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No pudo seguir viendo las noticias de la mañana. Soltó el control de la televisión y lo dejó aun lado del sofá, desde hacía varios días tenía puestos a secar en el tendedero esos recuerdos que oníricos o reales lo venían perturbando desde hacía varios años, tal vez desde siempre. No se sentía bien, dió varias vueltas por la casa, tomó desprevenida a su esposa preparando el chocolate para el desayuno y le dió un beso en la nuca, ella lo recibió a su vez con una canción de onomástico, pero sin apartar la mirada de la olleta con chocolate que estaba a punto de hervir. Su esposa Jimena era una mujer de treinta y cuatro años bien puestos a la que conoció en uno de sus viajes a Lima, además de ser esbelta, inteligente y alegre, sus familiares y amigas la distinguían por inventar historias sacrílegas de amantes de medianoche y por la gracia con que las contaba en lengua castisa.


Su hijo Santiago que tenía nueve años, salió de su cuarto, contiguo a la sala de la casa y vió con sus ojos todavía en medianoche a su padre que había regresado al sofá hablando en voz baja y con la mirada concentrada en el aparato apagado. Se acercó con pasos sonámbulos y le canto el onomástico. A decir verdad, su madre lo había planeado desde el día anterior y como el niño seguía dormido, fue a despertarlo segundos después de poner la leche en el fogón.

Feliz cumpleaños pa- Dijo el niño.

Gracias Yeyo- Respondió.

¿Cuántos años cumples, pa?

Desafortunadamente cuarenta y ocho. Respondió el padre.

¿Desafortunadamente? Preguntó el niño.

El padre no respondió sino que se escabulló del infantil allanamiento pasando revista a las clases de su hijo en la escuela. ¿Y como te va en matemáticas?¿Y en Español? Solía decir siempre que su hijo lo tomaba por asalto y no encontraba respuesta.


Jimena sirvió un desayuno más especial al de todos los sábados: huevos revueltos con tomate y cebolla, tostadas francesas horneadas por ella misma, queso, jugo de naranja y chocolate. Sin embargo cuando Álvaro lo miró no pudo reprimir una sonrisa huérfana que más parecia de nostalgia que de otra cosa. Jimena no lo notó.


Al medio día siguió dándole vueltas al asunto, repasaba cada minuto de su vida con una precision quirúrgica, les daba vueltas y los ordenaba según su importancia, los desbarataba para estudiarlos hasta en el más ínfimo detalle y los volvía a armar. Todavía no le cabía en la cabeza aquella idea, simplemente no tenia sentido y menos para él que era profesor de universidad pública, ateo y con la conciencia de haber hecho con su vida lo que más le plació desde el momento en que terminó su servicio militar y regresó a la ciudad con la convicción de que nunca jamás nadie volvería a darle órdenes.


Su esposa y su hijo regresaron del mercado cargados de bolsas repletas con los abarrotes para la semana siguiente. Santiago le preguntó a su madre por que su padre se comportaba de tal forma, diferente, reflexivo como un perro de taller. Su madre le respondió con una respuesta simple e ingenua – eso son bobadas de la edad.


Álvaro había pasado recorriendo el mundo en su juventud, había sido estudiante en la Universidad de Madrid en la facultad de Lenguas y al terminar se decidió por la profesión de periodista reportero. A sus veintiocho años había cubierto en exclusiva desde Estocolmo la entrega del premio Nobel que recibió el maestro Pablo Marquéz Santore, también había cubierto para el canal ocho las reuniones en Caracas del grupo de los paises hermanos integrado por los países de Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador y Bolivia. Anterior a esto había sido reportero en la frontera entre México y los Estados Unidos en una crónica desafiante hasta para el más osado de los reporteros acerca de los “coyotes” mejicanos que pasaban a los más desesperados por huir de la pobreza al suelo estadounidense no solamente sin ninguna garantía sino con muy pocas posibilidades de éxito, en esta odisea Álvaro estuvo a punto de morir a causa de una deshidratación casi total y por una intoxicación que le causó haber ingerido alimentos en descomposición. Cinco años después en Lóndres vió por primera vez a uno de los amores de su vida, mientras cubría el cumpleaños número noventa de la reina madre, pero supo que algún noble consentido se le había adelantado dos años antes. A Jimena la conoció en el aeropuerto de Lima después de una escala que tuvo que hacer de emergancia el avión en el que viajaba de Santiago de Chile a Bogotá debido al malísimo estado del tiempo y tuvo que permanecer en el aeropuerto por más de dos días. Jimena trabajaba allí desde los diecinueve años como cajera de un banco, sin más pretensiones que las de algún día ser su gerente. Desde que la vió ya sabía que se iba a quedar con ella desde siempre y para siempre.


