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El chino
>> ¿Amarilla? Sí, creo que aún tengo la imagen de su piel desteñida pegada como costra en la memoria. Pero, no crea, cuando le bailaban los chisguetes de sangre entre la carne, su cuerpo tomó un color pulposo. Fueron sus ojillos sabe, como si tratara de ajustar la mirada para averiguar que se esconde dentro de uno. No menos que su mirada su caminar: pausado de zancadas cortas y piernas largas, flacas, como flecos de papel pegados a las astillas del hueso. Aún peor su palidez: pareciera que la sangre que corría por sus venas se rehusara a pintar aquel cuerpo, siquiera, de un color modesto.
Una nube palpable a los dedos cual borra de almíbar nubló la perspectiva del cuarto. El humo que se desprendía de la pipa se diluía entre las capas del vapor anterior que -impregnado entre el sillón de trapos, un tercio de sillas despostilladas y una veintena de libros: algunos de ellos desojados- desparecía igualmente entrelazado en el nuevo hollín blanco. El cuartucho desprendía un fétido olor a orina y comida fermentada que con el tizne del tabaco, formaba un nuevo hedor. Dentro de la escena, dos pares de ojos llenos de vetas rojas se presentaban a la vista unos de otros. Una expresión de sonido se abrió bajo los ojos:
—Fumar, comer, dormir, ya estoy cansado de eso Manuel, sólo fumar, comer, dormir, así, realizando únicamente esos tres deberes que me hacen mantenerme de pie o manteniéndome de pie sólo para realizarlos, en ese orden o no: a veces fumo, otras tantas como y de vez en cuando duermo o fumo, como y duermo al mismo tiempo y nada más. Sabes, no quiero que el tiempo mecanice mi vida en esas tareas.
Ocupado en desprender, con una cucharita del fondo de la pipa formada con una bujía, los restos negruzcos de tabaco quemado y relamiéndose la pequeña macilla chocolatosa que se le había integrado entre las aberturas de los dientes, Manuel no tardó en contestar:
—No, no, no te castigues, Fausto. Tú por lo menos engendras recuerdos, tu vida no es tan mecanizada como la mencionas sólo que…son etapas…tú, la escuela, es sólo esperar tu tiempo, esperar, gastarlo, siempre y cuando otro no te lo robe, porque mientras tu lo gastas, hay quien te lo roba, pequeñas sanguijuelas que nos chupan los miembros, y, de hecho, algunos de esos ladrones no deben tener derecho a él… Por ejemplo, el, el chino ese, ¿cómo se llama?
Fausto pensó un momento, mientras ojeaba un libro de corto grosor, antes de contestar, cortó una hoja y la comenzó a mascar, luego acotó:
—Tito, Tito Kay creo —sacó el papel, ensalivado, de la boca. Lo observó un momento, lo introdujo en la caracola de la oreja. Soltó una risa lerda, sacó de nuevo el papel y lo volvió a mordisquear.
—Ese, ese tal Tito, el sí que está jodido. Digo, jamás ha hecho algo digno de ser guardado siquiera en su memoria, mucho menos en la tuya o la mía o la de alguien, quien fuera o qué, acaso tú recuerdas algo que él haya realizado, no verdad, sólo ha llevado una existencia inútil, sin sabor: ni tragos dulces ni amargos —calló dando una boqueada fuerte a la cresta de la bujía.
Fausto había dejado de lado el papel. Desgajó una capa de memoria; la incrustó en su entendimiento y purgó para sí la idea que Manuel le había enclaustrado: “el chino no vive, sólo existe… vida sin sabor, ni dulce ni marga —observó una nube de humo flotando sobre la cabeza de su amigo; era raro—: por lo general el vapor siempre toma forma de algo pero no de vapor —repasó en la enredadera de su cerebro, luego olvidó lo que había pensado. El receptáculo del recipiente estaba vacío y procedió a llenarlo. Empujó la pasta al fondo del pote mientras pensaba para sí—: el chino no sirve…, es como la forma del humo, sólo existe como algo mientras tiene forma después no es ni siquiera humo, existe, sí, pero los perros y las piedras también existen”. Aspiró al fondo y sopló:
—Tienes razón, un ser humano toma razón de ser únicamente cuando en su vida se ha presenciado algún hecho importante —tallándose la barbilla con los dedos anular e índice, luego continuó con tono de incertidumbre—: necesitas recordar para sentirte vivo pues el momento mismo de la vida es tan efímero que no puede ser disfrutado en el instante y por ende se requiere de ser recordado para ser sentido, no? Estas pequeñas cosas no son dignas del chino, quizá alguien debería dar fin a esa existencia parca, de olvido.
