Llegó a la misma hora de siempre, entrando la noche. Pero esta vez completamente salpicado de tierra y cemento. Tenía la mirada cansada y sus movimientos eran lentos. Se acerco al mostrador, tocó con una moneda y dijo en voz baja, me das un cañac. Así llamaba a la botellita de aguardiente barato que mínimamente una vez por día compraba en el tendajon. La abrió y le pego un buen trago. Se quedo parado, recargado junto a la entrada, tratando de no estorbar. Así se quedo un rato. Abrió la botella de nuevo, bebió y emprendió la retirada, despacio y con paso torpe.
Como todas las noches se alejo cantando, tenía todo un repertorio de viejas canciones que entonaba con voz grave y desafinada, arrastrando continuamente las palabras. Todos le conocíamos y estimábamos. Nunca molestaba a nadie, salvo cuando encontraba alguna mujer bonita, entonces se quitaba la sucia gorra y le dirigía un picante piropo. Era gracioso verlo, parecía que el gorro le ayudaba a guardar el equilibrio y comenzaba a bambolearse al retirarlo de su cabeza.
Era común escucharlo cantando, siempre cantando. Por esa razón le pusimos “pajarito”.
Todos conocimos su biografía, que el mismo se encargo de redactar en sus noches de borrachera. El padre los abandonó desde muy niños. Siendo él mayorcito comenzó a trabajar desde muy pequeño para ayudar a su madre a sacar adelante a los otros dos hermanos. Ayudo a recolectar basura, repartió gas, boleó zapatos, hizo de payasito en un crucero y a la edad de 16 años para coronar su carrera se volvió “maestro arquitecto” como el decía de su oficio de albañil.
No recordaba cuando comenzó a beber. “mi madre dice que yo al nacer en vez de torta traía una botella bajo el brazo” - y soltaba la carcajada. Eso le admirábamos mucho. Su cualidad para sonreír en medio de la adversidad y para desprenderse de lo poco que no tenía cuando veía alguien en apuros. Ese era “pajarito”; el cantante del barrio. El que traía alegría aun cuando la letra fuera melancólica.
Hace poco llego como de costumbre. Pero esta vez toco desesperado, pagó y tomo la botella, salió apoyando una mano temblorosa en la pared. No hubo trago de despedida y mas triste; se marcho en silencio, sin canto. Tal vez ahogado por el peso de su miseria. No ha vuelto a aparecer. Hace poco vino su anciana madre, triste y silenciosa, toda vestida de negro. No tuve el valor de preguntar. Solo la observe y deje marchar, sin perturbarla.
Todos en el barrio extrañamos a “pajarito” su alegría y sus bromas; quisiéramos encontrar nuevamente esa mirada bondadosa que obsequiaba al regalar un dulce a un chamaquito. Escuchar las tonadas que solo el conocía.
La vida termino por quebrarlo. Decidió abrir sus alas y partió al infinito.
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