Las gafas de un muerto son un espejo que refleja la realidad tal como es. Había caído de bruces, como un saco de cemento, sin miramientos, un breve hilo de sangre había brotado de su frente; no escuché gemidos ni lamentos, morirse así es poco peliculero. En realidad no había intermediado discusión alguna entre nosotros, era un odio sin más, no sé si mutuo, odiaba sus cosas, esas cosas que nos sacan de quicio y no sabe uno como digerirlas, la mirada, los ojos a veces dicen mucho, tal vez algún gesto, todos tenemos tics que pueden crear animadversión. Saber poco de nuestra víctima provoca cierta falta compasión, nos ayuda a actuar de forma neutral y dotar de justicia nuestros actos. Fue un golpe seco, sin morderme el labio ni descuadrarme, por la espalda, su rostro de sorpresa y espanto me hubiese retraído, al caer, las patillas de sus gafas se salieron de sus orejas, unas orejas feas y desparejadas, o al menos me lo parecían, cayó dejando sus pies bloqueando las puertas del ascensor, con los míos los arrrastré lo suficiente para que cerraran, en ese instante miré hacia el espejo observándome, duró dos o tres segundos, cerró y alguién lo llamó a otra planta del bloque, tomé sus gafas y se las guardé en un bolsillo, un muerto no debe perder sus zapatos y tampoco sus gafas, por dignidad, salí con tranquilidad y a la vuelta de las esquina escuché un grito de espanto, eso me relajó.
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