Y así de pronto, me llené de amor, de tanto amor, y empecé de nuevo a ver sus mil y un millón de fotografías guardadas en mis recuerdos y en los suyos, y lo abrazaba, y no podía dejarlo, pero el yacía dormido hasta que el sol de la mañana lo volviera a despertar, mientras yo aquí con esa nostalgia presente pero tan insondable, esa melodía en mi cabeza, con tantas frases completándome y enloqueciéndome, y era tan hermoso recordarme en sus ojos, en sus dulces ventanas de miel acaramelada, en sus días de jácaras, con sus viejos parceros, me acordaba de él, y no había más que enternecerme, porque su generosa ternura era tan apacible, tan apaciguante, que aún a kilómetros, la podías sentir, aquí, adentro; sus cejas pobladas, su cabeza rebosante de neuronas dementes y cuerdas intercalándose inversamente, el arcoíris de su espíritu, nuestras armonías, sus besos, mis besos, los nuestros, su cabello infinitamente sedoso, sus barbas oscuras en las que muchas veces mi saliva reposó y pasó a ser parte de su cuerpo, su sonrisa deslumbrante, su fiereza, sus constantes sueños, el postre de sus pesadillas, esas serpientes coloridas que día a día rondaban su cuello, eran alimento para mi alma, eran horas de eternidad. Ver su rostro, ver su conexión al cosmos, te llena, lo hace, el cielo detrás de su cabeza pareces observar. A ella, a ella rascarle su templada panza es algo que también te hace viajar, la vieja y renovada luz de sus ojos: ese tierno pequeñín viviente a pocos metros de su habitación, sus pies descalzos, plenitud alcanzándote viniendo desde lejos, persiguiéndote y por poco tomándote…. |