Manuel rió, la risa flotó en el aire y contagió a Fausto. Fausto no esperó respuesta: aspiró un par de veces la pipa hasta sentir que el ardor bajaba por la garganta, le quemaba el pecho y volvía a subir para quedarse en la orilla de la boca. Manuel, dedicado a observar, no tardó en humedecerse los labios con la lengua y pedir que le dejase sorber un poco. Con pipa en mano, dio varios besos sobre la abertura aspirando bolas de algodón flotante, que le dejaron un sabor acedo en los labios. Vio caer dormido a Fausto, con el cerebro hirviendo en salitre desboronada por la boquilla del labio y la cornea girando bajo los párpados. Escupió en el fondo del cacharro, escuchando el chillido de las brazas, luego se tiró sobre la alfombra chupando su paladar con la parte rasposa de la lengua.
>>Le decía: el muy cabrón jamás me sonrió; es verdad que con nadie lo hacía, pero yo no era nadie. No sé si lo planeamos o salió así, natural, eso no lo sé, no lo recuerdo; a menudo ya no recuerdo gran cosa, aunque en algunas ocasiones aparecen las cosas así, sin más, sin siquiera pedirlas. Pero, lo que es por mí, la verdad es que difícilmente puedo hilar dos o tres hebritas de recuerdos, no puedo, ni siquiera recuerdo que no puedo recordar y así es difícil adueñarse de la forma que tiene, ya siquiera, un saludo o una sonrisa.
Caminaron lado a lado hasta llegar a la esquina de Rabieta y Fernández enfrente del basurero donde los perros se recuestan a morderse las garrapatas y lamerse las llagas de los genitales. Justo a la hora que el sol se resiste a ser tragado por la tierra y ésta abre la boca porosa para comerlo a pedacitos, poco apoco, hasta hacerlo sangrar, ahí, justo en la intercepción estaban Manuel y Fausto, esperando que se acercase la figurilla desgarbada e inútil del chino.
>>Le digo, un saludo, eh, ¿un saludo, una sonrisa? no, no los ocupo ni me los puede dar. Sabe, le llevé, para que me diera perdón, un par de flores: un girasol y una rosa anémica, no lo planee, en serio, el color fue simple ironía del jardín camino al funeral. No alcancé siquiera a ponerlas sobre su ataúd, se deshicieron entre mis manos cuando su madre con su diluida piel amarillenta se puso a llorar sobre mi regazo, mojando las flores, haciéndolas un asco, pero eso no le bastó, después se aventó como hiena sobre el vidrio queriendo encontrarle forma a la remolacha de su hijo.
Apenas si pudo explotar un suspiro cuando el cuchillo le abrió en corte asimétrico la carne.
—Dale otro, remátalo —gritaba Fausto extasiado, sosteniendo con fuerza el bulto del chino. Éste, tratando de encontrar repuestas exhalaba palabras inconexas, inflamando su cuerpo en la inhalación subsiguiente a la no respuesta.
Como si la orden le tomase el brazo, Manuel no tardó en asestarle una segunda estocada en el costado derecho escondiendo la punta de la navaja entre las costillas; seguida de otra en la muñeca izquierda, cortando los carpos, dejando ululando la mano por una hilera de nervios. El chino, que sentía cómo las piernas le pedían fuerza y los pulmones un pedacito de aire, trataba de relacionar a las voces pero, el sueño y la sangre que le brotaban como ramilletes de las orejas se llevaban las palabras, en espiral, por el aire.
