La había visto un día en su ventana, en uno de esos encuentros lejanos que se graban en la memoria y se van desarrollando en el alma como prodigios malignos inexplicables y cómplices del miedo. Una habitación oscura, el viejo techo de madera por el que tantas veces trepo, la casa, esa dulce pero fría casa en la que vivió su infancia y ahora allí nuevamente en la ventana, sentía su presencia cada vez mas cercana, como si su risa penetrara el espacio denso que las separaba.
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Su boca húmeda, sus gruesos labios, se podía hundir horas enteras en sus brazos sin abrir los ojos, ese perfume intacto que sentía en su cuerpo, el roce de su piel cuando sus manos se juntaban; horas enteras amándose en silencio en tímidas caricias, en largos ratos de contemplación, mientras su mujer en casa lo esperaba, maldiciendo los días y los minutos, a las almas que se amaban en secreto.
¿Quien era ella para arrebatarle su hombre?, al padre de sus 4 hijos que ahora descuidaba? Maldecía cada vez mas fuerte contra el mundo y su naturaleza, odiaba tanto su suerte, la odiaba a ella y a el por su traición por el cinismo.
Eran cuatro hombres y ella sola allí indefensa, sabia que su crimen era amarlo a él y que jamás se lo perdonarían, él era su padre y los había abandonado desde niños, entregándose al placer de sus deseos, a permitir que el tiempo pasara sin ningún asombro, a deleitarse con su cuerpo entre las sabanas, a hundirse cada vez mas hasta la enajenación total. Pero él había pagado con su vida, consumiéndose lentamentamente hasta morir, de una extraña enfermedad que se fue extendiendo por su cuerpo, el desespero y la agonía siempre presente, ansiedad y dolor cada vez mas fuertes, síntomas extraños que tan solo podían ser cosas de demonios, de enfermedades encerradas y creadas por humanos por poderosos hechiceros campesinos que tan solo vivian en la noche con sus extraños ritos.
Sintió en su cuerpo las heridas, los machetes a su alrededor, el dolor de verse ensangrentada y ahogándose con su propio cuerpo muerto y descuartizado, la cabeza lejos de sus brazos, sus caderas y su vientre ahora vacio, los senos rotos, destrozados su cara hechas girones de piel, su cabello tan solo era un matorral feo y sucio de sangre y de polvo que le cortaba la respiración, por fin pudo cerrar sus ojos viendo a los 4 hombres imparables con sus cuerpos que seguían sacudiendo los machetes por los aires en una danza macabra, apagándose los gritos y permitiendo ahora el paso al silencio.
Después de mucho tiempo, había vuelto en forma de sueño, estuvo atrapada en las sombras infinitas, pasó por muchos sueños, por delirios incanzables, y ahora era tiempo de regresar.
Estaba nuevamente en su ventana, allí en una casa que nunca conoció, sus restos ahora enterrados en cualquier hueco que los hijos de su amado hicieron de prisa para ocultar los trozos de su cuerpo, de la sangre que corría lenta por los montes arrullada por los arboles, los pastizales que ahora no existían; no pudo reconocer el sitio, pero divagaba por allí sin poder descansar, todos habían muerto ya; los hijos, la esposa traicionada, él su amado con todo el sufrimiento, y tan solo ella quedo vagando por las noches, los días enteros asomada a una gran ventana, recorriendo pasillos y techos, escondiéndose bajo entablados y zarzos, corriendo de los humanos, dejando tan solo su sombra al pasar.
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La había visto una mañana muy lejana, estaba en su ventana y reia a carcajadas, era una casa pequeña, repleta de misterios, de recuerdos, estaba delirando por la fiebre, el cansancio y el miedo. Su madre había ido donde la vecina por unos cuantos limones y su presencia la perturbaba, esa agonía infinita del tiempo que transcurre lento y silencioso, lejano, profundo, temeroso y esa presencia nunca se fue, aun en sus sueños, la encontraba escondida en las sombras, en sus miedos infinitos que desarrollo desde su infancia. Ahora nuevamente estaba allí mirándola de frente, sonriendo como antes, después de 20 años sabia que aun no era tiempo de marcharse.
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