SOSPECHA
La mañana que Francisco se levantó sin memoria estaba soleada.
Su cabeza nocturna había quedado colgada en el boliche del negro Julián.
Su mujer al verlo levantarse erguido y de paso seguro sintió una sospecha instalársele en lo más profundo de su cerebro.
-Tal vez son cosas mías- se dijo casi en voz baja. Él continuó sus quehaceres como si nada, o lo que no es lo mismo, como nunca los había realizado, porque se fue derecho al latón, arrimó la tabla de lavar y comenzó diestramente a dar jabonadas, fregadas y enjuagadas.
Cuando la mujer se dio cuenta tenía las sábanas colgadas, junto con las camisas, las medias y los calzoncillos de Francisco, pero más asombrada aún se sintió cuando en la otra cuerda se encontraba su batón floreado y el culote prendido con cuatro palillos.
-No son cosas mías- se repitió casi en voz baja.
Francisco continuó, lavó el excusado, barrió el patio y cuando ella se quiso acordar la estaba llamando para comer.
Ella pensó que todo era una jugarreta, igual se sentó a la mesa. Francisco prolijamente le sirvió en el plato esmaltado amarillo un humeante puchero de gallina. –Canto flor el Cipriano- le dijo, y tan campante comenzó a manducar.
Ella no podía creer lo que veía, porque el Cipriano era el gallo favorito de Francisco, siempre decía que ese bicho iba a morir en su ley y no dentro de una olla, pero el puchero humeaba en su plato.
Cuando ella terminó de comer y fue al fregadero todo estaba limpio, guardado en la alacena. Pensó que Francisco estaría durmiendo su siesta –como corresponde- pero no, estaba limpiando las bateas de los chanchos, les dio de comer, recogió la ropa seca y dispuso el carbón en el planchón. La mujer lo miraba hacer y no podía creer lo que veía, continuaba diciéndose casi en voz baja.
Francisco guardó la ropa recién planchada, mientras cebaba unos mates y le alcanzaba a ella, de pronto le dijo: -Estaría bueno para unos pasteles- y salió disparado para la cocina. Cuando ella llegó ya había comenzado con el amasijo.
La mujer no preguntaba nada, lo dejaba hacer, se decía casi en voz baja, que capaz se deshacía aquella maravilla. Así llegó la noche, Francisco preparó la cena, armó un fueguito y al momento el costillar desparramaba su aroma y para dejarla más contenta le trajo de postre en una taza esmaltada amarilla una buena porción de candial, bien batido, espumoso.
La mujer estaba contenta, aquella noche se acostó feliz como cuando Francisco no pasaba sus noches en el boliche del negro Julián.
La mañana que la mujer se despertó con la lucidez en su cabeza, era gris.
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