“La vida es una balanza: te da y te quita” me explicó un hombre que, aunque meditabundo en ese instante, luego no tendría problemas en asesinar a martillazos a su esposa; delito por el cual posteriormente resultó condenado a 15 años de prisión. “Hay que tener confianza. Solamente confianza...” agregó esa tarde, para luego comentarme que tenía pensado comprar una maza nueva en la ferretería que, junto a nosotros, se alzaba con elegancia sobre la avenida Córdoba. Luego partió, inundándome de optimismo y dejando sobre mis hombros una de esas tantas ilusiones que, de tanto en tanto, suelo acribillar con las balas de la razón antes de que éstas cobren vida.
Confianza. Bombas con inteligencia forjadas en uranio empobrecido y hombres sin destino compiten en pos de cruzar en primer lugar la línea del adiós. Seguridad en que siempre los malos y los equivocados son los otros. Mentira piadosa que, a través de caricias positivas, nos obliga a descargar el arma que hemos colocado sobre la mesa por si los fantasmas de siempre deciden regresar. Confianza. Sentimiento que anida en aquellos artefactos que, depende el clima y el estado del campo de juego, nos otorgan una sensación de vida o se empeñan en cercenar nuestra respiración. Ideologías políticas, religiones, preferencias sexuales o equipos de fútbol: lo que a determinados grupos les asegura una significación valedera a otros les adjudica un final poco digno. Toda luz que se enciende genera sombra. Pero aún así, continuamos. Confiamos en una esperanza que algunos definen como “estar mejor”, y siempre en búsqueda de refutar a visiones que, como las sostenidas por Louis-Ferdinand Céline, nos liberen de aquellos pensamientos que hablan de la vida como una “Muerte a Crédito”. Una extinción a pagar en cómodas cuotas...
Y así nos sorprende, en muchas oportunidades, la ceguera, y se propicia el fanatismo. El culto obsesivo por aquellos trucos que nos otorgan la seguridad, siempre sospechosa, de finalmente Ser. Así, cuál psicoanalistas carentes de toda visión periférica, respondemos con naturalidad a las eternas pulsiones de vida y muerte. De este modo, queda planteada la problemática de sobrevivir y procurarse aquellos pertrechos que permitan afrontar tal empresa. Porque siempre se procura obtener un método que permita anticipar la inseguridad; vencerla...
El camino continúa. Como esa certidumbre que obnubila a todo escritor diminuto cuando, relegando todo registro de egocentrismo, confía obstinadamente en el poder de sus palabras. Y esto pese a que, en muchos casos, la realidad concreta se encargue día a día de recordarle su rol de vendedor de flores marchitas. Así, el hermetismo y la confianza mutan en una alianza que, amiga de la estupidez, no duda en quitarle espacio a toda instancia de error.
“La escritura me salvó la vida varias veces”, me comentó Ernesto Sábato en una oportunidad. Y al contemplar, casi enamorado, sus manos arrugadas en tinta inmortal, no dejé de analizar la profundidad de sus palabras. Porque en ese tipo de confianza radica gran parte de nuestro pudor por la autoeliminación. Otros le llaman cobardía, pero no es el objetivo de este escrito discutir tal apreciación. Lo importante es que, merced a ese sentimiento esperanzador, para muchos la vida respira o se desangra. Pero no deja de palpitar.
Hoy esta relación nos pone frente a frente: pluma que redacta y lector que amplifica lo cognitivo. Algunos comprenderán lo hasta aquí expuesto; otros se alejarán con la confianza de haber optado con acierto una medida escapatoria oportuna. Así, a la par de esos ojos, de ese haz de luz que ahora se traslada hacia otro horizonte, este paisaje adopta, poco a poco, el acuciante tono sombrío que adquiere lo descartable. Típico de esos lugares que, una vez privados de todo rasgo de esperanza, merecen hundirse en la oscuridad del olvido. Y esto de acuerdo a nuestra calidad de hombres y, por lo tanto, trozos de barro reacios a palpitar las bondades de lo inseguro.
Patricio Eleisegui
El_Galo
|