En vísperas de Navidad, mientras el aroma del pavo en el horno invadía la estancia, el viejo niño, al pie del árbol engalanado con miles de luces y esferas multicolores, platicaba con su nieto, el niño viejo:
-Dime hijo, ¿Qué le pides a Santa para esta noche?, yo ya hice mi carta y le estoy pidiendo unos patines, un caballito, un tren eléctrico y un mecano.
-Nada abuelo, nada, ya no me interesa nada, estoy francamente desilusionado, ya he conocido el dolor, el placer, la envidia, la maldad, el amor, el odio, las traiciones, el éxito, la frustración; ya conocí la condición humana y estoy hastiado y decepcionado. ¡Ya no deseo nada de esta vida ni de este mundo!
-Pero hijo, a tu edad no es posible sentirse así, de verdad que en el mundo hay muchas cosas buenas que ver, sentir, escuchar y disfrutar. Estás viviendo apenas tus primeros años y te falta una larga vida que recorrer.
-No abuelo, de verdad ya nada me atrae, estoy muy cansado hasta de vivir, me siento muy enfermo y sin ninguna esperanza. Por mí, estaría bien que muriera en este mismo instante, no me importaría. De hecho, es lo único que deseo en este momento, morir.
El viejo niño, entristecido, se quedó pensando por largos minutos y en un arrebato de travesura iluminado por una luz extraña que salía de sus ojos; y sin que el niño viejo se diera cuenta, intercambió las cartas.
El día de Navidad, el niño recobró su niñez perdida y disfrutó como nunca con todos los juguetes, sobre todo con el mecano, los patines, el tren eléctrico y el caballito.
El viejo, en ese día de Navidad, ya no despertó. |