La lápida rezaba, a manera de requiem de biblia gaucha:
“Salvador Paz
(10 de julio de 1888 – 10 de noviembre de 1964)
‘Y si la vida me falta
ténganlo todos por cierto,
que el gaucho, hasta en el desierto,
sentirá en tal ocasión
tristeza en el corazón
al saber que yo estoy muerto’”
No mentía. Junto a la tumba, fresca de tierra virgen mojada, estaban reunidos sus hijos, nueras, yernos, nietos, más de un centenar de isleros, y el cura que en los últimos años cruzara el río una vez por semana para escuchar confesiones y dar misa.
Ahí estaba yo, el abogado de la familia, que había llegado para darle el último adiós a un hombre que me enseñó que lo importante de la vida era ser leal con los valores que le dan sentido.
Salvador fue un islero, uno de los gauchos de las islas del delta entrerriano que por generaciones han cuidado ganado y arriado tropas ajenas buscando las pasturas más verdes y dulces de las islas.
Lo conocí en los cincuenta. Más precisamente una mañana fría del invierno de 1952, a poco de graduarme en la universidad. El azar, hoy pienso que tal vez Dios, quiso que fuera a verlo.
El día anterior me había incorporado en un estudio jurídico que atendía los asuntos de mi familia, y -como si se tratara de un rito iniciático- me dieron la comisión que nadie quería tomar: ir a las islas a obtener la firma de un peón de campo, por pedido de los principales clientes del bufete, los herederos de Antonio Iribarren.
Salir con el amanecer y regresar al caer el sol. Viajar dos horas en una lancha frágil y endeble para llegar, otras dos para volver, y pasar casi todo el día en medio de las islas entrerrianas, en medio de la nada según se veía desde Rosario, en contacto con animales salvajes y expuesto a yararás y gatos monteses.
Eso sí, debía llevar los documentos a última hora y podía tomarme libre el día siguiente, un viernes.
Llegue al embarcadero antes de las siete, vestido con mi traje nuevo y la máquina de escribir portátil que me habían regalado al graduarme. Ahí encontré a Urreaga, el secretario del estudio con un sobre en la mano. Eran los papeles que debía hacer firmar.
- ¿Y éso? -preguntó señalando la máquina.
- Nunca se sabe -fue mi lacónica respuesta. Quería dar la impresión de profesionalismo, de estar listo para cualquier contingencia. Urreaga hizo un gesto poco feliz y me dio el sobre. Se quedó observándome embarcar y no se retiró hasta que zarpamos.
Cuando subí, tuve que abrirme paso entre un sinnúmero de bultos con víveres, para entrar en el pasillo que separaba las filas de asientos y en el que los otros pasajeros retenían junto a ellos un par de cerdos, un cordero y varias gallinas.
Antes de sentarme me abordó un muchacho de unos 14 años.
- Señor, dice mi padre que por favor vaya con él.
Lo seguí, y me llevó hasta el piloto, un hombre de unos 35 años, pelirrojo, con la tez ajada por el sol, quien me ofreció un taburete a su lado.
- Amigo, se le va a ensuciar el traje si viaja con el resto del pasaje.
Le di la razón, y agradecí la gentileza, aunque no sabía si la incomodidad justificaba la limpieza. Ubiqué mis cosas y antes que pudiera decir palabra me abordó nuevamente.
- ¿Así que va a ver al padrino?
- ¿Al padrino?
- Sí, a don Salvador.
- Ah… sí, no sabía que fuera su padrino.
- Don Salvador es padrino de media isla, más o menos, gauchazo el hombre. Póngase cómodo como pueda, y disculpe que no tangamos muchas comodidades, pero la mayor parte de nuestros pasajeros son gente de la isla.
En ese momento vio que el muchacho le hacía señas. Miró hacia el muelle, corroboró que todo estaba en orden, y comenzó el viaje.
La lancha era sumamente ruidosa y vibraba todo el tiempo con el motor. A poco de zarpar, las olas comenzaron a ser más intensas y a la vibración se le sumaba el vaivén de la navegación.
- Trate de acomodarse, amigo, que tenemos para dos horas de viaje. -dijo el hombre, gritando para asegurarse que lo escuche.
