Mil años es mucho tiempo. Mucho tiempo para todo, pero mucho más aún para un odio. Aunque bien se puede aducir que es más fácil mantener viva la llama del odio que la de la amistad, mil años sigue siendo mucho tiempo.
Tal vez para un pueblo como el nuestro, el criollo, mil años es incluso impensable en términos de origen, casi una eternidad. Para los alemanes del Volga pareciera que no es tanto, quizás por milenios de vida tribal que de alguna manera subyacen en el inconsciente colectivo, quizás porque por generaciones y siglos supieron resistir los embates de otros pueblos, desde los romanos hasta los cosacos.
A lo mejor por eso, para los alemanes del Volga, mil años de enfrentamientos son apenas una anécdota en una tradición que se remonta hasta posiblemente antes de Cristo.
Dicen que hasta mediados del siglo XX, cuando los alemanes del Volga que se radicaron en las aldeas de Diamante, en Entre Ríos, querían decir que algo era imposible, decían “¡chánsempa chánsempeg!”.
Por ejemplo, si le preguntaban a Juan Heinzenreder si los pollos de José Heidelberger eran más sabrosos que los suyos, seguramente contestaría “¡chánsempa chánsempeg!”. Si alguien le preguntara a Berta Kranewitter si los pirok de Olga Kalbermatter podrían ser mejores que los suyos, diría “¡chánsempa chánsempeg!”. Como se puede ver, el orgullo es también una de las características de los alemanes del Volga.
Pero en las aldeas del departamento Diamante, especialmente entre los alemanes del Volga que se radicaron allí en la segunda mitad del siglo XIX, nadie ignora lo que significa “¡chánsempa chánsempeg!”, porque todos conocen la historia de las familias Schanzenbach y Schanzenberg, cuya mención en dialeckt, la lengua que trajeron desde Rusia, suena justamente como “¡chánsempa chánsempeg!”.
La historia es conocida desde Aldea Salto hasta Isletas, desde Colonia Avellaneda hasta Puíggari, pero muy especialmente en Aldea Protestante, Aldea Valle María, y Aldea Spatzenkutter.
Hacia mediados del siglo X, en un remoto lugar de Baviera, dos fortalezas custodiaban la frontera entre las comarcas de Altendorff y Neuendorff. La de Altendorff quedaba junto al arroyo, la de Neuendorff al pie de la montaña.
Dejando de lado la tradición oral, el dato más antiguo que se tiene acerca de las fortalezas, proviene de un cantar de gesta que recogió el beato Guillermo de Praga en el año 1.253.
Guillermo de Praga fue un monje benedictino que intentó llevar al latín buena parte de la tradición oral de los bávaros. De su recopilación sólo sobrevivió este cantar, que narra la historia de la pelea entre los hermanos Wurdwald el rojo, y Werhardt el negro, quienes enfrentados por el amor de una mujer se juraron odio eterno.
Así fue como, para mantener vivo el odio, juraron fidelidad a los señores feudales de las comarcas vecinas, y solicitaron permiso para construir fortalezas y tener a su cargo la custodia fronteriza de sus respectivas comarcas: Wurdwald junto al arroyo de Altendorff, y Werhardt al pie de la montaña de Neuendorff.
La misma gesta cuenta a historia de sus enfrentamientos, de cómo transmitieron su odio a sus hijos, de la manera en que Herzog el cruel y Husbald el vil supieron mantener viva la llama del odio. Cuenta también la manera en que Draglomb el alto y Dastrig el gigante continuaron la lucha entre ambas fortalezas.
