La familia de Juanjo por generaciones había vivido en la comuna de Pelluhue, esa noche no salió a la mar ni revisó las redes como era su rutina. Su hija Sofía cumplía tres años. La abuela había viajado desde Chanco y el padrino de la festejada se había presentado con una corvina de diez kilos a modo de obsequio. Asistieron también a la fiesta vecinos y amigos. Comieron, bebieron e hicieron improvisados discursos. Cantaron el cumpleaños feliz antes de partir la torta de manzanas horneada por la Señora Vieja.
Paulatinamente, los invitados se fueron retirando y agotados los dueños de casa se durmieron profundamente. Luisa fue la primera en sentir el remezón, despertó a la abuela, Juanjo tomó a la niña en brazos y juntos resistieron las consecuencias de haber nacido en un país sísmico. Salieron mientras aún se movía la tierra, intercambiaron con sus vecinos palabras usuales en casos de catástrofes y alabaron a Dios por estar con vida. Juanjo observó el mar “demasiada calma” pensó. “Te conozco” murmuró. “Me has dado todo lo que tengo, pero no por esto te entregaré mi vida y la de mi familia, basta con la de mi padre y la de mi hermano Manuel”. Dicho esto comenzó la marcha hacia los cerros, el sendero estaba despejado, miles de veces lo había recorrido física y mentalmente esperando lo que tenía que venir y la hora había llegado. Bajaron de los cerros al atardecer. De su casa sólo quedaban los cimientos. Sin derramar una lágrima reconfortaron a los sobrevivientes, que conociendo el peligro habían elegido permanecer en sus hogares.
En algunos días más hombre y naturaleza volverían a enfrentarse, era parte de sus destinos. Él estaba preparado.