Dos años antes vivo algún tiempo en París con Brigitte, una aprendiz de azafata de la Air France a la que conoció en uno de sus viajes a las tierras de De Gaulle pero la pareja jamás perduro porque no compartían el mismo gusto en algo tan importante como decisivo para los dos: ella fumaba hasta más no poder. Álvaro trató de que dejara el cigarrillo pero un día en que él se adelantó a su llegada después de un viaje a la India la descubrió fumando en el único baño del apartamento con la puerta a medio cerrar. Durante los dos meses siguientes sostuvo una relación con una mujerzuela de los barrios bajos, pero en realidad nunca le llegó a interesar. Se llamaba Michelle.


En el bául de la memoria Álvaro se encontró de pronto viviendo de nuevo el momento preciso en que se encontraba bebiendo con Azael, su mejor amigo, después de un partido de fútbol que su equipo había perdido. El Sporting que había hecho todo lo posible para exorcisar las embestidas del equipo contrario, logró mantener un empate hasta el último minuto, cuando Gabriel Parcianni anotó de cabeza en un tiro de esquina. Mientras repasaban la fatidica jugada entró por la puerta descascarada de la cantina una anciana que parecía sacada de alguna novela maldita, su rostro parecía el de una muñeca rusa, andaba en los puros andrajos con un cachorro triste bajo el brazo y zapatos de novia plantada, la llamaban “La Loca Calva” aunque se sabía que su nombre alguna vez había sido Virginia. La mujer que recitaba lírias a la virgen en lenguas incomprensibles pero que se reconocían por el ritmo de su voz, se acercó a su mesa como si aquella cita hubiera sido pactada desde antes de su nacimiento.

Aporriados hijueputas-dijo en su voz ácida.

Azael, su amigo de todas las guerras, se levantó ofuscado de la mesa para echarla aquel bar de pacotilla. Álvaro de acuerdo con su costumbre de niño viejo lo disuadió con la excusa de entretenerse un rato con las historias de la anciana desgraciada. Nunca creyó de la sabiduria popular, que los locos, al igual que los borrachos y los niños, siempre dicen la verdad sin importar cual sea su origen o sus consecuencias. Azael regresó a su puesto en la silla sin dejar de mostrar su repugnancia por aquel ser asqueroso.


La anciana empezó a balbucear en un lenguaje de focas entre las risas del uno y los gestos de repugnacia del otro. Todo el mundo la conocía por sus escándalos públicos en los que lanzaba improperios contra los niños que le lanzaban piedras desde lejos y ella los retaba a pelear. Con los adultos no lo hacía a menos que la provocaran, era un ser que ya pertenecía al carácter de la ciudad.

Les voy a leer las claves del futuro- les dijo de pronto.

A ver como es la cosa- le respondió Álvaro.

Déme para un pan y se los cuento. Dijo la mujer.

Azael saco un par de monedas y las tiró en la mesa con el fin de apartar aquel ser de su presencia. Tal vez al recibir los tres pesos haría lo mismo que todos los mendigos hacían de aquella época y se largaría por donde vino. En contravía a lo que él pensaba la mujer lo siguió con su olfato.

Usted se va a morir nadando-le dijo.

Azael no respondió. Le causaba un malestar profundo aquella presencia. Su único deseo en ese momento era que aquella vieja desgraciada desapareciera de su presencia. La vieja cambió la expresión de su rostro y se tornó hacia Álvaro con una ternura maternal.

Sumercé en cambio, no se va a morir tan joven porque le gustan las princesas. Cuarenta y ocho años esta bien. !Suélte, suélte!

Álvaro rompió a reir. Además de estas y otras cosas aquella reina mostruosa les habló de una moza peruana a la que conocería en un edificio lujoso. Les habló de una mujer de Francia, de las pampas argentinas y de los desiertos del norte, de Santiago, de las enfermedades que adquiriría. Álvaro rió tanto que los ojos se le llenaron de lágrimas y como había bebido un par de cervezas, tuvo que levantarse de la mesa para ir al baño a vaciar su cuerpo. Cuando regresó, la ciega había partido y su amigo se había aliviado después de aquel asqueroso encuentro.

Diez años después Azael, el alcalde de los mejores amigos que se podía tener, murió en un accidente aéreo cuando el bimotor en el que viajaba para las islas Bermudas de vacaciones con su familia desapareció y fue encontrado dos semanas después por el cuerpo de guardacostas de los Estados Unidos. A partir de aquella noticia Álvaro no tendría un instante de sosiego.








Texto agregado el 25-03-2010, y leído por 75 visitantes. (1 voto)


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