Ya cerca del final del siglo X fue el turno de Ingmar el valiente e Iskurt el osado. Por entonces, las tierras que rodeaban las fortalezas se fueron convirtiendo en punto de referencia, y comenzaron a ser conocidas como Schanzenbach y Schanzenberg, “arroyo de la fortaleza” y “montaña de la fortaleza” respectivamente. Los hijos de Ingmar e Iskurt, Ruffus y Rudolf, comenzaron a ser identificados como Ruffus von Schanzenbach y Rudolf von Schanzenberg, y a consecuencia de la cristianización forzada de la región, el nacimiento de sus respectivos hijos comenzó a ser registrado de esa manera en los libros de la capilla que se encontraba entre Altendorff y Neuendorff.
Si bien la historia que transcribe Guillermo de Praga cuenta que la cristianización pacificó la región, otro testimonio escrito, en este caso hallado en la abadía de Hemmerlesz da cuenta de la muerte del abad Adso de Melk a manos de Rupert von Schanzenbach y Rolfus von Schanzenberg cuando quiso acercar a ambos clanes.
Lo cierto es que la tradición oral rescata que luego de ese hecho la puja fue entre Wendler von Schanzenbach y Willehlm von Schanzenberg, a quienes siguieron Pieter y Paulus, más tarde Theodor y Theobald, Anders y Albrecht, Bearhold y Brisbald, Klauss y Karl, Sigmund y Sigfrid, Hans y Hunt, Jasper y Jakob, Fritz y Franz, Edelbert y Engelbert, Otto y Odrick, hasta llegar a mediados del siglo XVI, cuando ya la cristianización llevaba siglos y la influencia de santos varones tendía a amortiguar los ánimos belicosos de Schanzenbach y Schanzenberg, independientemente de las brasas que encontraban en la tradición oral, llegó la Reforma.
Como no podía ser de otra manera, mientras los Schanzenbach hicieron del arroyo de la fortaleza un bastión romano, defendiendo la postura papal bajo la santa guía de Thadeus Schanzenbach “el santo”, los Schanzenberg adoptaron rápidamente el credo protestante, bajo la iluminada guía de Theobald Schanzenberg “el bueno”. Nada mejor que un conflicto religioso para recrudecer viejos recelos y enfrentamientos.
De este modo las familias siguieron manteniendo viva la llama del odio ancestral, legándola generación tras generación a manera de antorcha olímpica. Cuando uno escucha a los viejos Schanzenbach y Schanzenberg, no duda que Pierre de Coubertin se inspiró en ellos para instaurar esta tradición.
Así se enfrentaron Martin Schanzenbach y Markus Schanzenberg, y luego Niklaus Schanzenbach y Norbert Schanzenberg, y más tarde Arnold Schanzenbach y Arthus Schanzenberg, y después sus hijos Ludwig Schanzenbach y Leopold Schanzenberg, quienes fueron sucedidos por Gerhardt Schanzenbach y Gottard Schanzenberg.
Con el correr de los siglos, las fortalezas fueron dejando de ser un medio de vida adecuado, y simplemente permanecían como tales no para defensa de las comarcas, sino de la lucha de clanes. Para subsistir, ambas familias debieron ir adaptándose a lo largo del tiempo. Los Schanzenbach se fueron convirtiendo en agricultores, y los Schanzenberg en pastores, y buena parte de las correrías que mantenían el enfrentamiento de sus familias se debía a la necesidad de unos de conseguir carne, y granos los otros. Pero la tierra agota su generosidad cuando se la riega con sangre, de manera que cuando en 1763 Catalina II de Rusia invitó a los europeos a colonizar su país, ambos clanes tomaron la decisión de aceptar la invitación, creyendo que se desharían definitivamente del otro. Por supuesto ninguno se enteró de la decisión del otro hasta que ya era tarde.
Cuando Ubald Schanzenbach y Ulrich Schanzenberg se encontraron en la caravana que partía desde Munich hacia el Volga, lo que evitó que corriera sangre fue la intervención de los oficiales del ejército imperial ruso, que decidieron poner a cada clan en un extremo de la caravana, imponiendo una tregua forzada bajo la amenaza de abandonar quienes no la respetara a la merced de los osos y los lobos que poblaban en aquel entonces los bosques polacos de la ruta entre lo que hoy es Alemania y la ciudad rusa de Saratov.