Desde la lancha, el Paraná parecía mucho más grande que desde la costa. De frente al sol, el avance se me hizo lento y pesado, y cada vez que miraba hacia atrás me quedaba la sensación de alejarme de mi vida, de todo lo que conocía.
El sol le daba un brillo de plata a los edificios de los que nos alejábamos. El monumento a la Bandera se elevaba como un hito que marcaba el punto de regreso.
Del otro lado, el horizonte islero se insinuaba de fuego con un brillante amanecer.
- Tuvo suerte. -gritó el timonel- Hoy no hay niebla y va a disfrutar del viaje.
En ese momento no lo creía así, especialmente porque el movimiento de la lancha comenzaba a hacerse notar en mi estómago, y me obligaba a tomarme de donde pudiera para no caer al suelo. A lo lejos, un carguero avanzaba hacia nosotros, y la perspectiva aumentó la sensación de fragilidad que tenía respecto de la lancha. El aire frío tampoco contribuía al bienestar.
Al cabo de media hora entramos en las islas propiamente, y la realidad fue otra.
- Ya pasamos lo peor -dijo mi eventual anfitrión. Imagino que mi cara reflejaba claramente mis sensaciones.
Avanzamos por un riacho calmo, en cuyas aguas el viaje fue menos complicado, y el avance de la naturaleza comenzó a tranquilizarme el espíritu. Era como un túnel de sauces y aguaribays sobre los que se veía el vapor con que el sol comenzaba a llevarse el rocío.
A poco de cruzar, la lancha se detuvo en un embarcadero en el que bajaron algunos de los pasajeros, y subieron otros, como si se tratase de un colectivo fluvial. De eso se trataba en definitiva.
La operación se repitió una y otra vez, y siempre había gente esperando en los muellecitos improvisados, siempre gauchos que iban de aquí para allá.
- Ya falta poco, amigo -me gritó cuando salíamos de una de las tantas paradas-, la próxima es la suya.
Sin que le preguntase me contó a los gritos, para superar el ruido atroz del motor, las innumerables veces que los había ayudado a desencallar la lancha, arrastrándola con el caballo cuando algún banco de arena que se formaba en el canal por falta de dragado le tendía una trampa que le recordaba que no debía confiarse en las bajantes.
Avanzamos varios minutos y a la vuelta de un recodo me hizo seña con la mano, indicándome el muelle en el que se veía a un hombre bajando del caballo.
- Ahí es, y el padrino lo espera.
La lancha se acercó lentamente, conducida con la experiencia del baquiano, y se rebotó con suavidad sobre las viejas cubiertas que hacían las veces de amortiguador.
El desembarco parecía simple, pero descubrí que nada es tan simple como parece. La lancha seguía moviéndose al compás de las olas que rebotaban en la barranca sobre la que se tendía el atracadero. Me disponía a saltar, cuando vi que la mano del hombre se tendía desde el muelle. Acepté la ayuda, y pasé a tierra firme con seguridad.
- ¡Adiós padrino! -se escuchó desde la lancha. No era el timonel, era una pasajera.- ¡Feliz cumpleaños! Nos vemos más tarde. -agregó seguida de un coro de saludos.
El hombre asintió con cortesía mientras la mano con que me había ayudado a desembarcar cambiaba su tenor al de un saludo franco y sincero.
- Bienvenido, amigo. Imagino que se quedará a la fiesta.
- ¿Salvador Paz? –a pesar de la obviedad, no pude evitar la pregunta.
- Para servirle, amigo. Los amigos del compadre siempre son bienvenidos aquí.
Ahí me enteré que esa mañana, temprano, la noticia de mi llegada había sido difundida en la radio de Rosario, único medio de información de la zona.
- Vea, -comencé a decirle después de presentarme- venía para que...
- Doctor, tenemos tiempo para eso. Ahora es tiempo de matear mientras se asa el cordero.
Me ofreció un caballo, pero lo rechacé. Nunca antes había montado. Así que caminamos hasta la casa, a unos treinta metros del lugar, encerrada entre paraísos y aguaribays. Había imaginado un rancho, pero me encontraba con una casa que, aunque sin lujos en su construcción y rematada en techo de paja, tenía varias dependencias, y sobre cuyas paredes el sol tibio del invierno comenzaba a resaltar el blanco de cal con que estaba pintada. A unos diez metros había una construcción de madera en la que se notaba la presencia de algunos animales de granja.
