La imaginación de Aurora
Era marzo, un caluroso marzo y Adriana miró por la ventana, allá los niños jugando, saltando en el césped seco, indemnes al calor se movían de aquí para allá, siguiendo la pelota o profiriendo alaridos de alegría. Respiraba tranquilamente, con un libro abierto en el regazo y un vaso de limonada a su diestra. Su cabello recogido, húmedo por el sudor, si ponía uno atención podía ver el vaho incandescente proveniente de la tierra, solamente con mirar el horizonte cercano. Miró el reloj de pulsera: “¡No, ya es tarde!”, se dijo y apresuradamente se cambió y calzó con unos cómodos tenis. Salió apresurada y subió al autobús. Trabajaba de niñera y había olvidado por completo el compromiso que contrajo con la Señora Libre (Ana Libre), era irónico que se apellidaran así, puesto que eran muy conservadores, o mejor dicho la Señora lo era. La bebé de los Libre era una infanta de apenas unos mes de vida desde su alumbramiento.
El autobús apresuró la marcha, y Adriana pensó que el destino no la dejaría llegar tarde de nuevo, amaba su trabajo pero odiaba los reproches de la Señora Libre, siempre exacta, sin error alguno, guiada por su terrible lógica y su mal humor.
Bajó del autobús después de quince minutos, abrazó el bolso y corrió por la calle, esquivando algunos niños en el camino, así como a dos monjas que por allí transitaban.
La casa de los Libre era simplemente maravillosa, con detalles finos y delicados. Al entrar vio al Señor Libre, quién era lo inverso a su mujer: alegre, platicador, dispuesto a las bromas como al tratado de asuntos importantes, inteligente y eso le gustaba a Adriana.
–Hola –dijo él, iba de salida. Miró su reloj y sonrió –Que bueno que llegaste cinco minutos antes, sino ella estaría esperando para proferir insultantes palabras –río por lo bajo y salió, mirando a ambos lados de la calle y con aquella sonrisa al estilo de Mona Lisa que le caracterizaba.
La Señora Libre la esperaba en la sala con la niña en brazos. Miró de soslayo por el hombro y vio llegar a la niñera, exhaló aliviada. Entregó a Aurora y se fue lejos, al patio donde cogió un voluminoso libro y empezó a leer.
Aurora, con esos enormes e intrigantes ojos veía a la recién llegada, y la sonrisa se tatuó al momento, exclamaba y emitía gritos de bebé contento, llenos de confort y alegría.
Adriana se sentó en el sillón y observó largo rato a la niña.
Así como aquel día, recordó que la habían contratada hacía dos meses y tomó rápido cariño a la niña, la aseaba, la bañaba, la alimentaba, sobre todo la amaba y era celosa que otra gente se acercara para tocarla.
La tarde cayó y con ello el abrumador calor, después de la comida, Aurora y su niñera se fueron a la habitación de la niña y la madre salió, pues debía entregar un reporte de algo, no se cuenta qué.
Aconteció que en aquellos momentos, algo sucedió. La madre de Aurora llegó y cogió lo que era una aguja, apresurada empezó a tejer (pues era una tarea que la relajaba), también fue cuando Adriana llevó a la niña junto a su madre, en un descuido, a la Señora Libre se le resbaló de las manos la aguja, y fue a dar a la frente de la niña, ¡La frente de Aurora era atravesada por la aguja!; las mujeres se miraron, anonadadas y dispuestas a gritar. Fue la Señora Libre quien rompió con el terrible silencio.
– ¡Mí hija! –gritó la Señora Libre y se abalanzó sobre ella.
Adriana, aún sorprendida cogió a la niña antes que su madre la tocara, temiendo que por causa de su repentina acción perjudicara más a la niña. Se alejó unos metros y miró la aguja, la sorpresa la cogió al notar la carencia de sangre de la herida y cómo la aguja salía por sí sola de la frente de la niña, y ella como si nada, manteniendo su angelical sonrisa a la nana. La aguja salió por completo. Entonces algo brotó de la herida, se esperaba el hilo de sangre, ocurrió otra cosa, una sustancia dorada y de una textura líquida comenzó a manar, primero unas ligeras y diminutas gotas, después unos momentos el flujo del líquido aumentó junto con la cantidad del mismo.
¡Era el líquido de la imaginación!
De repente, todo aquel líquido dorado llenó la habitación. Las mujeres se asombraron puesto que los cojines de la sala se comportaron como aves revoloteando sobre ellas, las sillas caminaban como cuadrúpedos, siguiéndose unas a otras, tal si fueran cachorros divirtiéndose, los muebles lanzaron un gemido, parecían despertar del letargo del sueño, los marcos de las ventanas se dilataban y contraían como si la habitación respirara, el reloj de gato colgado en la pared se descolgó y comenzó a seguir a los cojines, dándoles zarpazos sin acertar, la mesa de centro rugió como un león y los demás muebles se alejaron, asustados por el terrible sonido, las mujeres estaban simplemente estupefactas, veían pasar los animales de porcelana entre sus piernas, y el del espejo salió algo como un hombre pero era completamente de vidrio, y bailoteaba quitándose el sombrero ante las damas. La Señora Libre emitió un grito que asustó a su hija.
El líquido desapareció, entrando de nuevo a la frente de la niña.
Aurora recogió un cojín antes de que callera. Su madre ladeo el rostro, asombrada por tan increíble suceso. Adriana miró dentro del ovillo de la herida y noto que algo se movía, acercó más el ojo derecho: vio que dentro de la cabeza de la niña había unas montañas blancas, coronadas por un atardecer, había pasto verde que danzaba, y de la montaña más grande que jamás se había alguien imaginado, brotaba aquel líquido de la imaginación que terminaba por convertirse en un océano inmenso, y allí estaba el mar dorado, donde nadaban los seres más fantásticos que la imaginación puede concebir, observó como las ballenas azules flotaban sobre las altas cumbres de las albinas montañas, observó perros que maullaban, gatos que ladraban y seguían nerviosos a los perros, vio como todo lo que un niño puede imaginar; de momento la herida de la niña se cerró, porque aunque saliera líquido todo el tiempo, éste jamás escasearía, ya que para la imaginación no hay límites y menos aún para los niños.
Ambas mujeres se miraron, asombradas por lo que la mente de un niño es capaz de crear.
Aurora sonrió de nuevo y dejó caer el cojín de sus manos.
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