Fueron semanas de sufrimiento y dolor, de esfuerzos y penurias que se complicaron por la incesante búsqueda de unos y otros de fundamentos y excusas para dejar a sus eternos rivales en el camino. A pesar de la vigilia de los cosacos, al llegar a la frontera rusa, con la excusa de la queja de ambos por la posición que llevaban en la caravana, Ubald y Ulrich se enfrentaron en combate singular, hiriéndose ambos mortalmente. Sus hijos, Alfred y August, juraron venganza, aunque no la pudieron concretar en el momento, ya que fueron permanentemente vigilados hasta llegar al Volga, donde cada clan participó de la fundación de una aldea distinta: los Schanzenbach se fueron con los católicos y fundaron a la vera de un afluente del Volga la aldea de Wisenseite, y los Schanzenberg se fueron con los protestantes, fundando al pie de la montaña la aldea de Bergeseite.
Algunos años después, llegó la rebelión de Pugachev, por primera vez los Schanzenbach y los Schanzenberg lucharon contra el mismo enemigo. Alfred y August cayeron en la defensa de sus aldeas, a manos de los cosacos rebeldes, y sus respectivos clanes fueron fuertemente diezmados. Pero toda desgracia deja en la historia una faceta positiva, aunque sea mínima: los hijos de Alfred y August, Helmut Schanzenbach y Heinrich Schanzenberg se reconocieron del mismo lado, y si bien no fueron amigos ni vecinos, el enfrentamiento familiar se distendió.
Descubrieron entonces que el esfuerzo bien encaminado da frutos más tiernos que el que se recoge sembrando rencor, que la paz tiene el mismo aroma delicioso del progreso, y que el trabajo invita a la recompensa divina.
Ya entrado el siglo XIX, Alexander Schanzenbach y Alexander Schanzenberg (ambos bautizados con el mismo nombre en homenaje al hijo de Catalina II), vivieron los años de prosperidad de las colonias del Volga, guiados unos por los monjes jesuitas, otros por los pastores evangélicos. Incluso cuando la prosperidad finalizó, en 1833, el año en que no hubo lluvias, ambos clanes se refugiaron en la fe, cada uno en la suya, sin generar mayores conflictos.
Cuando en 1842 se crean las primeras escuelas, Friedrich Schanzenbach y Ferdinand Schanzenberg figuraron entre los primeros maestros, encabezando otra etapa de prosperidad. Incluso desempeñaron un papel importante durante las epidemias de cólera de 1855, en cuya etapa final fallecieron ambos.
Cuando en 1871 se abolieron los códigos que protegían a los colonos del Volga, la situación fue empeorando año a año, hasta que algunos colonos oyeron hablar de Brasil y Argentina, dos lugares remotos en los que había fértiles campos esperando ser cultivados.
Fue así como, encabezados por Johann Schanzenbach los colonos de Wisenseite, y por Julius Schanzenberg los colonos de Bergeseite, embarcaron con destino a América del sur, específicamente a Buenos Aires, desde donde serían llevados a sus nuevas colonias. Como signados por un destino burlón, ambos clanes se encontraron en el mismo barco, lo que reverdeció el histórico conflicto, de manera que en medio del mar Schanzenbach y Schanzenberg se pelearon nuevamente, siendo sofocado el conflicto por la presencia del capitán del barco al frente de un nutrido grupo de marineros armados, enviando a los Schanzenbach a proa y a los Schanzenberg a popa, luego de amenazar con echarlos a todos por la borda.
Como el conflicto no cesaba, el capitán invitó a que decidan quiénes bajaban en Brasil, y al no haber decisión, la suerte decidió que el clan Schanzenberg junto a varios colonos de Bergeseite quedaran en Porto Alegre, desde donde continuaron su periplo por tierra.