Me explicó que la casa era la que usaba Iribarren cuando venía de cacería a las islas, y que por eso tenía tantas comodidades, que en su condición de puestero le permitía utilizarla como propia, que cuando venía su dueño, él también seguía ahí como guía de caza, y rendía cuentas del estado de la hacienda; que en la tarde iba a llevarme a recorrer los animales para ver en qué estado estaban, como hacía con Iribarren cuando todavía vivía.
No contesté. Deduje que ya habría tiempo.
En el patio, se acercó a la parrilla, acomodó las brasas debajo del cordero, y me invitó a pasar a la casa. Adentro, el calor de una salamandra me invitó a quitarme el saco y el sombrero. Pude ver que, ubicada en el sitial de honor de la sala y coronada por un crucifijo, había una biblioteca que tenía alrededor de treinta libros. Me acerqué con curiosidad mientras Salvador cebaba el primer mate, y vi que todos eran distintas ediciones del Martín Fierro, varias de ellas de lujo, con ilustraciones de artistas de renombre, algunas de las cuales -sabía- no estaban al alcance de cualquiera.
- ¿Le gustan los libros? -preguntó Salvador mientras me acercaba el primer mate.
- Bueno, sí. Leo seguido. Por estudio y por placer... pero, no entiendo por qué Iribarren tiene sólo ediciones del mismo libro.
- ¡Ah, eso! No eran del patrón, fueron regalos que me fue haciendo en mis cumpleaños.
- Pero... ¿por qué le regalaría sólo copias el Martín Fierro?
- Porque es el único libro que leo.
Se acercó a la biblioteca y tomó un ejemplar. Lo abrió a la mitad, me lo dio, y comenzó a recitar...
“A mí no me matan penas
mientras tenga el cuero sano,
venga el sol en el verano
y la escarcha en el invierno.
Si este mundo es un infierno
¿por qué afligirse el cristiano?...”
Siguió recitando un largo rato, páginas y páginas, y cada estrofa parecía recitada por el mismísimo Hernández, o mejor aún, por Martín Fierro, por Cruz, por los hijos de Fierro, por Picardía... todos encarnados en Salvador Paz, que entre verso y verso cebaba un mate.
Era fascinante. No sólo los recordaba, los recitaba con pasión, convicción, como si fueran una pieza de teatro y él el artista que la ponía en escena.
Ahí descubrí que Salvador Paz era un gaucho de islas auténtico y sincero, no buscaba aparentar, no buscaba dar una imagen de status ni demostrarme nada. Simplemente se brindaba tal cual era, algo que no había visto en la ciudad.
- Espero no aburrirlo, al patrón le gustaba que le recitara.
- Para nada -respondí fascinado.
Se detuvo al cabo de una media hora, cuando calculó que el cordero necesitaba más calor, me pidió disculpas y salió a revisar la carne diciendo que me sintiera como en mi casa.
Aproveché para revisar los documentos que tenía que hacerle firmar. Abrí el sobre y me arrimé a la ventana buscando la mejor luz.
Las primeras líneas me hicieron hervir la sangre. Comprendí por qué nadie quería venir. No era el viaje en lancha, no eran las islas, sino que había que hacerle firmar a un pobre gaucho la renuncia a sus derechos testamentarios sobre dos mil hectáreas de islas y mil cabezas de ganado, a cambio de lo cual se le aseguraba una pensión vitalicia en un asilo de Rosario. Salvador era el dueño de las tierras que siempre había cuidado para Iribarren, y se las querían quitar.
Me sentí horriblemente mal. Pensé que si encontrase alguna razón que justificara la decisión, tal vez podría hacerle firmar los papeles, así que cuando volvió le busqué conversación, interrogándolo sobre su relación con Iribarren, pero comencé preguntándole por el tiempo que llevaba aquí-
- Desde que nací, sólo salí de aquí el tiempo de la frontera.
- ¿De la frontera?
- Así es, mi amigo. Serví en Fortín Tosta’o, en el 6to Regimiento, a las órdenes del teniente Iribarren.
- ¿Entonces, ahí conoció a Iribarren?
- Así es, amigo. Cuando me sacó de la frontera, me ubicó como puestero en las tierra en que nací, que ya eran del patrón, y desde entonces me ha cuida’o como compadres que somos.
