SON COMO HORMIGAS
El ruido llega, ¿desde cuándo tengo miedo? Por si fuera poco, no me di cuenta del tiempo que hacía que no corría tanto.
Correr, correr y no mirar atrás. Las piernas me funcionan, pero mi cerebro se niega a asimilar el peligro inminente.
Lo sé, en cualquier momento me alcanzará irremediablemente, sus zarpas cual grandes y cortante como el filo de una buena navaja.
Mi respiración, entre cortante y afligida, resuella en mi cavidad pulmonar. Las órdenes son contradictorias: sobrevivir, dejarse llevar por el destino, esperar que no me duela tanto como mi cerebro obviamente me pre-avisa.
Ya no puedo más, me desplomo. Con pánica resolución me encojo, hecho un ovillo pienso que nada ni nadie me atraparán.
Dolor, intenso dolor recorre mi afligido cuerpo, señor cuándo acabará este suplicio... Por si fuera poco, la ausencia de familiares, amigos o conocidos aumenta mi desesperación.
“Os preguntareis qué cuento y por qué. Si yo lo supiera, sería otro el que lo contara, pero no es esa la cuestión. Cuando una luz extremadamente brillante y cegadora inundó todo a su alrededor, apareció, sí una figura. No me preguntéis quién era o de dónde venía, solo os diré qué aspecto tenía, cómo vestía, pero no me preguntéis nada más, por eso os lo cuento: un personaje poco habitual tenía una tabla de windsurf, mirada sonriente, camisa hawaiana (sí de esas chillonas), pantalones cortos a juego y una altura de envidia para cualquier jugador de Básquet.
¿Me habló? No sé qué deciros, pero todo lo entendí a la perfección: José, desde ahora tendrás que valerte por ti mismo, vengo a ayudarte, enseñándote la forma de comer, vestir, en definitiva, vivir. Al terminar, aquello me sonó a cuento chino, no tenía ni la más remota conciencia de mi actual situación.
Sacó de no sé donde unos polvos que puso a lo largo de la tabla, luego la ubicó a la fuente de la luz y observé el milagro, empezaron a salir unos pequeños muñecos muy graciosos como hechos de gominolas. Yo, cual niño grandote, no se me ocurrió más que empezar a pisotearlos, es que hacían un ruido tan gracioso que era imposible resistirte. Este ser de mirada risueña y semblante radiante de felicidad, de repente, se tornó cual triste semblante, no hacía falta que me expresara nada. A la perfección intuí su tristeza. Por lo visto, o no estaba preparado, o no fue el momento apropiado”.
“José mueve un pie, mueve un brazo, ahora el izquierdo, ahora el derecho”. Yo, como un autómata, obedecía la potente voz autoritaria: “Muy bien, José, saldrás pronto de esta”, luego la inconsciencia se apoderó de nuevo de todo mi ser. Sueños y divagaciones siguieron en completa anarquía.
Cuando, por fin, tuve una sensación algo difusa, pero ya bastante clara de mi situación, comprendí. Una gran sala, muchas enfermeras de un lado para otro, tubos, aparatos que hacían un ruido muy extraño como un aire que entra y sale por una pequeña abertura, un olor muy acentuado que entraba llenándome los pulmones. Una sensación de ahogo, no podía hablar. Con el paso de los días fui recuperándome. Por fin, el médico me dio el alta.
—¡Señores y señoras del jurado! No se dejen embaucar por las lastimeras palabras del acusado —el fiscal, entrado en años, barrigudo, gafas de concha, dientes mal cuidados y una incipiente calvicie, arengaba en pos de conseguir el favor del jurado.
—Este hombre, cuando salió del hospital, fue a su casa. Con alevosía y premeditación pasó a cuchillo a toda su familia —dijo, sin antes rascarse el trasero.
Un murmullo de aprobación se dejó escuchar en la sala.
El Juez, contundente y autoritario, exclamó.
—¡Orden en la sala!
A continuación, con voz solemne.
—Después de escuchar a las dos partes, el comité se retirará a deliberar.
La expectación crecía por momentos. El jurado ya estaba en la sala, el público expectante no paraba de cuchichear, parecían abejas en torno al panel de miel.
—¡Nosotros, el jurado, encontramos al acusado culpable de homicidio en primer grado! —exclamaciones de aprobación salían del expectante público.
“No me preguntéis ni cómo ni por qué, pero el destino vino en mi ayuda. Unas bolas de fuego traspasaron el techo del juzgado, matando a diestro y siniestro, a duras penas me pude esfumar de mis carceleros. El caos era tremendo: explosiones, gritos, gente corriendo en llamas, escombros, polvo y un olor a quemado que te calentaba los pulmones”.
—¿Pero... niño, qué haces?
—No ves que estás quemando a las pobres hormiguitas...
La madre, iracunda, observaba al niño travieso jugando con una botella de plástico en llamas, dejaba caer pequeñas gotas de plástico derretido quemando a los incestos.
—¡¡Pero qué dices madre!!—contestó el niño extrañado.
—¡¡Mira cómo corren asustadas!!—continuó diciendo con regocijo.
—Este niño acabará un día con mi paciencia, ya se lo contaré a tú padre, sinvergüenza.
El niño, ajeno a las amenazas de la madre, siguió martirizando a las pobres hormiguitas.
FIN.
J. M. MARTÍNEZ PEDRÓS.
Todas las obras están registradas.
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