En aquel tiempo las aceras eran un cúmulo de vértigos, desazón, esperanza y cigarros viejos que alguien había fumado apuradamente poco antes de adentrarse en el antro de costumbre. Las gentes iban y venían sin saber muy bien cuál era el lugar adecuado donde sentarse y descansar del duro trance de la vida; un blues metafísico invadía la avenida del abandono impenetrable, algunos poetas blasfemaban al ser conocedores de una verdad diferente y cruel, y la soledad era un augurio de fatiga y mentalidad despierta. Algunos jóvenes criticaban la política del momento: hay cosas que nunca cambian, el dios dinero gobernándoles como quien gobierna un puñado de ovejas sin redil. Alguien bebía alcohol barato, mientras le daba duro a una vieja pero inquebrantable máquina de escribir. Borrador tras borrador se preguntaba este hombre de aspecto funerario cuándo diablos llegaría el verso perfecto, la oración penetrante, la vida que deseaba vivir… A veces miraba por el ventanuco de su maloliente pensión y observaba como dos borrachos vociferaban a causa del delirium tremens que te permite ver la macabra danza de la muerte que casi nunca es dulce, que casi siempre es visita inoportuna e incisión en el alma. Poco después de las tres de la madrugada se escucharon cinco disparos bajo el puente; al día siguiente los titulares de los principales periódicos aclararían que un chulo y su puta habían aparecido asesinados a la orilla del río, un final usual para algunos en aquella cosmopolita metrópoli con olor a expiración y a besos hondos que siempre podías conseguir por menos de cuatro dólares. La máquina de escribir continúo su curso pese a los disparos, al hedor y a los borrachos: “Tac, tac, tac…” Sonido impresionante y molesto que aparecía y desaparecía dependiendo del dolor de los dedos de la persona que la estaba manejando. Alguien había jurado que la inspiración estaba a 27 kilómetros de su pensión, alagando a una muchacha con falda ceñida, labios carnosos e infancia impronunciable; la inspiración se había distanciado más que en otras ocasiones, quizás porque ella también gustaba del regodeo, de los chupitos de tequila y los sostenes rojo infierno. Por eso él ya no la esperaba, por eso él no se fiaba de ella: era una pávida compañera de viaje, una arrogante esperanza… A eso de las seis de la mañana, ya extenuado y lleno de dudas sobre el futuro, algo borracho y definitivamente reventado por el hálito de las palabras inadecuadas, se tumbó en la cama y encendió un pitillo-muerte. Una arañita se descolgaba del techo a escasos centímetros de su cabeza; alguien gemía en el piso de abajo: realidad en estado puro y duro, pensó, al tiempo que se dijo a sí mismo: “El hombre ha nacido para morir. ¿Qué quiere decir eso? Perder el tiempo y esperar. Esperar el colectivo. Esperar que canten los ratones. Esperar que a las serpientes le crezcan alas. Perder el tiempo”. |