- ¿Usted es el padrino de sus hijos? -pregunté con asombro.
- No, mi amigo. -dijo, como si hubiera escuchado un absurdo, y en cierta forma tenía razón- El finado Iribarren era el padrino de los míos. Un gran hombre, un gaucho como pocos. Él me enseñó a leer cuando estábamos en la Frontera.
- ¿Nunca fue a la escuela?
- ¿A’nde quiere que vaya a la escuela en la isla? -respondió casi divirtiéndose con mi pregunta.- Me llevaron los milicos // del pago donde nací // Que pa’ servirle al país // cara a cara con los tobas // me calzaron una botas // y armaron con el fusíl…
- Eso no es el Martín Fierro.
- No señor, pero endebiera // porque el gaucho en la frontera // aprendió más de la tierra // y de los hombres también, // porque supo allí leer // y de gente cruel y fiera.
Se levantó de la mesa, y sacó de la biblioteca un viejo ejemplar del Martín Fierro, deshojado y maltrecho, que por la antigüedad tal vez fuera una de las más viejas que alguna vez viera, y me lo dio.
- Esta fue mi escuela. –dijo, y citó al Martín Fierro para comenzar a contarme su historia.
“Mucho tiene que contar
el que tuvo que sufrir,
y empezaré por pedir
no duden de cuanto digo,
pues debe creerse el testigo
si no pagan por mentir”
Así supe que la amistad entre Paz e Iribarren comenzó en una partida contra los indios, en el monte chaqueño. Con el tiempo, la historia me la confirmaron muchos de quienes los conocieron.
A fines de 1909 diez soldados e Iribarren, al mando de un capitán se internaron en el monte, siguiendo el rastro de unos indios que habían atacado la frontera. Después de un día de cabalgata en la cerrazón de Chaco, dieron con una toldería en la que sólo había mujeres y niños. El capitán ordenó matarlos a todos pero Iribarren se opuso, y en respuesta obtuvo la orden de ser pasado a degüello en forma inmediata. Fue entonces cuando Paz salió en su defensa, dando lugar a una pelea que debió haber sido brutal. El saldo fue de seis soldados y el capitán muertos, y uno que huyó hacia el monte. Paz e Iribarren no salieron ilesos, pero consiguieron regresar al fortín.
Casi pude verlo decir, como si fuera Cruz:
“¡Salvador Paz no consiente
que se cometa el delito
de matar ansí un valiente!”
De regreso en el fortín, Iribarren comenzó a proteger a Paz de los abusos de los otros oficiales, le enseño a leer, y le aseguró puntualmente la paga, un lujo que pocos podían tener en ese lugar.
Los problemas comenzaron cuando el sobreviviente regresó y dio noticia. Cuando se confirmó, el proceso llevó a Iribarren a la ciudad, pero mantuvo a Paz encerrado en la frontera, preso y sometido a las torturas de los militares.
“Y pa mejor, una noche
¡qué estaquiada me pegaron!
Casi me descoyuntaron
por motivo de una gresca:
¡ahijuna, si me estiraron
lo mesmo que guasca fresca!”
Siempre encontraba en el Martín Fierro una descripción de lo que había vivido. Cuando no, recitaba su propia historia en sextillas hernandianas creadas por él.
Pasaron casi dos años en los que la vida de Paz sólo se salvó gracias a las relaciones de la familia Iribarren, ricos terratenientes santafesinos, que haciendo uso de su influencia y gracias a las gestiones del entonces teniente consiguieron desechar el proceso y rescatarlo, por insistencia de quien fuera luego su patrón.
Lo único que Salvador trajo de la frontera fue esa vieja edición del Martín Fierro, la que no sólo fue su escuela y consuelo en el calabozo, sino también reflejo del tiempo que vivió en el fortín, y más tarde en las islas.
Volvió como protegido del hombre al que le salvó la vida, y para quien trabajó como puestero de las tierras que tenía en las islas.
Se había ido de allí dejando atrás a su mujer y dos hijos; una mujer con la que nunca se casó por la simple razón de que no había cura ni registro civil en las islas, y dos hijos que había dejado cuando el mayor apenas caminaba, simplemente porque los militares vinieron a buscarlo.
A su regreso, el chagas había consumido a la madre de sus hijos. Iribarren se hizo cargo de la atención médica en Rosario, pero ya era tarde, y al poco tiempo falleció.
