvenes, me creí superior y me acerqué a jugar con ellos. Perdí, me echaron de la cantina a patadas y fui a dar al agua puerca, allí estaba cuando vi salir a un muchacho de una tienda, jovencito, se me hizo fácil, total solamente quería su dinero… me acerqué tambaleante a él, no tendría más de 15 años el mocoso. Saqué una pistola, y le apunté a la mera choya, le dije:”Dame el dinero que traigas, hijo de puta”, le ordené con fuerza, y no me tenté el corazón cuando el chavalo me dijo: “Es para medicina, mi madre está enferma”. Yo respondí: “¡Me importa una madre, dame el dinero!”. Después el entró en el miedo, me acerqué y tropecé, el arma salió de mis manos, la misma arma con la cual te maté… después lo miré bien, el chiquillo era igual a ti cuando eras joven, supe que era tu hijo… me acerqué para abrazarlo… pero el temor se apoderó de él, sacó una daga, la reconocí de inmediato, dije: “Esa daga yo se la di a tu padre… cuando…”, no terminé de hablar porque la hoja de metal se hundió veloz y con fuerza, sentí mucho calor, como si la hoja de metal estuviera al rojo vivo, después el insoportable dolor, mitigado un poco por la borrachera… él chiquillo corrió pidiendo ayuda… después oí tu voz, mi amigo.
Jacinto fijó su mirada gris sobre su viejo amigo. No supo cómo, de repente todo el resentimiento se volvió espuma y se perdió en lo alto… ahora sólo existía un vacio donde su voz retumbaba en las paredes del infierno con ecos eternos. Sandro exhalaba y la sangre con espuma se perdía, se diluía con la tierra húmeda.
-Ya no volviste a ver a Maribel, ¿Verdad? –cuestionó Jacinto retirándose el sombrero para dejar al descubierto una mata de cabello crispado.
-Nunca más.
El mundo desapareció y las sombras tangibles los ahogaban con sus presencias.
-Se acerca el momento.
-La muerte, ¿Puedes verla? –preguntó Sandro. –Mira… allí detrás de ti, es una sombra gris… jajajajajaja
-No esa muerte es para ti nada más. –Sonrió.
La muerte lo abrazó irónicamente con dulzura. Y la muerte tenía la apariencia de su esposa muerta. No pudo evitar sonreír.
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