En 1877, los Schanzenbach llegaron a Buenos Aires, y desde allí se reembarcaron con todo el contingente hacia Diamante, Entre Ríos, donde, sabido es, fundaron distintas aldeas luego de una larga discusión en la que los emigrados no aceptaron la propuesta del gobierno de vivir cada familia en su chacra como colono. Con la memoria colectiva y la tradición de los ataques de Pugachev, sumado al temor de la presencia de indios salvajes cuyos inconfesables fines atemorizaban incluso a los más valientes, la presencia de pumas y otras criaturas extrañas cuyo peligro no se atreverían a enfrentar, los inmigrantes pensaron que en caso de estar separados serían fácil presa de quien fuera que los atacase. De ahí que se negaran a vivir en chacras hasta que finalmente, tras acordar con el gobierno argentino, los Schanzenbach, junto a gran parte de los católicos que llegaron junto a ellos, fundaron Aldea Marientahl, después bautizada en castellano como Aldea Valle María. Al año siguiente, cuando los Schanzenberg llegaron de Brasil, enojados con los protestantes que no los habían acompañado, fundaron Aldea Brasilera.
Los primeros vástagos de esa generación se llamaron Nicolás Schanzenbach y Nicolás Schanzenberg, en homenaje a Nicolás Avellaneda, el presidente que los albergó, y al igual que si hubieran nacido en Baviera o en Rusia, su primera lengua fue el alemán, aunque no el alemán propiamente, sino el dialeckt, ya que el alemán se estableció como lengua formal hacia la misma época en que ellos llegaban a las lomadas entrerrianas.
Descubrieron en Entre Ríos que el canto del jilguero era tan dulce como el de la alondra, que los indios no eran una amenaza, que los pumas desaparecían más rápido que los osos, que el verano es benigno y el invierno suave, pero especialmente que la tierra es singularmente dulce en sus frutos y generosa en su provisión.
Tal vez fue eso lo que con el correr de los años fue calmando los ánimos.
Tal vez sea ése el secreto que hace a esta tierra un crisol de razas y destino de inmigrantes.
Tal vez fue ése el secreto que tantos pueblos descubrieron en los ríos, las colinas, las pampas.
Tal vez fue el verde del trigo que afloraba en los campos de las aldeas lo que tiñó de esperanzas el destino de los Schanzenbach y los Schanzenberg, pero aún así, casi mil años de odios no se convertirían en amor tan fácilmente.
Luego de los Nicolás, fue el turno de Juan Schanzenbach y José Schanzenberg al frente de ambos clanes.
Así como sus padres descubrieron las bellezas de esta tierra, Juan y José descubrieron las delicias de la viveza criolla, las bondades de la burocracia estatal, las destrezas de la política vernácula, y cada uno fue nombrado intendente en su comuna.
La fortuna quiso que el primogénito de Juan Schanzenbach fuera un varón, y lo bautizaron Carlos. Caprichosa ella, la fortuna también quiso que el primogénito de José Schanzenberg fuera mujer, y la bautizaron María.
Y como los caprichos del destino compiten en imaginación con los de la fortuna, hubo una noche en que, en un baile de carnaval en el Club Atlético Diamantino, Carlos y María se encontraron con sólo 18 años de vida cada uno, enmascarado uno y otra, y el amor hizo su trabajo como sabe hacerlo: irrevocablemente.
Si Shakespeare viviese hoy, escribiría Carlos y María en lugar de Romeo y Julieta. En lugar de Montesco y Capuleto, dramatizaría la historia de Schanzenbach y Schanzenberg. Pero en esta bendita tierra las tragedias no son tan trágicas, y si los caprichos de la fortuna compiten con los del destino en imaginación, ninguno de ellos puede competir en fuerza con los caprichos del amor, que hizo que Carlos y María se casaran. Claro está que no lo hicieron ni en Aldea Valle María, ni en Aldea Brasilera. Ni en una iglesia católica ni en un templo protestante.