“Era el águila que a un árbol
dende las nubes bajó,
era más linda que el alba
cuando va rayando el sol,
era la flor deliciosa
que entre el trebolar creció.”
Así evocó Salvador a la madre de sus hijos.
“Es triste a más no pedir
el hombre en su padecer
si no tiene una mujer
que lo ampare y lo consuele...”
Así el dolor que le provocó su pérdida.
El tiempo en que acompañó a su esposa en el hospital fue la única vida que Salvador tuvo en la ciudad, y ni siquiera la contaba como tal.
Volvió para no salir nunca más de las islas. El propio Iribarren le procuró bautismo y educación a sus hijos, siendo padrino de ambos. Desde entonces, la relación entre ambos se limitó al movimiento del ganado, las partidas de caza, y la protección y cuidado que Iribarren prodigó a los hijos de Salvador, a quienes les aseguró educación y porvenir. Cada uno cumplió su parte de ese trato no escrito, y al islero nunca le faltó nada que necesitara.
Alguna vez Iribarren, contó Salvador, le regaló otro libro. Después supe que fue “Don Segundo Sombra”, la obra de Güiraldes, pero “no estaba escrito en verso”, y lo descartó después de algunas páginas.
Cuando la narración estaba llegando a su fin comenzaron a llegar otros isleros, hombres, mujeres y niños, que venían a acompañar a mi anfitrión en su cumpleaños.
Con los tablones y caballetes que había traído en una carreta que daba claras señas de haber cruzado más de un arroyo, los hombres armaron las mesas sobre las que las mujeres comenzaron a dar forma a la ensalada.
Como mi presencia era fuertemente extraña, no por inesperada (ya que todo el mundo había escuchado la radio), siempre había alguien que me buscaba conversación, me arrimaba a la parrilla para probar un bocado de carne, o me acercaba un vaso de vino para “calmar la sed” o “entrar en calor”. Parecía que cada uno de ellos tenía algo nuevo y asombroso que contarme de Salvador. Historias, casi fábulas, en las que Paz cazaba un gato salvaje, enfrentaba a una yarará, salvaba a una res de las aguas, ayudaba a evacuar un rancho en la creciente, desencallaba la lancha en la bajante, trasladaba a un herido hasta una canoa para acercarlo al hospital, llevaba a la comadrona cuando un parto se avecinaba, siempre con la mano tendida y el espíritu dispuesto para ayudar a quien lo necesite... Para todos era un ejemplo de hermandad, padrino de muchos de ellos, de sus hijos, casi siempre en reconocimiento a favores que todos habían recibido de él, en muchos casos favores que fueron la diferencia entre la vida y la muerte.
El calor del fuego, la tibieza del sol, el aroma a campo y asado fueron relajándome, y entendí que la isla y Salvador eran una sola naturaleza. Supe que si lo condenaba a un asilo, por cómodo que estuviera, lo asesinaba.
Compartí la mesa como un invitado más, una mesa en homenaje al hombre a quien casi todos los que estaban ahí le debían, pero más que nada al que todos querían. Justamente yo, que traía en un sobre su condena a muerte por el único delito de ser pobre.
Si fue el vino o el cordero, no lo sé, pero sentí la necesidad de recostarme. Faltaban aún varias horas para que llegara la lancha, y Salvador me ofreció la habitación de Iribarren.
Me despertaron a tiempo para pedirle a Salvador que firmara los documentos, y comencé a preparar las cosas para que así fuera, pero algo en mi conciencia me lo hacía cada vez más difícil. La gente, que todavía no se había ido, aumentaba el pudor que me causaba hacer lo que iba a hacer.
- Puede quedarse hasta mañana, si gusta. -dijo Salvador. Me pareció una buena opción.
La noche fue cayendo con lentitud y con ella el frío, con lo que Salvador encendió nuevamente la salamandra. Un sol de noche brillaba como única luz en kilómetros a la redonda, y Salvador me preguntó si lo necesitaba, que tenía que terminar de cumplir sus tareas y ordenar la casa. Le respondí que hablaríamos al día siguiente.
La noche y la falta de ruidos humanos dieron lugar a que la naturaleza se apodere de los sentidos, con sus silencios que no son tales y que en buena medida multiplican cada lejano chasquido, cada aleteo de nocturno, cada ulular de lechuza, y me asaltaron los temores que ignoré en un principio, pero veía a Salvador prepararse tranquilo, y su tranquilidad fortaleció la mía.
