MÁS ALLÁ DEL HORIZONTE
Aquellas imágenes se grabaron en mi retina y sé que me acompañarán por mucho tiempo. Cierro los ojos y vuelvo a verlos. Formaban un conjunto heterogéneo, mas todos con la misma expresión en sus labios contraídos, y todos corriendo con frenesí, con desesperación, con velocidad creciente, corriendo... corriendo... desapareciendo en el horizonte, dejándome solo y dejando muy lejos a las mujeres y a los hombres, en un ambiente todavía calmo, poco antes de que la tierra se estremeciera.
Después aquella violenta explosión, o tal vez aquella cadena de explosiones que unía el final de cada una al comienzo de la siguiente, el resplandor que ciega y el calor inmenso del fuego purificador.
Llegué a la ciudad al pie de la Sierra del Mar sin saber el motivo que allí me condujo, y el pulpo me aprisionó con sus tentáculos. Respiré el aire que atrofiaba los pulmones, que mantenía precariamente la vida y contribuía para la ausencia prematura de esa misma vida. Contemplé el río con sus aguas quietas, muertas, cenicientas. Vi los árboles del río con sus ramas esqueléticas, oscuras, sin pájaros, de aspecto tétrico. Miré el cielo y lo encontré muy bajo, cargado de nubes de humo, sin luz, sin sol. Me mezclé con el conjunto de hombres y mujeres que caminaban absortos hacia su diaria tarea de contribuir con aquella degradación, porque necesitaban vivir... aunque fuera solamente un poco más.
Caminé por las calles de la ciudad y vi a los niños, los que habían conseguido sobrevivir, los que a pesar de todo continuaban siendo niños.
Los veía diariamente y sentía pena. Tenían todos el mismo cuerpo esquelético, como los árboles del río; el mismo aspecto sofocante, como el del humo que emergía de las chimeneas de todas las fábricas; el mismo rostro severo, como el de los viejos de treinta años que se dirigían todos los días a alimentar esas fábricas.
Pero los niños jugaban, cada uno concentrado en su barrilete, como si estuvieran cumpliendo un ritual. Corrían con sus piernas flacas que inexplicablemente conseguían correr, con sus rostros vueltos hacia los barriletes que subían cortando el aire denso; subían hasta enredarse en los hilos eléctricos y allí quedaban, los niños los abandonaban, alejándose como si el ritual hubiera acabado; serios, mirando unos a los ojos de los otros, intercambiando algún pensamiento común.
La escena se repetía. Nuevos barriletes quedaban prisioneros en los hilos que conducían la electricidad a las fábricas de la ciudad. Los mismos niños u otros iguales a los anteriores también se retiraban serios, también se comunicaban con la mirada el mensaje secreto.
Los hilos eléctricos continuaban cargándose con barriletes de papel reseco y oscuro, porque el aire todo lo resecaba, todo lo oscurecía. Cada día un barrilete más cerca del otro, porque cada día el número era mayor, porque los niños persistían en su ritual, siempre el mismo, tal vez inexorable, irreversible.
Los hombres no los veían; para ellos tal vez los niños nunca existieron; ellos jamás verían los barriletes, porque sus cabezas permanecían inclinadas hacia el suelo cuando caminaban en dirección a las fábricas que los esperaban como grandes esfinges devoradoras de hombres, ávidas de sudor humano.
Aquella mañana el río continuaba quieto, con sus aguas muertas. Los hombres caminaban con los rostros bajos, mirando el suelo. El humo de las chimeneas continuaba bajando la altura del cielo. Los árboles repetían el cuadro tétrico, fantasmal. Dos pájaros negros, los únicos, permanecían inmóviles en una de las ramas tal vez esperando algo que yo no comprendía pero que ellos habían presentido. Los barriletes también estaban allí, casi cubriendo los hilos eléctricos, más quietos, estáticos, como aguardando una orden para actuar, para iniciar alguna actividad.
Todo parecía incambiado, pero los niños no estaban, no los veía, no jugaban con sus barriletes. Los hombres no percibían esta ausencia, tal vez nunca los habían visto y para ellos nada había cambiado. Pero los niños no estaban hasta el momento de aquella eclosión, hasta el momento en que las imágenes comenzaron a grabarse en mi retina.
Fue en un instante impreciso, en un punto indefinido del tiempo. Surgieron repentinamente, decenas, tal vez centenas de niños corriendo; rubios, morenos, pardos; todos con la misma expresión: los ojos muy abiertos, los labios contraídos. Corrían, corrían todos en la misma dirección, formando una masa casi compacta, transmitiendo el impulso de un cuerpo para otro. Era un espectáculo dantesco que los hombres no veían porque se mantenían cabizbajos, ausentes, caminando hacia las fábricas para alimentar los hornos, porque era necesario producir más humo, bajar un poco más el cielo.
Los niños corrían. Yo también corrí, lo sentí necesario, lo presentí y corrí en pos de los niños que se distanciaban porque corrían con velocidad creciente, porque sus piernas, increíblemente flacas, conseguían correr y dejarme solo. Transpusieron el horizonte.
Me detuve y miré hacia atrás. El humo envolviendo la ciudad no me permitía ver las casas, pero los barriletes estaban visibles, destacándose aún inmóviles.
Después la chispa inicial de procedencia ignorada; el primer barrilete quemando su papel reseco y oscuro, transmitiendo el fuego al siguiente; cada uno pasando su misión antes de extinguirse, al siguiente... al siguiente... transportando el fuego a través de los hilos eléctricos que alimentaban las fábricas. Y la tierra estremeciéndose; la cadena interminable de explosiones; la luz que sube rápida, deslumbrante, y el fuego que reaparece, purificador, renovador.
Los hombres con sus cabezas inclinadas nada percibieron, nunca llegaron a saber que ocurrió. El río reflejó el resplandor inicial en sus aguas todavía muertas, después las aguas hirvieron, se agitaron, volvieron a la vida. Aquellos dos pájaros inmolándose para que otros pájaros pudieran nacer consumaron la destrucción total que permitiría el milagro del renacimiento.
Los niños... Los niños estaban lejos, muy lejos... Más allá del horizonte.
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Santos, diciembre de 1987.
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