El casamiento fue delicadamente pautado por las madres de los novios: a campo abierto y en territorio neutral, por lo que se llevó a cabo en un campo en las inmediaciones de Puíggari, concelebrada la boda por un cura y un pastor, justamente el cura y el pastor que, con la complicidad de los intendentes de los pueblos vecinos, pero fundamentalmente del senador de Diamante y su intercesión ante el Gobernador para que le enviase una carta a cada uno de los futuros suegros, lograron el acercamiento de las familias.
La ceremonia civil fue más sencilla. Sólo podía tener lugar en el registro civil de Diamante, una oficina estrecha en la que por primera vez en mil años los jefes de los clanes Schanzenbach y Schanzenberg estuvieron en paz bajo un mismo techo, claro que unos del lado de la novia, otros del lado del novio.
La organización de la fiesta no fue sencilla. Los lugares de cada familia perfectamente definidos en el predio. El orden de actuación de los músicos familiares fue otro de los problemas, pero se pudo solucionar poniendo dos tablados, en los que los músicos de cada clan estuvieron toda la fiesta compitiendo par ver quién tocaba mejor y más fuerte.
La fiesta fue una verdadera fiesta. Durante los siguiente veinte años se la recordó como el evento más importante de las aldeas, porque, orgullosos como eran, los padres de los novios no permitieron que ninguno de aquellos con los que de una u otra forma estaban relacionados faltara. Invitaron al Gobernador, el Senador y los Diputados amigos, los Intendentes de las aldeas y de las ciudades vecinas, los Obispos católico y protestante. Dicen que hubo cerca de diez mil invitados, y que con los inevitables colados, cerca de doce mil personas disfrutaron de la fiesta. Claro que algunos sostienen que exageran, pero lo cierto es que desde entonces, y por algún tiempo, cuando alguien en las aldeas de Diamante quería hacer referencia a algo espectacular, decía “¡chánsempa chánsempeg!”.
Por aquel entonces, si le preguntaban a Carlos Schwemmer por el tamaño de sus pollos, seguramente hubiera dicho “¡chánsempa chánsempeg!”. Si le preguntaban a Catalina Drachemberg por el sabor de sus pirok, seguramente hubiera dicho “¡chánsempa chánsempeg!”.
Obviamente, el matrimonio tuvo invitaciones para ir a vivir a ambas aldeas. Casa, trabajo, regalos... pero con buen tino, y para aplacar el enfrentamiento familiar, se mudaron a Aldea Spatzenkutter, a media distancia entre Valle María y Brasilera.
El año siguiente fue de incómoda tensión. Ambas familias esperaban la llegada del primer vástago, y todos sabían que el enfrentamiento recrudecería cuando hubiera que decidir si bautizarlo o no, si católico o protestante. Pero nada pasaba, y María Schanzenberg de Schanzenbach seguía con la misma figura de la que Carlos Schanzenbach se enamoró.
Cuando cada sábado iban de visita a Aldea Brasilera, y cada domingo a Aldea Valle María, la pregunta era la misma: “¿para cuando un nieto?”, y con la misma insistencia de ansiosos abuelos y abuelas.
Pero los caprichos de la fortuna y del destino siempre sorprenden por más preparado que uno esté, porque el tiempo que en ambas aldeas comenzaba a circular el rumor de que algo andaba mal en el matrimonio, los padres Schanzenbach y Schanzenberg fueron invitados a Aldea Spatzenkutter.
El encuentro fue histórico. Por primera vez en casi mil años, un jefe del clan Schanzenbach y un jefe del clan Schanzenberg se sentaron en la misma mesa. Claro está que la mesa era larga y cada uno en el extremo más lejano del otro.
