El viejo amó su arte por sobre todas las cosas. Desde que se dió cuenta de su presencia en el mundo y siguiendo sólo su innato talento, sin ninguna instrucción, se dedicó a pintar. Lo mismo pintaba en papel, que en madera, cartón, tela y paredes; que al óleo, lápiz y acuarela.
Pintó incansablemente y con maestría paisajes, retratos, marinas y bodegones. Asi expresaba su manera de ver el mundo y sus ideas. Fue feliz pintando y realmente vivía para pintar.
El viejo pintor nunca ambicionó fortuna, reconocimientos ni homenajes. Por su timidez, también innata, sólo incursionó en los estratos sociales modestos. Evitó siempre la fama y desdeñó la riqueza. Siempre vivió modestamente. Sólo utilizó para pintar los siete colores del arco iris, mezclándolos genialmente para obtener una gama muy extensa de colores, más que suficiente para inundar de colorido, sombra, luz, fondo y expresión sus creaciones. Nada le faltaba a sus obras y por eso era muy feliz.
Pero de repente, la tecnología moderna lo alcanzó y lo rebasó: las computadoras, los teléfonos celulares y las cámaras fotográficas digitales crearon de la nada, cinco mil colores de golpe y porrazo. Además, llegaron los megapixeles que dieron la máxima nitidez en impresos, cuadros y fotografías. La gente ya no acudía a ver sus obras, preferían usar sus cámaras, computadoras y teléfonos móviles para crear imágenes que luego amplificaban con las técnicas modernas de impresión láser en tercera dimensión. Ahora los museos ofrecían exhibiciones de fotografías e impresos y desdeñaban las obras de los pintores.
Entonces se sintió avergonzado y abatido. Todo su mundo se derrumbó y se creyó el ser más inútil de la Creación. Se negó a seguir pintando y se abandonó a sí mismo.
Por último, como despedida, quiso pintar su autorretrato, pero sólo consiguió esbozar débilmente en el lienzo, una figura tétrica y borrosa, parecida a la muerte.
A partir de ese momento, de sus obras se fueron extinguiendo los colores, el sentido, la luz y la sombra; de su mente: la nitidez de sus pensamientos, la profundidad de sus emociones y la percepción real, sin artilugios de la belleza; hasta que junto con él, desaparecieron para siempre.
Cuando abrieron su testamento, sólo encontraron en el texto una dramática disculpa: por haber engañado al mundo con sus pinturas imperfectas; un deseo: que sus obras fueran incineradas públicamente; y una exclamación igualmente dramática: me hubiera gustado nacer uno o dos siglos antes. |