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Viernes de película

Mientras disuelve las dos cucharas de miel en la taza de té con leche, un penacho de vapor nubla los lentes de Carmen por un suspiro. Levanta la bandeja en la que a colocado además dos tostadas con dulce de leche, y sale con el paso ágil de los que están acostumbrados a arreglarse solos en todo. Cruza la puerta del taller de modista, como la llaman en el barrio, y va derecho hasta la mesa atiborrada de retazos de forma triangular, algunos desgarrados, otros de colores impensables para un vestido, alfileres pinchados por todas partes, tijeras de varios tamaños, botones en una tapa, papel de molde con alma de cáscara de la cebolla. Varios maniquíes ocupan los pocos espacios libres entre los muebles. En el más esbelto resplandece un vestido de novia que espera los retoques de las interminables sesiones de prueba. Carmen es de las que disfruta esos momentos con un reflejo de su lejana ilusión.
Apoya el contenido del desayuno tardío en el único espacio vacío y se sienta de cara a la ventana pequeña pero muy luminosa que da a la calle, al plátano viejo y frondoso, al movimiento de cabezas, voces sueltas, bicicletas a paso de hombre que cruzan como en el cine, cuando recién empezó la película y aún no se adivina hacia qué historia avanzará la escena.
Carmen mira el desorden, los pisos de parqué percudidos de la danza frente al espejo que preside todas las ceremonias de ese espacio. Observa el territorio de lo que fuera su dormitorio, busca el lugar de la pared donde alguna vez estuvo el respaldo de la cama matrimonial. Sonríe mientras la tibia sensación de la bebida baja desde su boca pequeña. Carmen siempre sonríe levemente, es su manera de no oponer resistencia al fluir de las cosas, de no convertir la resignación en odio.
Después de todo, la vida no ha sido tan injusta con ella. Luego de aquellos duros tiempos del divorcio retomó la profesión con la que logró criar sola a sus dos hijos y la que le permite ahorrar unos pesos para ayudarlos cuando vuelven de Buenos Aires, dónde viven desde que cumplieron los dieciocho.
El sol le acaricia los párpados y ella los deja caer sin resistencia. Sabe que poco le durará esa paz de media mañana, pronto comenzarán a sonar los timbrazos superpuestos y la casa se comenzará a llenar de madres gritonas con hijas una veces sumisas y otras con veleidades de princesas histéricas. De algún hombre que llegará entre apuros y pudores con un pantalón doblado como un repasador para que ella le ajuste el largo, corrija la distracción del talle equivocado.
La mujer se levanta, va hacia el grabador que ha colocado en un estante lejos de las manos confianzudas y libera la voz de Julio Iglesias por la carretera, con aburrimiento de galán sin rivales.
El espejo la enfoca con privilegio de figura principal. Muy pronto será de reparto, a un costado, de rodillas en el piso con la boca llena de alfileres, la mirada atenta a la caída, los defectos en las mangas, los hombros. Sabe que sus curvas se van rellenando con la misma generosidad con que su espíritu perdona los pecados. Por un momento piensa que debería, alguna vez, dedicar todo su tiempo para un vestido propio, perfecto. Se pone de perfil, recoge el pelo con la mano derecha, tira para atrás la cabeza parodiando la impostura, la incomodidad que exige la ropa nueva.
Mira la hora y suena el llamado. Sale rumbo al pasillo diciendo ya va, ya va. Abre y se hace flaca para que pasen las del primer turno después de haber puesto la mejilla para los besos de rigor.
Cierra la puerta y las sigue hacia la pieza.
Hace un corto paso de baile a espaldas de esas tilingas que morirían de asombro si supieran que este viernes a la noche, como todos los vienes, vendrá a buscarla Kevin Kostner en Impala descapotable y violeta. En la penumbra del zaguán, su porte rubio y melancólico de saco blanco y clavel en el ojal, resignado, pero sin odio, golpeará con los nudillos.

Texto agregado el 19-03-2010, y leído por 157 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
20-03-2010 ¿Y por qué no? NeweN
 
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