Queriendo tomar parte en el festín Fausto dirigió, sin vacilar, un rodillazo en la entrepierna del chino. Éste no tardo en reaccionar soltando una infusión que le inundó el pantalón de un olor inmundo; el suero no atrasó la espera de hacer complicidad con la tierra formando un pantano menor. El desgarbado, ya sin fuerzas, lanzó un caño de sangre y vomito que le invadió la nariz y llenó los ojos de lágrimas amarillas. Fausto soltó al muchacho, se apoderó del cuchillo y dispuso varias mordidas de metal al cuerpo que se movía cual títere sin dueño desistiéndose a caer. Manuel al ver la imagen del chino ahora convertida en una masa sanguinolenta revolcándose sobre sí misma en el fangal de lodo, orines y sangre, se introdujo una tercia de dedos en el fondo de la garganta, hasta tocar la campanilla, tratando de volver el estómago, logrando reducir sus intentos a expulsar sólo el chicloso humo que le regresaban los pulmones.
>>Lo que me sorprendió y hasta ahora no lo comprendo del todo es cómo tanto él como su madre pueden soltar tanto llanto por esos ojos tan cerraditos, como de alcancía. Me dio curiosidad, por eso lo solté, para ver como brotaban las lagrimas cual regaderas y después lo hubiera visto me causo gracia ver un chino bailando ballet.
Un perro al oler la carne dejó de lamerse las llagas y optó por acercarse al cuerpo que aún giraba sobre sí mismo, en medio de la mugre. Con la intención de disfrutar un banquete, el animal trató de escoger el pedazo de carne que más pudiera saciar sus intestinos no sin antes -como si temiera llevar el mismo destino de lo que suponía sería, una vez confirmado, su alimento- lanzar una mirada a los hombres como buscando aprobación para tomar bocado. Manuel ya sin fuerzas, por los intentos frustrados de volver el estomago, prefirió sentarse en cuclillas con la cabeza baja, entre las rodillas, dejando la decisión a su amigo. Éste, en cambio, limpiando la navaja con la parte seca de la camisa, le mostró una sonrisa, elevó la mano a la altura del pecho y cortando el aire graciosamente mostrando la palma al cielo, asintió la petición. Como por instinto las cuatro patas cargaron los pellejos de lo que se suponía era un perro y relamiéndose los pocos dientes podridos que le quedaban tomó un fragmento de carne, entre la revuelta moronga. Los remiendos se desistían a ser cercenados del cuerpo, cargando con la ilusión de unirse nuevamente y con ello redimir la forma ancestral del ser humano; el animal tiró con más fuerza y arrancó el trozo palpitante de carne, dio media vuelta y se alejó para degustarlo con calma. Después si eso no le bastara regresaría por otro poco, o tal vez no, esos animales comen poco porque saben que mucha carne indigesta. Fausto, con la sonrisa pegada a los labios veía como el perro de las costras rojizas se paseaba cabeza en alto con el trozo de chino en el hocico: lo tragaba y vomitaba trayendo consigo parte de sus tripas, luego lo volvía a tragar regresándolo de nuevo, hasta que, resignado, hizo un hueco en el suelo y lo guardó tapándolo con un puñado de tierra y un chorro de orines. Terminó de limpiar la cuchilla, la guardó en la bolsa trasera del pantalón dio media vuelta y se perdió en lo gris de la noche. Manuel seguía revolcándose en el suelo, tratando de volver el estómago mientras el perro le lamía la mejilla.
>>En verdad que fue gracioso: giraba para acá y para allá y después que asco, parecía un cerdo revolcándose entre su inmundicia. Porque al final lo descubrí, en realidad era eso, un cerdo, un animal, una bestia sin alma, bien pudo ser un caballo o una roca y nadie lo hubiera notado. Hasta le hicimos un favor. Si no hubiera sido por Manuel…, por su madre…, por mi risa escupiendo sobre el sarcófago…, por Manuel, que desde ese día no dejó de vomitar a cada oportunidad hasta quedar convertido en un ramo de venas…, por su madre que ahogaba sus gritos entre el llanto, tanto llanto para nada… eh, me decía a sí, sí, mis pastillas ¿una roja, tres azules y una amarilla verdad?



Texto agregado el 22-03-2010, y leído por 75 visitantes. (0 votos)


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