El padre era paco. Esto, que ahora suena despectivo e insultante, era la denominación de los carabineros en los albores del siglo veinte. Hablo de los lejanos años en que la vida era mucho más simple, sin la aglutinante oferta de comodidades que nos engolosinan hoy por hoy. Yuli y sus dos hermanitos, pequeños todos, aguardaban en su lóbrega vivienda que llegara el padre con alimentos. Un poco antes, su joven madre había fallecido producto de una septicemia, transformándolos, de golpe y porrazo, en tres niños desamparados. El padre, herido de muerte por tanta fatalidad, se levantó a duras penas y se las arregló para cuidar de sus pequeñuelos y retomar el trabajo, ya que el hambre amenazaba. Como disciplinado hombre al servicio del orden, el luto, lo dobló y acomodó dentro de su corazón acongojado. En Estados Unidos, la Depresión era un monstruo apocalíptico y como sucede también hoy, los países latinos sufrían las secuelas de esta etapa improductiva.
Llegó la abuela, una viejecita hacendosa, como lo eran casi todas las mujeres de esa época, hembra simple y portadora de una sabiduría popular que le daba respuesta a las preguntas más acuciantes. En primer lugar, era necesario darles sustento a esos pobres nietecitos suyos, sin una madre que acariciara sus cabellos y les entonara canciones de cuna. Los abastos se perdían de vista y era necesario recurrir a toda la imaginación para que en la modesta mesa hubiese algo para merendar. El tecito y un trozo de pan duro fueron muchas veces el plato fuerte, cierta vez, en un brote de desesperado ingenio y de osadía culinaria, mezcló un poco de harina cruda con otro poco de azúcar y armó una cena de dudoso aspecto. La Yuli, más despierta que sus hermanitos, le preguntó a su abuela qué era lo que les había servido y la vieja, cazurra como ella sola, le respondió: “comicalla”. Desde entonces, todo plato nuevo pasó a denominarse así, haciéndose familiar a los oídos de esos inocentes pequeñuelos.
Era tal la pobreza imperante en aquellos años de la Depresión, que muchas personas no se levantaban y dormían con famélica pereza. La desesperanza era el pan de cada día y se ahorraban las briznas de energía que aún quedaban en sus cuerpos óseos. Ya amanecería una vez más, con la misma miseria y con el mismo desgarro existencial.
En las noches, las llamas de las velas tremolaban en esos cuartos desnudos, mostrando rostros infelices. Sólo los niños reían en su inocencia y su imaginación intacta, les permitía urdir entretenidos pasatiempos. La Yuli, sin embargo, a sus cortos ocho años, entendía que la vida era mucho más difícil de lo que parecía.
Aún así, todos ellos se instruyeron en buenos establecimientos educacionales, la Yuli y su hermana fueron internadas en una escuela de monjas, como se estilaba en esos años. Una mañana cualquiera, ataviadas con un traje nuevo, las encaramaron en una carreta, con sus pocas pertenencias y el caballo que tiraba el carruaje, emprendió una marcha lenta y melancólica. Por vez primera, se separaban de su padre. Pero, en su beneficio, conocerían otro mundo y otras compañeras.
Años después, una asonada política trajo repercusiones dramáticas para esa familia que había sabido permanecer unida en medio de las circunstancias adversas. El padre, designado en un cuartel a las órdenes de cierto general, fue encarcelado cuando el superior aquel fue destituido luego de un intento golpista. Su angustia fue tal que muchas veces intentó sobornar a sus carceleros para poder acudir donde sus hijos, ya adolescentes y brindarles todo su amor y amparo. Largos días se sucedieron, hasta que fue liberado y regresó a ese hogar tan castigado por una instancia fortuita.
Años más tarde, falleció la abuela y la Yuli tomó las riendas de ese hogar, atendiendo a su padre y hermanos con la prodigalidad adquirida por la vía del ejemplo. En efecto, su padre, hombre buen mozo y bien plantado, jamás sucumbió a las tentaciones de la vida y sólo se dedicó a cuidar de sus hijos. Las mujeres se derretían por ese guapo uniformado, pero él, hacía caso omiso a todas ellas y redoblaba su abnegación por sus chiquillos.
La vida prosiguió su curso, la Yuli, convertida ahora en una hermosa y apetecida joven, comenzó a hacer buenas migas con un jovenzuelo colorín de aspecto desgarbado. Un poco después, se casaron, lo mismo hizo su hermana y el hermano y cada cual partió a tentar fortuna con sus respectivas parejas. El padre, ya retirado de Carabineros, pudo al fin rehacer su vida con una buena mujer que lo adoró hasta el fin de sus días.
Todo esto, lo escuché de labios de mi emocionada madre esta mañana, cuando los albores del día presagiaban una jornada calurosa. Lo escuché y lo atesoré y ahora lo vierto en esta página, como un testimonio valioso para mí, que no olvidaré mientras viva, ya que es la historia vibrante de mis antepasados…
(Algunos sucesos han sido cambiados, para respetar la memoria de los integrantes de esta historia. En rigor, la Yuli es la Yoli, mi madre).
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