Después del postre llegó la noticia. Carlos y María esperaban un hijo. Si algo faltaba para ese encuentro histórico, la emoción llegó a su punto culminante cuando Juan Schanzenbach y José Schanzenberg se encontraron, en medio de los abrazos de alegría de toda la familia, se miraron a los ojos, se dijeron al unísono “abuelo”, y se confundieron en un abrazo que dio por tierra con diez siglos trágicos entre sus familias.
A partir de entonces, cuando alguien en las aldeas de Diamante quería hacer referencia a algo milagroso, decía “¡chánsempa chánsempeg!”.
Por aquel entonces, si le preguntaban a Enrique Dalinger por esa vez en que se salvó de ser corneado por un toro, seguramente hubiera dicho “¡chánsempa chánsempeg!”, y describía así lo imposible pero real. Si le preguntaban a Carlota Asselborn por como hizo la hija de Juana Hofstetter para casarse siendo tan fea, seguramente hubiera dicho “¡chánsempa chánsempeg!”, y definía claramente aquello nunca imaginado.
Con el correr de las lunas, la relación entre las familias fue consolidándose a medida en que los inminentes abuelos se competían para ver quién obsequiaba mejor a la pareja y al vástago. Así y todo, los Schanzenbach seguían sin pisar Aldea Brasilera, ni los Schanzenberg Aldea Valle María.
Todo cambió cuando, promediando el sexto mes, Carlos y María convocaron nuevamente a los abuelos. La noticia era impactante. Carlos y María no sabían cómo decirlo. Esta vez, el anuncio se hizo esperar hasta después del postre, y allí, con el té acompañado de terrones de azúcar, con Carlos y María tomados de la mano, llegó el anuncio esperado: el médico había escuchado dos corazones en el vientre de María, el matrimonio Schanzenbach Schanzenberg esperaba mellizos. Los inminentes abuelos se atragantaron al unísono con los terrones que se habían puesto en la boca para tomar el té a la manera rusa.
Esta vez no hubo abrazos, y la emoción con que Carlos y María dieron la noticia se diluyó en las caras de asombro que no podían disimular los después de salir del ahogo. De todas maneras la pareja fue felicitada, recibió palabras de aliento, y la ratificación de que cualquier cosa que necesitara sólo tenía que pedirlo. La discusión comenzó respecto de dónde tenían que pedir lo que necesitaban, si en Aldea Valle María o en Aldea Brasilera, pero fueron las inminentes múltiples abuelas las que, llevándose a sus respectivos cónyuges, salvaron la situación.
Mientras se iban, por la mente de Juan Schanzenbach y José Schanzenberg cruzó una misma idea: mil años de tradición oral daban cuenta que nunca había habido mellizos en la historia familiar. Ni Schanzenbach, ni Schanzenberg, y comenzaron las elucubraciones acerca de este extraño aporte genético, las que se tradujeron en averiguaciones sobre las familias de sus respectivas esposas, donde tampoco encontraron mellizos.
Los meses siguientes fueron de pocas visitas, hasta que el fin, en el Hospital 25 de Mayo de Diamante, María dio a luz a dos varoncitos a los que llamaron Pedro y Pablo. Como ocurre en estos casos, todos coincidían en que uno se parecía a los Schanzenbach y el otro a los Schanzenberg. Todos, menos Carlos y María, que los veían igualmente hermosos. De hecho, eran tan parecidos que las enfermeras los distinguían por las pulseritas que le habían puesto con su nombre para evitar que la madre amamantase dos veces al mismo niño dejando al otro con hambre.
Los años pasaron, e inevitablemente los Melli, como se los conocía en las Aldeas, crecieron, y con su crecimiento creció también el favoritismo de cada familia por el que creían más suyo, a pesar de que eran dos gotas de agua.
Cuando cumplieron cinco años, los Schanzenbach comenzaron a llevarse a Pedro a pasar el fin de semana con ellos a Aldea Valle María, y los Schanzenberg a Pablo a Aldea Brasilera.
