Bajo la mirada, el tiempo descifraba lo recóndito de su alma, que dormía en el vagón como una queja anciana. A su lado, la vida flotaba entre los árboles y calles que pasaban desprovistos de sentidos, en el aire nuevo de los puentes corriendo feroces a través del vidrio. Su silueta enmarcaba la angustia de un pasado vuelto realidad, tras una camisa a rayas y un pantalón oscuro, que saldaba toda deuda. El rostro descendía como un agua mansa, bifurcada por lo cano de un bigote, que se perdía entre los pliegues. En soledad, seguía el ritmo oscilante del tren que nunca detenía a tiempo en su parada, como una cadencia de los sueños. A la espera, sólo el viento arrasaría la finitud de su llegada, como un padre temerario ejerciendo reprimenda junto al llano. Mientras, lo espeso del monte tallaba su figura en la arbitrariedad del alba, bajo un caminar enmarañado que no daba prisa, extendido en las leguas de los pastos. Detrás, el arroyo dibujaba su perfil como una fuente corva, que bebía el margen de las aguas, amarillentas y deseadas. Y la pena talaba su andar que nunca alcanzaba, como un paria tendido en las mañanas de los trenes. Sólo los domingos su espectro se magnificaba mientras vendía algunas gaseosas en el ir y venir de los vagones, donde la lejanía y el fracaso lo convirtieron en un sendero más de lo cifrado. Cuando te vuelva a ver, quizás sólo seas el reproche de la tierra en que crecimos, bajo un confín de lamentos y de lágrimas.
Ana Cecilia.
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