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El hombre negro llegó con la corriente del río. Lo trajo el movimiento natural de las aguas, desde la montaña donde había crecido refugiado entre sus abuelos cimarrones. Arrastraba esa enfermedad misteriosa escondida en la lengua de la indígena, junto a la que navegó jornadas nocturnas hasta llegar al poblado en busca de una curación.

En su comunidad, el chamán le había hecho tomar el yagé del ritual colectivo, en un toldo de hojas improvisado del otro lado del sol poniente. Durante esa celebración, el hombre había visto las nervaduras de las plantas como canales transparentes por los que un líquido azul y verde subía y bajaba. Ahora, navegando entre las curvas del río, el agua insistía en formar burbujas irregulares del tamaño de granos de sal. Sus ojos divisaron los troncos de los manglares; el hombre pensó… tierra cercana.

Si hubiera visto láminas como las que muestran los libros escolares, esas formas contorneadas serían las piernas largas de los gigantes que venían a buscarlo y caminaban con firmeza hacia él, enterrando sus pasos en la tierra rojiza. Pero el hombre no había visto otra cosa que no fuera naturaleza y cuando tomaba el yagé la veía más nítida aún.

Las fibras ásperas de los árboles le recordaban su choza y el trabajo que le dio levantarla; los pilares de troncos se le escurrían cuando intentaba pararlos y los tallos puntiagudos se le enredaban entre las piernas, provocándole dolorosas heridas en la piel. Junto a esos recuerdos sentía el ruido de las hojas y los murmullos de la selva. Ella saludaba su paso y le hacían confundir los sonidos y los colores del arco iris aparecido sobre el agua mansa, luego del aguacero que se había descolgado durante el viaje.

No pudo retener el vómito por causa del yagé, en el momento en que un remolino lo trajo hasta la orilla. Intentó salir de barco y correr hacia el claro del bosque, pero ya no se sostenía; se contuvo y se tendió dolorido en el hueco de su embarcación. Ella la servía de cuna y lo arrullaba.

Como todos los días, salió rápido el sol después de la lluvia. Durante el trayecto se esfumaron los perfumes de la tierra y el cielo se integró con el agua, al perder la línea del horizonte que quizás alguna vez separó ambos mundos.


Alondra Badano

Texto agregado el 17-03-2010, y leído por 69 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-03-2010 Espectaular malaya
 
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