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Viernes con Silvina

Se levanta un cielo de terciopelo azul, la bailarina vestida de blanco queda quieta por un instante para comenzar enseguida a bailar con movimientos precisos. Gira sobre si misma una y otra vez hasta que la melodía sencilla se des-vanece junto al azul bajo la tapa de la caja de música.
Los ojos de la vendedora me miran expectantes. Sus largos dedos reposan sobre la tapa que brilla en la mañana de la librería, aguardando destino.
Asiento con ligereza, disimulo mi ansiedad, veo cómo la mujer en-vuelve para regalo aquella maravilla de color, sonido y movimiento.
Viernes, sol, palomas, afuera me reciben con la indiferencia natural del tiempo que pasa.
Mi visión sin embargo es diferente. Creo ver colores más fuertes, creo escuchar voces más suaves. Camino hacia la casa de la chica que siempre qui-se tener cerca y ahora está.
Ella vive muy lejos para mis pies adolescentes y llegar hasta los parques que rodean el chalet me parece una aventura digna de ser contada.
Leí un par de libros que me deslumbraron por su profundidad –Sábato, Cortázar- y creo en las palabras. Mis pasos tienen la medida de lo que de-seo y mis sueños llegan a lo inmortal.
Silbo despacio algo de Almendra, algo de Los Gatos, algo de Los Beatles. Cuando saludo a alguien pienso que se me nota la alegría, tengo vergüen-za.
Ella es alta, pelo claro, los ojos verdes y grandes. Habla con tono de gamuza, elige las palabras y tiene cinco hermanos. Su papá es Ingeniero, cara de estar pensando siempre y su madre es muy alta, habla con la misma tonalidad que ella, lee libros que después nos comenta.
Solemos juntarnos varios en la casona, alrededor de un combinado en el que escuchamos música que nuestros padres jamás comparten en nuestras casas. Después escuchamos al padre contarnos de cada instrumento, del jazz, del rock, de los arreglos y de qué significa la letra que Spinetta o Del Guercio cantan. Al hombre le gusta Manal, dice estar del lado de los obreros, escucha blues en in-glés y los compara con los que toca la banda argentina.
Los del grupo seguimos las discusiones cuando se va, ella siempre tiene un punto de vista que me parece justo y todos estamos en un grupo de teatro donde leemos obras de Sastre o clásicos griegos o sainetes.
Ella me gusta desde que la conocí, en una fiesta de la que nació el elenco. Este es el primer regalo que le llevo.
Cuando llego a la reja de entrada, el perro ladra conociéndome y ella aparece con remera azul, vaqueros gastados, una vincha, zapatillas.
La veo avanzar con el sol esfumándole la silueta, traspiran mis ma-nos sobre el papel celofán, el moño.
Ella abre la reja, saluda con un beso en la mejilla, me mira sin final.
Entrego mi obsequio sin motivo, tiemblan mis piernas, ella sonríe, no dice nada, me abraza con fuerza hasta que siento sus pechos en mi pecho.
Me voy despacio, conmovido. Dentro de mi cabeza suena la música del mundo y el corazón hace ritmo.
Llego a casa con la sonrisa domesticada porque quiero fingir que soy adulto, que estas cosas tienen importancia pero sin exagerar, que algo sé de la vida.
Y no sé nada.

Texto agregado el 19-03-2010, y leído por 153 visitantes. (0 votos)


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