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El entablado crujía como una tormenta gris en el cielo de madera.
Desde abajo.
Era como estar dentro de un canal de desagüe: los pasos que venían e iban se escuchaban como en el asfalto de la calle, las palabras expulsadas caían como tórtolas y los rumores taciturnos como leves canciones del silencio.
Muchas veces solía ver zapatos (tacones agujas de un pie calloso principalmente) gigantes que me quería aplastar como un verde gusano.
Cada paso parecía tener su propia caja.
Subían y bajaban las gradas, no pagaban peaje.
Eran semejantes dioses que partían al infierno o de llegaban de ella. Con velocidad o sin ella, el tiempo y las rentas nunca subían. Todo quedaba como estaba. Al final de cuentas, los dueños de ese reino eran ellos. Ellos decidían nuestras vidas (la de mi madre y la mía): mantenernos vivos o muertos.
Allí arriba todo los fines de semana la cama rechinaba, los gemidos era la típica canción de mediodía.
Los lunes nunca se esperaba tres. Siempre eran dos. Raras veces eran tres, cuando ese vago estudiante llegaba de New York.
Al oír la voz del marido en la puerta principal, ya sabía a qué venía. Me tiraba en mi cama, encendía mi Mp3 y lo subía todo el volumen. Me afligía escuchar los gemidos, que seguro tenía algo de amor ciego y arrollador, como una espinita que duele pero escuece.
Yo, jamás había hecho eso, eso que llamaban hacer el amor, me lo inventaba, me lo imaginaba. Prefería sentarme frente a un viejo televisor y ver la mezcla de esos delgados cuerpos, que morían a oscuras como serpientes enrolladas. Un verdadero lamento, lento y rápido, de sangre y sudor, de quejido y de risa.
“Vivir cutáneamente” era la etiqueta de mi película, de mi fantasía y de mis sueños mojados.
Y como de costumbre, todos los jueves esperaba el camión de basura, rodeado de bolsas grandes y chicas. Antes de lanzarlos al camión, las revisaba. Necesitaba algo de comer, mi estomago creo que rugía sólo los jueves.
Dentro de los restos de pan, frutas, arroz… (No recuerdo que más). Había algo que nunca he olvidado hasta ahora. A mis 89 años, tengo el recuerdo aún intacto. Envuelto en un poema que la había que dedicado a la señora, encontré el cuerpecito semi quemado de un súper niño, un híper-varón. Tenía dos penecitos, se veían como hilitos con dos nuditos.
Más que por mi edad, mi esterilidad no me permite olvidar. Si yo hubiera sido aquel súper-niño de la basura, hubiera tenido más de mil hijos, hubiera hecho más el amor, y no me hubiera confirmado con visitar a Las conejas o ver videos xxx.
Pero los de arriba no me lo hubieran permitido. Ellos tenían la soga en mi cuello.
El alquiler, el agua y la luz eran completamente gratis, con tal de no delatarlos a la policía. Eso que un policía vivía frente a nosotros.
“Calladito te vez lindo” me decían cada vez que sacaba a la luz la caja donde guardaba los fetos.

Texto agregado el 17-03-2010, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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