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Tenía ganas de ocultarse hasta que se olvidara lo sucedido, pero debía exhibir su sufrimiento un día entero, tal como lo dicta el protocolo. Aún con las punzadas que le atravesaban el vientre, salió del auto sin ayuda y caminó con dificultad hasta la entrada, donde había una pizarra con el número de sala y aquel nombre que solamente volvería a ver escrito en el acta de defunción.

Al ser golpeada por las miradas de lástima y morbo, Alma se fue a sentar al rincón más alejado. Era imposible no verla; no siempre se puede contemplar el dolor en su más pura y franca expresión, sin filtros, sin atenuantes. Por primera vez en su vida dejaba escurrir libremente las lágrimas, sin ese instinto de desaparecer cualquier vislumbre de llanto.

Poco a poco, las miradas cedieron su lugar a los abrazos, algunos forzados, otros sinceros; a las palabras, unas sensatas, otras huecas y tan fingidas que parecían sacadas de un libro de frases para funeral. Las palabras… todas eran iguales, de cualquier modo Alma no escuchaba; aún retumbaban en su cabeza las palabras del médico “Señora, pase a despedirse… se nos va… abrácelo y quiéralo”.

Apenas unas horas antes el diminuto ser humano, invadido con agujas y sondas, luchaba por su vida cansadamente mientras Alma sólo podía observar desde una ventana el ir y venir de doctores y enfermeras. Y ella, sin poder socorrer a su pequeño se sintió la más prescindible de las madres.

Para terminar con la insistencia de su madre, se recostó e intentó dormir pero las punzadas en el vientre volvieron; o mejor dicho, recordó que ahí estaban. Antes de cerrar los ojos contempló un momento el ataúd blanco, era el más pequeño que había y aún así, el cuerpecito no ocupaba más de la tercera parte.

Al poco tiempo de haber logrado conciliar el sueño, un sobresalto en el pecho la obligó a abrir los ojos. Vio que una mujer de rostro familiar se acercaba lentamente al ataúd mientras estiraba la mano con la clara intención de abrirlo, la mirada de curiosidad por conocer el contenido llenó de un odio repentino a Alma que por instinto se abalanzó sobre la mujer para alejarla de su objetivo y pedirle que se fuera. Fue tal el estruendo que provocó el empujón, que los ya escasos acompañantes despertaron y miraron con desaprobación a la imprudente, quien no tuvo más remedio que marcharse.

Volvió la calma y con ella, las molestias en la herida que aún no empezaba a sanar. Alma solamente reposó dos días de los cuarenta recomendables, apenas pudo ponerse en pie se dedicó a estar cerca de su hijo, hacerlo sentir acompañado, protegido. Lejos de lo que pudiera esperarse, Alma no le pidió a su hijo que resistiera, no se sentía con el derecho de pedirle que soportara la incomodidad de los instrumentos hospitalarios; sólo le pidió que se mantuviera tranquilo y si se tenía que ir, lo hiciera en paz.

Con el amanecer comenzó nuevamente el desfile de condolencias y frases hechas, perdió la cuenta de cuántos “Dios sabe lo que hace” y “Por algo pasan las cosas” escuchó. Lo más sincero fue: “No sé qué decirte”. El premio a la frase más injusta: “Tienes que ser fuerte”. Injusta porque los funerales no son para la fortaleza, son para llorar, sufrir la ausencia, para dejarse desmoronar. Hay lugares y momentos donde la fortaleza no cabe.

Las enfermeras del cunero le habían permitido quedarse con el niño en brazos hasta que llegara el chofer de la funeraria, después se lo quitaron para invadirle oídos, nariz y boca con algodón. Alma pidió que fuera envuelto de pies a cabeza con su sabanita para no satisfacer el morbo de los curiosos, ni siquiera ella hubiera sido capaz de mirarlo en semejantes condiciones, prefería guardarlo entre sus recuerdos cuando aún parecía que estaba dormido.

Se negó a permitir cualquier ceremonia religiosa en honor al pequeño, para ella no había mejor redención que haber podido despedirse. Pero como las abuelas siempre hacen su voluntad con los nietos, la madre de Alma llevó un sacerdote para que oficiara la acostumbrada misa “de difunto”.

