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A veces abres un ojo y la cosa que tanto habías estado buscando ahí está, partida a la mitad. Abres el otro y la cosa esa vuelve a desaparecer, regresa a la dimensión de las cosas perdidas, extraviadas en algún pasadizo transparente, en alguna boca de lobo. A veces me habla Antonia y me cuenta cómo le ha ido en ese país de hombres amarillos con ojos azules, con piernas kilométricas y lenguas cacofónicas. Dice que ha ido al bosque a cortar setas. ¿Setas? Hongos, pues. De esos que te los comes y sientes que comienzas a escurrir miel por todos los poros, miel de maple, y Dios toma la forma de un alce y viene a lamerte suavemente, lento, parejito, mientras tu corazón comienza a hablar, a platicarte cosas. Se escucha clarito cuando te dice “Todo está bien, yo sigo aquí”. A veces Antonia me parece tan estúpida que me dan ganas de dejarla ahí, parlando con un teléfono sin nadie al otro lado de la línea. La quiero sólo por la costumbre de querer a alguien, por la necesidad de saber que alguien me sabe. Se ha ido y todo sigue igual. A veces vas por la calle y algo se cae; se rompe cualquier cosa que hayas estado guardando entre la laringe y el corazón; se hace pedacitos dentro tuyo y sientes ganas de cagar. Vas a cagar a Palacio Municipal y te encuentras con Martínez, el abogangster. Te cuenta de su nuevo puesto en el departamento de limpia y mantenimiento del municipio capital. Habla con la voz impostada del burócrata reciente y se esfuerza en el gesto natural. Pinche Martínez pendejo, voy a cagar. A veces me pregunto cómo es que tanto animal acaba la carrera, consigue trabajo, se casa, tiene tres hijos y engaña a su mujer con Marta, la de contabilidad. A veces Marta se pone triste porque se le ha ido la vida en un abrir y cerrar de ojos. La veo sentada en su recámara, con las piernas desnudas y un cigarro entre sus labios. Es de noche, en la ventana se refleja el humo azulado de su insomnio. Marta no llora porque no sabe cómo. Se rasca un tobillo, se frota el cuello, la nuca; se tira sobre la cama y la ceniza ensucia sus labios. A veces me río sin razón aparente. Suelto risotadas en los camiones, a las cuatro de la tarde, cuando todo el mundo odia su vida y mataría sin chistar. Me río en los velorios, en las charlas de superación personal, en los elevadores vacíos, en la fila del banco, en la cara del niño parapléjico que no puede pronunciar su propia enfermedad. A veces me acuerdo de Rosendo, mi hermano parapléjico. No sé qué pensar de lo que hicimos con él. No servía para nada; no era uno de esos que, babeando y todo, logra construir un castillo de palitos o rompe el récord de nado olímpico o inventa una nueva teoría cósmica. Rosendo era idiota por donde lo vieras, un estorbo ululante que comía como caballo pura sangre y defecaba cantidades industriales. Yo le sostuve las piernas a la hora del corte: una línea derechita que le vació el cuerpo entero. Luchó unos minutos y luego se quedó tieso, deforme como siempre. Mi madre quiso enterrarlo en el jardín y mi padre mandó plantar un naranjo sobre sus restos. A veces pienso que es ese jugo lo que nos va a matar.

Texto agregado el 30-03-2010, y leído por 516 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
07-03-2012 Me gusta las pinceladas que das de los personajes, en especial de esa Marta. Me detuve, porque me pareció ocurrente, puntualizar lo de las cuatro de la tarde, lo del deseo de matar sin chistar. El principio es muy bueno, así como la voz del personaje y sus cavilaciones. Sabes que me parecen irresistibles tus diminutivos? nomegustanlosapodos
13-09-2010 Temporada de patos. colomba_blue
01-07-2010 Es un haiku. sofismas
14-06-2010 No es un haiku. Aristidemo
13-04-2010 No es un haiku. flop
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