Cuando cumplieron diez años, ya todo el mundo en las aldeas los conocía como el Melli Schanzenbach y el Melli Schanzenberg.
A los doce años, Pedro pasaba más tiempo en Aldea Valle María y Pablo en Aldea Brasilera, que cualquiera de los dos en Aldea Spatzenkutter.
A los catorce, Pedro era el arquero y capitán del equipo de fútbol juvenil de Atlético Valle María, y Pablo el goleador y capitán del equipo de fútbol juvenil de San José de Aldea Brasilera.
Cuando cumplieron diecisiete, ambos se convirtieron en titulares y capitanes de los equipos mayores de sus clubes, y participaron por primera vez en el Torneo de las Aldeas.
Atlético Valle María jugó la zona clasificatoria con Aldea Protestante, Aldea Salto, y Aldea Avellaneda.
San José de Aldea Brasilera lo hizo con Aldea Spatzenkutter, Puíggari, y Aldea Alvear.
Atlético Valle María ganó su zona con la valla del Melli Schanzenbach invicta.
San José de Aldea Brasilera ganó su zona con los goles del Melli Schanzenberg.
Atlético Valle María le ganó la semifinal a Aldea Spatzenkutter, 1 a 0, con una gran actuación del Melli Schanzenbach
San José de Aldea Brasilera ganó la semifinal contra Aldea Protestante, 1 a 0, con gol del Melli Schanzenberg.
La final, a jugarse en Aldea Spatzenkutter, se anunciaba como no apta para cardíacos.
Cada torneo tiene sus reglas, y en este el empate, por diferencia de un gol, un único gol, favorecía a Atlético Valle María, porque si bien ambos equipos habían convertido igual cantidad de goles, a San José de Aldea Brasilera le habían convertido uno.
El día de la final, Carlos y María se acomodaron desde temprano en su chata, una Ford ’48, estacionándola a la altura de la línea del medio campo, contra la alambrada. Se sentaron sobre el capot, comenzaron a tomar mate, comer tortafritas, y esperar el momento de consagración de sus hijos, al menos de uno de ellos, sabiendo que tendrían la difícil misión de acompañar en el festejo al hijo ganador y consolar en la derrota al hijo perdedor.
Los primeros cuarenta y cinco minutos transcurrieron sin goles, pero no sin emociones. En tres oportunidades, los tiros del Melli Schanzenberg fueron atajados o desviados por el Melli Schanzenbach.
Los Melli se fueron convirtiendo en las figuras de sus respectivos equipos.
El Melli Schanzenbach era una araña en los tres palos. Llegaba a pelotas imposibles y parecía haber tenido una tela impenetrable sobre la línea de gol. El Melli Schanzenberg era un peligro en el área rival, y generó todas las situaciones de gol de su equipo.
Pero eso no significa que el desarrollo del encuentro tuviera un claro favorito, porque el Melli Schanzenbach daba órdenes a su equipo desde el área y manejaba el partido como si fuera el técnico, y cada pelota que sacaba del arco llevaba peligro al área de San José de Aldea Brasilera. También el Melli Schanzenberg se puso el equipo al hombro y le exigía el máximo esfuerzo a sus compañeros, y los empujaba hacia el arco de su hermano.
Las hinchadas no se quedaban atrás. Los primeros quince minutos alentaban a sus equipos. Los segundos quince minutos comenzaron a insultar a sus jugadores cuando se equivocaban. Los últimos minutos del primer tiempo el repertorio de insultos creció proporcionalmente a la forma en que circulaba la cerveza.
En el entretiempo, se vendieron tortafritas, pirok, tortas negras y mucha más cerveza y las tribunas comenzaron a cargarse mutuamente. Sobre el pitazo de inicio del segundo tiempo, las cargadas se iban convirtiendo en agresiones verbales.
Los primeros quince minutos del segundo tiempo, el blanco de los insultos fue el réferi, y el Melli Schanzenbach desvió otra pelota de gol del Melli Schanzenberg.