A eso de las nueve se despidió, con la excusa de que debía ordeñar temprano, y quedé en la sala principal de la casa, dejándome llevar por el cansancio que no llegaba.
Fue una noche larga, en la que miles de pensamientos y dudas afloraron ante mí.
¿Qué derecho tenía a hacer lo que iba a hacer? ¿Qué derecho tenía a cumplir o no con mi obligación hacia mis empleadores? ¿Qué derecho podía asistirle a alguien para robar impunemente, amparado en la ignorancia de su víctima? ¿Qué derecho tenía yo de traicionar la confianza que me habían otorgado en el trabajo?
Era obvio que Salvador no sabía su condición de heredero y dueño de las tierras en que vivía, y me creía simplemente un administrador. ¿Qué derecho tenía yo de clavarle a este hombre un puñal por la espalda?
Se acercaba la hora de decidir entre la lealtad a los patrones o la lealtad a los principios. Era mi decisión.
Decidí que no era un asesino, porque de eso se trataba: de condenar a muerte a un pobre gaucho que no se sabía dueño de una fortuna que otros, los que me enviaron, anhelaban.
Quise dormir, ya sabiendo lo que iba a hacer, pero no pude. Cuando el cansancio me vencía la conciencia me despertaba.
Aproveché el fuego de la salamandra y calenté agua. Tomé la vieja edición del Martín Fierro que había sido la escuela de Salvador, y a la luz del sol de noche releí varios capítulos.
Dicen que los libros que son importantes en nuestra vida son pocos, apenas un puñado, en algunos casos uno solo. Podemos leer muchos a lo largo de nuestra existencia, pero los que son importantes son aquellos que cuando empezamos a leerlo somos uno, y cuando terminamos otro.
Comprendí en ese momento que Salvador encontró ese libro en el primero que leyó. Su biblia criolla. El libro con que aprendió a leer y con el que estuvo íntimamente ligado toda su vida, llegando a vivir sus palabras.
Pasé la noche en silencio para no despertar a mi anfitrión, que antes que la primera luz se insinuase volvió a la sala comedor y me encontró levantado.
- ¡Amigo! ¿Qué le anda pasando que no durmió?
- Nada, don Salvador. El mate está recién empezado. -sentencié, extendiendo la mano con el mate caliente, y cuando lo aceptó saqué la máquina de escribir, hojas, carbónico, y comencé a redactar un poder en mi favor.
Salvador no preguntó. Simplemente siguió cebando.
Antes que terminase se excusó, explicando que debía ordeñar.
Completé el poder con lujo de detalles antes que regresara, así que opté por salir a encontrarlo. Ya se veían las primeras luces en el horizonte, y la claridad permitía moverme sin llevarme nada por delante.
Opté por acompañarlo sin hablar de la propuesta que iba a hacerle, así que la charla fue naturalmente a la vida en la isla, a los animales, a los amigos que tenía allí, a cómo el cielo abierto cubrió su necesidad de Dios, y cómo -a pesar de eso- lamentaba que no hubiera una capilla en las islas.
En un momento me encontré tiritando. El frío era realmente intenso, pero resistí, y terminé ayudándole a acarrear un balde de leche hasta la casa.
Preparó un buen desayuno, algo que no esperaba (siempre pensé que en el campo el desayuno era sólo mate), y mientras comíamos le comenté a qué había venido, y lo que le proponía: conseguir que las tierras en las que siempre vivió pasen a sus manos, a las de sus hijos. Le di a elegir, y me pidió que le dejara pensarlo. Antes de mediodía dijo que “pondría el dedo” en el poder. No sabía firmar.
- Pero sabe leer.
- Sí, leer, pero no escribir.
Antes de firmar, me preguntó dos cosas. La primera fue saber si yo buscaba representarlo. Le expliqué que eso lo decidiríamos después, que no era una condición, que lo principal era que no se cometa una injusticia. Después él podría decidir si quería que lo ayudara con la administración o simplemente dejarla a cargo de sus hijos. En todo caso, la regulación de mis honorarios la fijaría el juez. Su respuesta fue que me recibió como a un amigo, que el juez podría decir lo que quisiera, pero que “los amigos de Paz siempre recibían lo que merecían”.
