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Y verme aqui sentado, escribiendo sin palabras, con los huesos de los dedos de un poeta que me comí ayer. Y que, pese a que su carne sabía amargo, tenía hambre pues me lo devoré completo, dejándome solo con tan nauseabunda sensación que no alcanzé a vomitarlo en el baño. Pero lo más extraño de todo no fue el acto canival, sino la sustancia resultante. Esplayado en el piso de madera de mi habitación, y, ocupando más de 2 metros de largo (recorrido que tuve que soportar en vano), advertí que se trataba de un ente viscoso y caliente. Herbía como la saliva de un demonio. Era de un color rojo sangre, expedía un olor a hierro y pobredumbre. Anonadado, no por el hecho de que me hallase frente a un contaminante desconocido proveniente de mi, no dejaba de perturbarme la idea de que llegasen mis padres y descubrieran ese estrago imprevisto. Si esto sucede -pensaba- entonces me preguntarían que habría comido la noche anterior y yo les daría una respuesta osada que no demoraría en conducirme al manicomio. Entonces, no dudé en coger un balde y un trapero de la cocina. Limpiando me llevé una mórbida sorpresa. Ahora solo por los lados sobresalían, grumos orgánicos con vida. Eran mis órganos, aún frescos; pulmones, páncres, corazón, hígado, venas, etc... El corazón latía con una fuerza sobrehumana. Ahogado en un sopor de lujuria, examiné mis víceras de cerca. ¡Eran letras! formaban palabras a la vez que se multiplicaban. Pude ver que con cada pulsión, el verso escrito en cada órgano, se transformaba. El compás del corazón le daba vida al poema. Ahora veme aqui sentado, escribiendome sin palabras, que estoy muerto. Pese a que nunca antes habían estado tan vivas mis víceras una vez fueron desgarradas y todo por el vicio absurdo ese de comerse a los poetas. |
Texto agregado el 26-03-2010, y leído por 84 visitantes. (0 votos)
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