Deambulo por el centro de la ciudad, perdido, mareado, rebotando contra los postes y las paredes como una bola de pinball. No sé cómo he llegado hasta aquí, hasta ésta maraña de luces y veredas que no se quedan quietas, hasta este enjambre de calles que se tambalean y se inclinan. No sé cómo caí en esta realidad, en qué momento he llegado a ser yo mismo uno de esos seres marrones y andrajosos que andan rebotando por la vida, uno de esos personajes marginales que se mueven sin rumbo por las calles.
Soy un raro habitante con la ropa correosa de cebo humano y hollín, con un olor a todos los olores, con una larga y canosa barba y una maraña de sucios cabellos que se deshilachan cayendo pesados sobre mis hombros.
Voy a ningún sitio, ya lo sé; voy a la deriva por este suburbio de rascacielos, voy solo y sin rumbo por este laberinto de cemento, por estas bambalinas de utilería de falsa civilidad, voy con un paso rastrero, con un largo sacón gris ya roído de tiempo e intemperie. Llevo también una botella a punto de vaciarse y unos ojos rojizos que ya miran sin ver. Soy, además, el portador de un rostro adusto y silencioso, de un gesto reseco y resquebrajado, llevo en mi cara una expresión que denota la edad del dolor, un rostro que en sus huellas deja adivinar un perenne historial de sufrimientos y fracasos, de traiciones y abandonos.
Merodeo sin rumbo, chocando aquí y allá, girando y volviendo sobre mis pasos en esta kafquiana encrucijada de bocacalles de la que no puedo salir. Soy un actor sin guión, sin papel, un mal actor de reparto enredado en un escenario de hormigón y vidrio. No importa hacia donde vaya, aunque a veces me mantenga, aunque a veces suba un poco, luego terminaré cayendo, cayendo, decayendo, siempre más abajo, más abajo del fondo, de la escoria, escoria de la escoria, reboto y caigo, como una bola de pinball.
La botella llegó a su fin, los recuerdos amenazan volver, la tragedia de la realidad me acecha agazapada tras la alborada de la lucidez; la tragedia está preparando su salto, afilando sus garras cargadas de recuerdo y pasado.
Una limosna por favor, debo comprar un jarabe para la memoria. Los temblores aparecerán en breve. Una monedita señora, necesito un remedio para curar un fuerte y viejo dolor acá, en el pecho, en el alma. Nada de nada, los trajinantes y atareados pasos presurosos me lanzan miradas furtivas, me huyen y me rehuyen, me empujan y desprecian como a un perro sarnoso. El pasado se empieza a dibujar ante mí como la aparción de un fantasma que va definiendo sus contornos; el sudor me empapa, un sudor frío que me brota desde el alma como una llovizna interna, como un rocío de escarcha que no termina de caer. Una monedita por favor que se me agolpan los desengaños, que las heridas viejas se están abriendo camino desde el fondo de mi ser y amenazan desangrarme; una monedita por favor, que el resabio del fracaso me está tendiendo sus garras. Me urgen unos pesos señor, que ya empiezo a recordar como llegué a esta situación. Una monedita por favor que la realidad y la conciencia ya casi están aquí. Una monedita, que quiero seguir siendo una bola de pinball. Insert coin to continue.
El zigzagueo me lleva a un almacén, la botella está en mi mano, la moneda no, nunca lo estuvo. A correr. La bola corre y huye, gira y busca un recoveco entre la multitud, rebota contra los postes y los portales, contra los umbrales y contra los carteles, rebota y rebota hasta que por fin se pierde entre la marea humana, se mezcla en el río de cabezas de las calles, se mezcla simulando que también ella tiene un motivo y un lugar a donde ir, se mezcla simulando que no esta cayendo. Pero si lo está haciendo, cae, las bolas de pinball siempre caen.
Por fin llego a un recoveco oscuro y seguro. Extended time. Extra points. Vendrán por mí, enseguida vendrán, la bola debe apresurarse a beber.
Esto está mejor, mucho mejor. Por fin se me desdibuja la ciudad y con ella los fantasmas que me acosaban. El tiempo se estira, el pasado se aleja hasta ingresar en el territorio del olvido, se aleja hasta perderse detrás de los edificios, hasta marearse entre las avenidas y enredarse en el humo de los coches; pero no se quedará allí por siempre, antes o después saldrá en mi busca, seguirá mi rastro de mugre añosa y de lágrimas secretas, me seguirá como un demonio sabueso. Y más tarde o más temprano, por fin me alcanzará, implacable y certero como mi sombra.
Apuro el trago, todo se vuelve irreal, es tiempo de tregua, me pongo en marcha. Mi presencia se aparta de mi cuerpo transformándome en un ente imposible, en un ser ajeno a sí mismo. Me desconozco, soy nadie, por fin soy nadie, soy el usurpador de un cuerpo anestesiado, un cuerpo que no me pertenece, vacío y en blanco, sin pasado ni biografía. ¿Cómo he llegado a ser yo mismo uno de esos seres marrones y andrajosos que andan rebotando por la vida?.
El juego continúa, you win a extra ball, la bola rebota contra los transeúntes, contra una cabina de teléfono, contra los quioscos, la bola se cae y rueda, se levanta y rebota en los carteles, en los árboles, en las vidrieras.
Ya vienen por mí, lo intuyo, lo adivino. Tiro la botella y cruzo la avenida, la bola corre y choca los autos y rebota. Los ruiditos del pimball urbano son las bocinas y las frenadas, pero la bola no teme, se ríe del miedo, zigzaguea y grita eufórico entre los carriles, llora y putea a contramano, rebota abollando chapas, dando alaridos y levantando los puños cerrados hacia la llovizna. New hig score.
Unas luces enormes me embisten, la bola de pinball vuela por los aires de contramano a la llovizna, por un segundo es un ave y ve el tablero desde arriba. Golpe fuerte, muy fuerte. Tilt, tilt, tilt.
La bola de pinball queda tendida en el piso, de cara a la llovizna ácida que se descuelga lentamente; el asfalto está duro y frío. La noche oscura de sombra y smog se abre camino entre las cumbres nebulosas de los altos edificios, se abre camino hasta mis ojos entre las antenas y los pararrayos, entre las terrazas desiertas y las columnas del alumbrado público.
Me rodea un coro de sirenas ululantes, un ballet de luces amarillas y rojas que titilan enloquecidas como las lamparitas de color de los pinball, que parpadean histéricas a mí alrededor entorpeciendo el tráfico, estorbando el normal fluir de los peatones civilizados, de los correctos ciudadanos empaquetados en sus solapas ejecutivas, ahorcados en los moños de sus corbatas acartonadas. Balizas y uniformes incomodan el paso de los prósperos citadinos enlatados en sus chatarras de brillo cromado y de confort plástico. Tamaño contratiempo, dirán, y sólo por una bola de pinball, sólo por uno de esos seres marrones y andrajosos que andan rebotando por las calles, por la vida.
Unos guardapolvos me hablan, mueven sus mudas bocas mientras a sus espaldas pasan los autos, mientras a sus espaldas el semáforo se pone amarillo y rojo. Me gritan. Voltaje, más voltaje. Mi pecho se eleva, me retuerzo, me arqueo, aprieto los dientes y curvo la espalda. Pero es inútil, las luces se apagan, los sonidos se callan, el frío y la llovizna desaparecen, el dolor se va con ellos. Over, the game is over.
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