Aquel cuadro, el último del gran pintor Cubista, era objeto de la más grande admiración de los críticos. La modelo que inspiró el cuadro, era dueña de una belleza inenarrable, era una Diosa, una gema excepcional; lo más bello nunca visto, y en la exposición acaparaba la atención de propios y extraños. Sin embargo, el neófito en pintura, la veía en el lienzo con un ojo en la frente, el otro ojo por la nuca; la cabeza cúbica casi sin cabello; la nariz descomunal; los brazos, en número de tres de forma cilíndrica desparramados como rayos de un sol iridiscente y con los dedos de la mano terminados en palillo de tambor; en el abdomen triángulos y rombos multicolores; y todo eso en un fondo de rayos y estrellas de mil colores y figuras geométricas, donde no faltaban cabezas de toros feroces. Pero el pintor, a pesar de su gran éxito, no había logrado conocer el amor porque a todas las bellezas que se le aparecían a cada instante, las veía con ojos de cubista y él mismo se decía para sus adentros: "así no me gusta". Pero un día, hizo su aparición en la vida del cubista, la mujer más horrorosa que alguien podría imaginar, sin gracia, excepcionalmente fea y aborrecible. Pero por un extraño conjuro, con la visión de esa fealdad, la llama de la pasión erótica del pintor estalló en un atropellado encuentro pasional en donde no hubo ni inhibiciones, ni quejas, ni lamentos, ni pausas. Allí terminó la visión cubista del pintor, que en lo sucesivo se dedicó a pintar con la óptica de cualquier mortal, sin distorsiones ni geometría alguna. Por su parte la fea, estaba doblemente feliz: por haber logrado el amor del artista y por haber derrotado ese despreciable movimiento pictórico llamado Cubismo. |