Llegó el sacerdote como llega al trabajo alguien que está por jubilarse: con pesadez, cansancio y aburrimiento. “¿Está bautizado?” Alma había escuchado claramente la pregunta pero solamente fijó su mirada perdida en el hombre con sotana, sabía que la pregunta era para ella pero no tenía la suficiente voluntad para responder. “No, no está bautizado”, dijo la madre de Alma. Y al pensar que habían terminado las preguntas: “¿Porqué? ¿Cuánto tenía? Nuevamente la madre de Alma: “Cinco días”. Cuanto todos pensaron que había terminado la conversación incómoda el sacerdote concluyó: “Sí hubieran alcanzado”.

Ya dispuestos los accesorios en la mesa, el presbítero comenzó a balbucear la misa. La herida seguía punzando. La cicatriz sería el único recuerdo que Alma conservaría de su hijo, ni una foto, una prenda que él haya usado, hasta la imagen que conservaba de él se haría cada vez más borrosa con el tiempo. Lo único permanente y nítido sería esa cicatriz vertical que le dividía en dos el abdomen.

Un sonido agudo, rítmico y fuerte la sacó de sus cavilaciones e interrumpió el balbuceo del predicador, era un teléfono celular. El padrecito tomó dicho aparato y dio la espalda a los fieles para responder la llamada que sólo duró unos segundos, después volvió a la ceremonia. Nadie parecía darle importancia a tal acto, que se repitió dos veces más. Alma, con la misma desfachatez del sacerdote abandonó la sala. Nadie se atrevió a seguirla ni detenerla.

Alma quería pensar en su hijo y dedicarle algunas lágrimas; el ruido de la misa y la obligación de escuchar se lo impedían. La sala contigua estaba desocupada, fue ahí donde Alma encontró el sosiego para llorar cómodamente y dejar que el dolor hiciera su trabajo, hasta que se sintió solamente triste y el cuerpo le pidió paz.

Cuando volvió a la sala ya se había retirado el hombre con celular y sotana. En su lugar estaba el encargado de llevarse el pequeño ataúd. Era absurdo subirlo a la carroza fúnebre, no ocupaba mucho espacio; bien se lo hubiera podido llevar Alma sin sacrificar la solemnidad pero la cuota incluía el cortejo, y Alma no tenía fuerza para contradecir a nadie. Estaba convertida en una sombra que iba y venía, sin prestar atención a nada. Sólo caminaba de un lado a otro, a donde la llamaban. No pensaba ni sentía; tanto llanto ya la había anestesiado. Sólo era una sombra haciendo acto de presencia, sin ganas de vivir, mucho menos de caminar.

Una larga fila de autos siguieron lentamente la carroza hasta el panteón, ahí llegaron más conocidos y amigos a balbucearle al oído palabras incomprensibles y darle abrazos comprometidos. Comenzaron a caminar, Alma llevaba en sus brazos el ataúd, no se necesitaba más fuerza que la de ella para cargarlo. El sepulturero lo recibió con la frialdad e indiferencia que surge al trabajar ahí todos los días. Alma se apartó unos pasos y se limitó a observar cómo la tierra cubría lentamente el pequeño ataúd blanco hasta dejarlo totalmente resguardado. Ahora sí necesitaba un abrazo, nadie se lo dio.

Comenzó a llover y no había quién diera el primer paso hacia la salida, Alma no quería ser la primera pero tuvo que iniciar el camino de salida, parecía que solamente la estaban esperando a ella. Aunque se iba alejando de su hijo, ella sentía que lo llevaba consigo. Los acompañantes empezaron a despedirse y a retirarse con la calma de quien ya superó la tormenta.

Después nadie volvería a darle consuelo a Alma. El entierro era el final de todo sufrimiento, todos se fueron aliviados porque ya pasó. Pero ella se llevaría lo que todos dejaron en la salida del panteón, volvería sola a su vida con una necesidad de compañía que jamás había sentido. Para Alma apenas comenzaba un largo y agonizante duelo que habría de padecer con la herida en el corazón y en el vientre como única compañía.

Texto agregado el 24-03-2010, y leído por 157 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-04-2010 Hay una excelente observación de la cultura de la muerte en nuestra sociedad, dejas caer la crítica con el mismo desgano del personaje. De todo mi gusto tu cuento. NeweN
24-03-2010 Excelente tu escrito. Los matices desde el dolor realmente compartido hasta la escenografía del dolor. Te felicito. josesur
 
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