La segunda fue su preocupación acerca de quién se encargaría de sus hijos. Fue entonces comprendí que sus hijos no estuvieron en el cumpleaños, que venían ocasionalmente a las islas, que tenían su vida hecha en la ciudad gracias en buena medida a la protección de Iribarren, gracias a la que consolidaron un buen trabajo, y cada uno tenía su familia, y le habían dado cuatro nietos, el mayor de 17 años. Para Salvador seguían siendo una preocupación paternal y esperaba ansioso que vinieran el fin de semana, tanto como su preocupación acerca de que no quedaran en la ciudad sin un amigo que los protegiera. Le respondí que podíamos hablarlo con sus hijos, que seguramente llegaríamos a un acuerdo, pero que siendo dueño de las tierras sus hijos no tendrían más problemas económicos.
Su semblante adquirió una severidad profunda, y después de unos instantes dijo:
“Vengan santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.”...
“¡Ah hijos de una...! ¡La codicia
ojalá les ruempa el saco!”...
“Nací como nace el peje
en el fondo de la mar;
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio:
lo que al mundo truje yo
del mundo lo he de llevar.”...
“En medio de mi inorancia
conozco que nada valgo;
soy la liebre o soy el galgo
asigún los tiempos andan;
pero también los que mandan
debieran cuidarnos algo.”...
Recién entonces “firmó”.
Esa tarde volví a la ciudad, otra vez al lado del timonel, pero ya con una relación casi fraterna, luego de la despedida y recomendación de Salvador.
Esa misma noche me puse en contacto con sus hijos, que estuvieron de acuerdo conmigo. Nunca regresé al estudio, pero el lunes, cuando presenté el poder ante en el juzgado se enteraron de la decisión.
La pelea judicial fue tensa, pero como el documento que me había entregado el secretario ya tenía la firma de los socios del estudio, la resolución no podía ser otra que a favor de Paz.
Desde entonces, Salvador me contrató como administrador de sus campos. Fueron casi diez años en los que a pesar de ser rico, continuó viviendo como islero, y cada 10 de julio le regalé una edición distinta del Martín Fierro.
Dicen que la cultura está en los libros, cuando en realidad los libros están en la cultura. Salvador Paz tuvo en su destino el libro en que estaba su cultura, y por esa razón lo acompañó toda su vida. Fue su biblia gaucha, si guía, los versos en los que vio su vida, su sentir, su pasión, y su dolor, pero afortunadamente no su final, que fue mucho más feliz que el de Fierro.
Antes de su último adiós pudo ver a sus hijos como hombres prósperos, que durante todo ese tiempo fueron haciéndose cargo de sus campos, pasando más tiempo con él, que también pudo disfrutar de sus nietos, sentir el orgullo de verlos en la universidad y al mayor saberlo “doctor”, más precisamente, veterinario. Su nieto. El nieto de un hombre que nunca aprendió a escribir su nombre.
No estuve ahí cuando Salvador dio su último suspiro. A pesar que sabía que no le restaba mucho tiempo de vida, me sentí en la obligación de no descuidar el trabajo, y sabía que estaba bien acompañado por su familia.
Fue velado en la capilla San Salvador de las Islas, bautizada así a propuesta de los isleros, y construida con las donaciones del propio Salvador. A unos cincuenta metros de la capilla se levanta la Escuela Número 1 de Islas “Antonio Iribarren”, edificada y bautizada por el hombre que sólo leyó un libro, frente a la que se levanta el centro médico asistencial que tuvo el mismo origen.
Tras el entierro, y cuando me disponía a regresar a la ciudad, el hijo mayor de Salvador me llamó a un costado.
- El detalle de la lápida no pudo haber sido más adecuado -dijo, a manera de agradecimiento, sin saber que el agradecido era yo, que si no hubiera sido por su padre, posiblemente hoy sería un abogado perdido en los tribunales de la gran ciudad. Antes de irse, extendió su mano con un paquete- Papá hubiera querido que esto fuera tuyo, y todos estuvimos de acuerdo. Gracias por todo.
Me lo entregó y, cuando lo abrí, vi que era el mismo libro con que Salvador aprendió a leer. Entonces lloré todo lo que no había llorado sobre su tumba.
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