No faltaba mas, haberse quedado dormido justo el día en que más necesitaba levantarse temprano; vistiéndose a toda prisa y tratando de arreglar a regañadientes ese pelo rebelde y mojando su cara con agua fresca para espantar el sueño y de paso tomando un trozo de pan untado con miel, fugazmente llegaba a su mente su hazaña para conseguirla; quién iba a pensar que ese viejo árbol a punto de caer al río tendría ese rico manjar, a pesar de que le costo varios pinchazos de abejas y haberse tirado de piquero al agua escapando del panal, logró juntar varios tarros.
Soltando riendas, y partiendo a todo galope iba José a su primer día de clases, aun no había amanecido por completo, y por el camino montañoso se escuchaba solo el cantar de los chucaos.
Le quedaba buen trecho por recorrer, se alegraba de que la tierra estuviese húmeda, porque de lo contrario, habría quedado todo empolvado. Iba nervioso, pero, lo que más le molestaba eran los pies, en vez de sentir agradecimiento hacia doña Panchita, la encargada de la parroquia, quien amablemente le había regalado unos pantalones y un par de zapatos de medio uso, y aunque eran dos números menos los recibió igual, peor hubiese sido haber llegado descalzo, pensó.
-Te’s ta’i poniendo vieja Clara, ya no corris ná- Le gritaba a su yegua, a quien ciertamente le estaban llegando los años, nunca había encontrado el trayecto tan largo, el único que iba contento era el Diablo, metiéndose por entre los matorrales espantando a los pájaros que estaban es sus nidos, hasta una pequeña liebre salió corriendo despavorida.
El sol iba asomándose poco a poco por entre los cerros, los escasos rayos llegaban suavemente sobre el rostro de aquel adolescente, que aunque no lo demostraba con gestos, dentro de su corazón rebozaba de alegría.
Cómo serán los otros chicos, se preguntaba, a pesar de que sentía un poco vergüenza llegar, ya divisaba en el valle su pequeña escuela, lo que más le gustaba, era que a pocos metros había un hermoso sauce y a sus pies nacía un pequeño estero de aguas cristalinas.
Las herraduras de la yegua sacaban chispas en el empedrado camino, de malas ganas sacaba trote el pobre animal y sin darse cuenta su amo ya estaba desmontando. Era un bullicio espantoso, el griterío lo asustaba y su figura que lentamente iba entrando, pasaba inadvertido. -Gracias taitita Dios, nadie me está agüeitando- y por la chita que me aprietan estos condena’os-. Cojeando iba el pobre, con su bolso de cuero de vaca cruzado en la espalda y sus gruesas manos metidas en los bolsillos.
La Juana al verlo llegar, salió a su encuentro; iba contenta jugueteando con una larga trenza negra que coquetona la dejaba caer sobre su pecho, nunca la había visto tan arreglada, bien señorita que se veía. Se fueron lentamente caminando por los corredores de la escuela y fueron a sentarse bajo la sombra del sauce. José sacó sus zapatos, estiró sus pies; qué alivio sentía, la Juana al verlo reía a carcajada. No se había dado cuenta pero era eso lo que le gustaba de ella, tan lindos dientes y tan blancos pensaba, resaltaban muy bien en esa carita redonda tostada.
Amablemente la joven le había llevado un cuaderno a Juan para sus clases y el muy afanado abrió su bolso para mostrarle su caja de lápices de colores y por mas que buscó y rebuscó no encontró nada, claro si el bolso tenía un agujero.
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