En los segundos quince minutos, los más exaltados de la tribuna ya se habían olvidado de mirar el partido. La cerveza seguía corriendo en la sangre que al fin y al cabo era alemana, y cada vez menos espectadores miraba el partido y más se dedicaba insultar al réferi, a los jugadores contrarios y propios, y a la tribuna rival.
Los últimos quince minutos ya amenazaban con el descontrol. Pero sólo amenazaron, porque en el minuto 44, el réferi cobró penal a favor de San José de Aldea Brasilera.
Desde la tribuna nadie vio la jugada, pero todos sabían si fue o no penal, de acuerdo a si era a favor o en contra de su equipo.
Veinte jugadores se amontonaron sobre el árbitro, que se convirtió en el blanco de todos los insultos cuando sacó la roja para los jugadores más exaltados.
Veinte jugadores. Los dos que faltaban eran justamente los Melli, que sabían uno tendría la difícil misión de convertir el penal y el otro la de atajarlo.
Cuando la policía logró recomponer el orden y la pelota volvió a las manos del réferi, quedaban dieciocho jugadores en la cancha, a consecuencia de cuatro tarjetas rojas.
El hombre de negro puso la pelota en el punto del penal después de contar los doce pasos reglamentarios. El Melli Schanzenbach apoyó los talones sobre la línea de gol, justo en medio de los tres palos. El Melli Schanzenberg levantó el balón del punto de penal, y lo giró exactamente 180 grados, colocándolo en el mismo lugar. Caminó marcha atrás los seis pasos cortos que tenía grabados en su conciencia futbolística hasta la media luna, bajo la mirada atenta del Melli Schanzenbach.
Cinco eternos segundos tardó el árbitro el hacer sonar su silbato cuando vio a todos en posición, pero si le preguntan a alguno de los testigos, cualquiera de ellos le dirá que fueron cinco minutos.
Dos fueron los segundos que el Melli Schanzenberg se tomó para cruzar miradas con su hermano y leerle el pensamiento para saber hacia dónde se iba a arrojar. Los mismos dos segundos que uso el Melli Schanzenbach para leer el pensamiento de su hermano y saber hacia dónde iba a patear.
El Melli Schanzenberg corrió con seguridad los tres pasos a la carrera para dar el golpe ideal. El Melli Schanzenbach despegó en ese lapso los talones del suelo y sus rodillas flexionaron para asegurar la mayor elasticidad, el mayor alcance.
La pelota salió despedida con la velocidad ideal en la décima de segundo que define el destino del torneo, y su dirección inequívocamente la ponía dentro de los tres palos, hacia el mismo lado del arco al que la mano del arquero se estiraba mágicamente.
La tribuna no resistió la tensión, y los Schanzenbach y los Schanzenberg comenzaron a pelear. Todos, excepto Carlos y María, María y Carlos, que subieron a su chata y no pararon hasta su casa.
A nadie le importó si fue gol o no. Si el Melli Schanzenberg convirtió o si el Melli Schanzenbach atajó.
A decir verdad, nadie sabe con certeza quién ganó el torneo. Si preguntan en Aldea Valle María, nadie duda que el Melli atajó el penal, aunque nunca falta un pesimista que dice que les robaron el campeonato. Si preguntan en Aldea Brasilera, nadie duda que fue gol, pero tampoco falta el pesimista que dice que le robaron el partido. Eso sí, todos coinciden en que estuvieron ahí.
Pero lo más asombroso del caso es que los registros oficiales no tienen asentada la final del Torneo de las Aldeas de ese año.
Lo cierto es que desde entonces, los Schanzenbach y los Schanzenberg rompieron relaciones, y ahora, en las aldeas del departamento Diamante, cuando alguien quiere decir que algo es imposible, o que no ocurrirá por los siglos de los siglos, simplemente exclama “¡chánsempa chánsempeg!”.
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